– En Old Fort Kearny.
– ¡Qué feo es! La gente nos mira mal.
– No nos quedaremos más de dos días.
– Cuando lleguemos allá abajo, ¿me ayudarás a sacar oro de los ríos?
– No pienses en el oro, sino en el gran océano Pacífico, en los campos de maíz, en las flores salvajes que crecen en el desierto de Mojave, en los albatros y en las águilas que se disputan el cielo siempre azul. Créeme, el oro más bello es el de las espigas de trigo acariciadas por los rayos de sol. Esos hombres que te parecen malos son buscadores de oro. Cuando lo encuentran, algo poco frecuente, vienen a gastarlo aquí bebiendo y jugando a las cartas. Se pelean y a veces se matan unos a otros por unas pepitas.
Helena se calló que en realidad se dejaban mucho dinero en prostitutas para conseguir un poco de afecto y que morían rodeados de soledad y miseria.
Mary se asomó por encima del banco. Un equipo de mineros apareció por una calle transversal. A lomos de sus asnos, hablaban a gritos. Rendidos por el peso de sus amos, las mantas, los sacos de harina, de sal y de judías, los animales se arrastraban a duras penas. Sartenes, cacerolas, palas, picos, batientes y chatarra de todo tipo tintineaba en sus flancos.
Los mineros les asestaron unas cuantas patadas fuertes para adelantar al convoy de emigrantes.
Los aventureros hirsutos y llenos de barro soñaban ya con sus grandes sombreros mojados llenos de pepitas de oro y con una vida de nabab con las chicas más guapas de América.
Uno de ellos saludó a Helena con una sonrisa desdentada. Ella no se inmutó y el hombre no insistió. Nadie quería problemas con una mujer que llevaba un fusil, un colt y un puñal.
– No quiero que papá se convierta en un buscador de oro -dijo Mary, que se hundió bajo el toldo para no ver más a esos tipos horrorosos.
– Tranquila, tu padre no está hecho para los claims. Irá a los campos.
– ¿Qué son los claims?
– Los terrenos en los que trabajan los mineros.
Los buscadores de oro los adelantaron y se pusieron a cantar. Estaban entusiasmados. Todos soñaban con el momento en que descubrieran la veta del siglo. Pensaban en el fango de su río, en las rocas de su mina, en las chispas en los tamices y en los destellos brillantes en las palas. No creían en la mala suerte.
La miseria no era para ellos, sino para los campesinos subidos a sus carros.
En la calle estalló un alboroto. Los niños levantaron la cabeza. Helena les ordenó que volvieran bajo el toldo.
– ¡Quedaos donde estáis!
Puso la mano sobre la culata del colt.
Había un enfrentamiento entre dos bandas. Un hombre con chaqueta y en buena forma dirigía una de ellas gritando: «¡Muerte a los republicanos!».
Le respondieron con juramentos. Granjeros, vaqueros, empleados y notables se daban puñetazos, se sacudían y rodaban por el suelo.
Helena hizo una maniobra con el carro y cogió el látigo.
– ¡Abríos paso! -gritó a los emigrantes.
En ese instante, un gigante rubio con la piel roja que derribaba a sus adversarios con una maza se lanzó hacia ella gritando: «Muerte a los negros, a los judíos y a los whigs! ¡Muerte a los indios y a los extranjeros!». Quiso saltar sobre el banco en el que estaba sentada Helena para tirarla al suelo. No obstante, el cañón del fusil que apuntaba a su frente lo detuvo en seco. Volvió a bajar y llamó al hombre de la chaqueta.
– Señor Mortimer, tenemos aquí a una abolicionista.
– ¡Todos son abolicionistas! Además, vienen a robarnos las tierras. Hay que darles una lección -gritó Mortimer.
Se movieron alrededor de los carros. Helena disparó al aire y clavó en el suelo a todos aquellos tipos de cara quemada.
– ¡Sólo queremos pasar! Y usted va a ser nuestra garantía -dijo ella apuntando con su arma al hombre de la chaqueta.
Mortimer se echó a reír. Helena abrió fuego y le agujereó el sombrero.
– La siguiente bala será para su cabeza. Camine delante de mi tiro. No lo dejaremos libre hasta que estemos a más de un kilómetro de su encantador pueblo.
No tenía elección. Hizo una señal a sus hombres para que se mantuvieran al margen. Con la cabeza gacha empezó a caminar delante de los bueyes de Helena.
– ¡Todo el mundo en marcha! -ordenó ella-. ¿Mary?
– ¿Sí?
– Canta.
– ¿El qué?
– Lo que quieras.
Mary cogió a su hermano pequeño, Michael, entre sus brazos y se puso a entonar una canción muy popular entre los colonos:
Oh, don 't you remember sweet Betsy from Pike.
We crossed the wide mountains with her lover Ike,
with one yoke of oxen and a big yellow dog,
a tall Shanghai rooster and a one-spotted hog… [10]
Los rostros de los beligerantes hombres se destensaron. Se dieron palmaditas unos a otros mientras señalaban a la pequeña que cantaba tan bien. Cuando todos los niños del convoy unieron sus voces para contar las hazañas de Ike y de Betsy, estalló una carcajada general.
63
Un nuevo convoy se formó al salir de Old Fort Kearny. Cincuenta y dos uros tomaron la pista del California-Oregon Trail, guiados por Robert Balfe.
Era una senda mítica en la que Helena había sufrido muchos disgustos siguiendo las profundas huellas de las ruedas en compañía de los mormones.
Alejó lo más rápido posible sus trágicos recuerdos. Viajar con los McCortack era una alegría. Era una familia muy unida y que le brindaba grandes muestras de cariño.
Por la noche, en el corral, John tocaba la guitarra e Isabel le explicaba cosas de Irlanda después de acostar a los niños. Al alba, Mary, Will, Pam y Michael se disputaban el derecho a sentarse a su lado en el banco del carro. Esos niños, que la querían como a una hermana mayor, desbordaban afecto, reclamaban mimos y se sabían protegidos. Siempre encontraba un medio de que cupieran todos en la estrecha tabla de pino.
En la mañana del cuarto día, al sur del río Platte, una tormenta azotó el convoy. El huracán aullaba, arrancaba los matorrales, golpeaba las crestas con tanta violencia que las piedras salían volando. Helena permaneció imperturbable y sonriente. Ante su serenidad, los niños no dieron ninguna señal de miedo. Se encontraban a salvo gracias al aura de su protectora. Ella los animó incluso a burlarse del viento furioso. Tuvieron que parar durante seis horas para no perderse en la tormenta. Cuando el cielo se despejó y los pájaros reaparecieron, vieron una columna de humo elevándose en el horizonte.
– Los indios -dijo Helena-; al menos, tienen algo que asar.
– ¿Son malos los indios? -preguntó Mary.
– Eso depende de las tribus. Se vuelven muy malos cuando se pintan la cara.
– ¿Se pintan la cara?
– Sí, para demostrar que están en pie de guerra. Pero tampoco son malos porque sí. Quieren defender sus tierras.
Mary era demasiado joven para comprenderlo. Continuó con sus preguntas.
– ¿Y ésos se van a pintar?
– No, no lo creo, sólo intentarán robarnos los caballos. Son cheyenes.
Helena se calló. Un jinete remontaba la pista. Era uno de los exploradores del convoy. Cuando llegó a la altura de Helena y de los McCortack, hizo una cabriola con su caballo y exclamó:
– ¡Vienen los indios! Al menos son treinta.
Helena no se alarmó. Robert Balfe se puso a dar consignas.
– Tenemos que reagruparnos. Si los pieles rojas atacan, nos defenderemos. Poned a los niños a resguardo. Preparad vuestros fusiles y, si os sobran, repartidlos entre las mujeres.
– ¡No sé usar un arma! Jamás he disparado! -confesó Isabel McCortack, aterrorizada.
– Señora, aprenderá en cuanto vea a sus hijos en peligro.
En los calderos se cocían judías. Los carros se habían reunido en círculo y habían apostado centinelas en las posiciones más altas. Los colonos seguían con sus tareas, con el arma al hombro.