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– Pues sí, ésa era mi intención.

– Ya veo. Y por uno de esos cambios de humor que tienen todas las mujeres, ha cambiado de idea cuando ya estaba de camino. Me conozco la canción, señora Blavatski. Si tiene una buena y verdadera razón, explíqueme por qué se encuentra a miles y miles de kilómetros del lugar en el que debería estar.

– Nos hemos perdido.

– ¡Vaya, vaya! -bromeó él.

– Tengo que admitir -se corrigió ella- que cambié de opinión.

– Me cuesta creer que el zar Nicolás haya enviado a alguien que llame tanto la atención, y tan poco preparado e informado. Parece usted caminar hacia la muerte. El marajá Jung Balladur Rana tiene una reputación feroz. Hará que la torturen durante días. Detesta particularmente a los rusos y sus proyectos expansionistas.

– ¡No soy una espía! ¡Me importa un bledo la política de mi país! Si su informe estuviera completo, sabría que mi esposo ha pedido mi cabeza al zar.

– Por supuesto. Es una buena tapadera. Entonces, ¿por qué envía tantas cartas a su padre, el coronel Von Hahn? Todas las descripciones que le hace de la India ¿no son datos que un Estado Mayor puede aprovechar? Lamenta la miseria en la que está hundido este continente, y responsabiliza de ella a Inglaterra.

– Es una simple constatación.

– Creemos que sirve usted a la fe legitimista de su zar, cuyo objetivo es reinar en Turquía, Afganistán y Pakistán, antes de atacar Irán y Nepal. Se creen ustedes que son los paladines de la Cruz contra los infieles del mundo entero. ¡Los conflictos que provoquen acabarán destruyendo el planeta!

– Capitán, me otorga poderes que no tengo. Le suplico que me crea. Siempre me he rebelado contra las dictaduras y el fanatismo religioso. Desapruebo la política de Nicolás. El único objetivo de mi viaje es comprender mejor a la humanidad y descubrir las fuerzas ocultas de este mundo. No soy instigadora de complots ni fomento la revolución…

– ¡Eso no es óbice para que su llegada a esta ciudad desencadenara inmediatamente una batalla entre dos comunidades!

Tras estas palabras, el capitán hizo un gran gesto con el brazo para señalar a los beligerantes que se habían refugiado en ambos extremos del lugar. Los insultos llovían de una parte y de la otra. Los soldados estaban atentos. Un clamor se elevaba en la ciudad. La gente corría por las calles vecinas intentando atravesar la barrera de los militares. La cólera iba en aumento entre la población, que se tomaba muy en serio la profanación de los templos.

– No tengo nada que ver con este alboroto -le lanzó ella.

– La creo, pero esta historia requiere un chivo expiatorio y me parece que es usted perfecta para ese papel. La población la señalará como culpable, así que no apostaría por que sobreviva a esta noche. Sin su presencia, esta reyerta sería anodina. Vamos a enviar a su guía a Bombay, y voy a hacer que la escolten hasta Darjeeling. Allí podrá usted consagrarse al estudio de las diferentes etnias que viven en Sikkim y beber buen té. La vigilaremos noche y día -sentenció.

Inaccesibles, Chomolungma y Kanchenjunga. Infranqueable, la muralla de hielo al alcance de su vista. Ese Tíbet tan deseado estaba allí, oculto tras los dientes inmaculados del Everest y del Makalu.

Helena se había pasado la jornada meditando sobre sus oportunidades de alcanzar el reino prohibido. Las sombras invadían la ciudad, las tinieblas llegaban con sus cortejos de demonios y los habitantes se apresuraban a entrar en sus casas. No obstante, Helena no sentía, en la habitación rosa, ninguno de los peligros que sentía en Inglaterra, pero se aburría. La señora Murray, su encantadora anfitriona, esposa del comandante de la guarnición, la llevaba algunas veces al sanatorio o a pasear por los campos de té. De esa región de Sikkim, sólo conocía las ricas plantaciones pertenecientes a los occidentales.

Una sola vez había intentado zafarse de la compañía de la frágil lady cubierta de lazos y empolvada, que se quedaba sin aliento al menor esfuerzo. Había podido dejarla atrás rápidamente, pero un temible gurkha había aparecido ante ella en el momento en que se disponía a penetrar en el bosque inextricable. Por la risa de la señora Murray, comprendió que un buen número de esos mercenarios nepaleses la vigilaba sin hacerse notar.

Las montañas, lechosas en la noche, tocaban las estrellas. Una delgada luna creciente hacía palpitar el manto de un glaciar, el frío del Himalaya hería la frondosa vegetación del valle. Estaba haciendo equilibrios entre dos mundos, y consiguió comprender los mecanismos secretos de esa naturaleza. Fuerzas contradictorias actuaban ante sus ojos y ella sentía la fenomenal energía que se desprendía de ese combate eterno.

Allí había espíritus que no pertenecían a la especie humana. Le provocaban sensaciones extrañas. Daban vueltas a su alrededor cuando se apoyaba en la ventana.

Era… No eran más que impresiones. Tras dar por acabadas sus contemplaciones, volvió a su habitación cargada de bibelots y cacharros de loza, impregnada de un perfume de violetas y lavanda. Se quedaría allí toda la noche, tendida en su cama. Un ruido de pasos en el pasillo la puso en alerta. Golpearon a la puerta y se oyó la voz aguda de la señora Murray.

– ¿Se puede?

– Adelante.

– ¡Vaya! Qué oscura está esta habitación -dijo la inglesa-. ¿Quiere que encienda alguna luz?

– No, prefiero seguir a oscuras.

– Es usted una mujer extraña.

– Desde luego, si me compara con las personas consideradas normales, lo soy.

La señora Murray no supo cómo responder a eso. Permaneció entre la cama y la puerta. El débil reflejo de la luna iluminaba su rostro diáfano. Su cuerpo esbelto permitía adivinar graciosas curvas, unas líneas tan largas, tan exageradamente frágiles, que la joven parecía un dibujo estilizado. Llevaba un simple vestido blanco con mangas cortas y ahuecadas. El contraste entre la modestia de ese atuendo y su aspecto de reina de otra raza resultaba desconcertante. Ante Helena no era una burguesa envarada en sus principios, sino una vestal que podía volverse cruel.

– ¿Por qué me mira así? -preguntó aquella mujer.

– Usted es tan extraña como yo.

– ¿A qué se refiere?

– Yo la veo tal y como es… Una mujer fuera de lo común.

Cynthia Murray enrojeció de placer. Se sintió turbada hasta el punto de olvidar el motivo de su visita. Helena le tendió la mano y ella la cogió.

– Es la primera vez que viene a verme aquí.

– Tengo malas noticias. Estamos muy inquietos.

– ¡Explíquese, se lo ruego!

– En Sikkim todavía no se ha corrido la voz. Se acaba de declarar la guerra entre Inglaterra y Rusia. Mi marido va a tener que ponerla bajo arresto domiciliario.

La cara de Helena se descompuso. Esa guerra echaba por tierra sus esperanzas. Nunca tendría la oportunidad de cruzar la frontera. Todo se venía abajo justo en el momento en que se había granjeado la amistad de los Murray y estaba a punto de conseguir un salvoconducto para entrar en Sikkim.

Desde la capital, Gangtok, habría podido alcanzar fácilmente el alto valle del Nagmo, y después la ciudad de madera de Karponang. Allí abundaban los sherpas. Con sólidos montañeses, aventurarse por las cadenas tibetanas sería una empresa fácil. Ahora ese plan se había venido abajo.