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– No nos atacarán -le aseguró Helena a Isabel, que no apartaba la mirada de las montañas.

– ¿Cómo está tan segura?

– Los conozco bien. Sólo les interesan nuestros caballos. Esta noche intentarán quitarnos dos o tres alazanes. Después, correrán con la luna. Me acuerdo de esas noches. Es muy extraño. En este momento, mi espíritu está con ellos.

Isabel la miró con una mezcla de incomprensión y de admiración. Cada vez movía más lentamente la cuchara de madera en el caldero. De forma inconsciente, envidiaba a esa aventurera tan joven cuya vida estaba repleta de experiencias, que había conocido tantos horizontes, tantas aventuras y tantos pueblos diferentes. El humo que salía del fuego lanzaba un velo misterioso sobre la bella Helena. Isabel la imaginó en medio de los guerreros con plumas, en los templos llenos de ídolos, en la corte del zar, ante las grandes pirámides de Egipto. Paliaba su ignorancia con una imaginación sin límites. Había visto dibujos en los periódicos, grabados en la Biblia, y se acordaba de historias que contaban los marineros de Cork, donde había pasado su infancia.

Bajó la vista al caldero. En su futuro vio hilo y aguja, el rodillo pastelero y el tamiz para la harina, la ropa para lavar, los doce dólares ahorrados en un año en Chicago, los niños que criar, cuidar y educar, y al esposo a veces poco conciliador y menos enamorado que al principio del matrimonio. Ya no la miraba. Sus cabellos habían perdido brillo, su talla había aumentado, se le había caído pelo y su rostro se marchitaba. Envejecía mal a pesar de tener sólo treinta años. Las privaciones tenían mucho que ver. De repente, ante su vestido manchado y remendado, sintió amargura y cólera. Se puso a remover las judías con rabia.

– No esté triste -dijo Helena rodeando el fuego para sentarse a su lado.

– No me merezco esta vida.

– Pues yo la envidio.

Perpleja, Isabel dejó su trabajo y examinó el rostro de su amiga.

– Se burla usted de mí.

– ¡Oh! No… Yo nunca podría hacer lo que usted hace. Tiene usted cuatro hijos preciosos que la admiran por su inteligencia y bondad.

– Que Dios la oiga.

Esas sinceras palabras afligieron a Helena. ¡Dios, siempre Dios! Dios dispensador de castigos o de recompensas eternas. ¿Cómo podía hacerle entender a Isabel que ese dios suyo era egoísta y cruel? Había creado la vida y su cortejo de sufrimientos. Se hablaba del Padre que amaba a sus hijos, del ser perfecto en su Cielo. Era peor que Satán.

Helena contempló las estrellas y buscó al Gran Espíritu de los indios. Entre los «salvajes», como los llamaban complacidos los misioneros, el mal no existía, como tampoco la eternidad de las penas. De repente, sintió ganas de rezar como los iroqueses, los algonquinos y los hurones, y orar al Gran Espíritu por la paz de los hombres.

– Gary, ¿no me estarás jugando una mala pasada?

Ante la pregunta de Robert Balfe, Gary bajó la cabeza.

– No -susurró.

El guía pasó revista a los doce hombres que habían montado guardia durante la noche.

– ¿Cuántos has dicho? -gritó el guía.

– Tres: la yegua de MacMillan, el alazán de la señora Blavatski y el pardo grande de los Miller.

– Sois todos unos inútiles. Los indios os han robado los caballos ante vuestras narices y no habéis visto nada ni oído nada. La próxima noche, los cheyenes volverán y os cortarán la garganta. No contéis conmigo para pronunciar un discurso elogioso en vuestras tumbas.

– ¡Eran invisibles! -repitió Gary haciendo acopio de valor.

– ¡Tonterías! Los indios no tienen poderes mágicos. La verdad es que os dormisteis. ¡Vais a tener que pagar los caballos!

– ¡Ésa no es la cuestión! -intervino Helena.

– ¿Qué?

– Deje de echarles la bronca. Usted también estaba durmiendo. ¿Y no es usted el guía, el experto en rutas y en los indios? Debería haberse pasado la noche vigilando.

Balfe apartó a Gary y le plantó cara en silencio a la pequeña rusa que lo sometía a escarnio público. La respetaba. Desde el principio, se había dado cuenta de que tenía agallas. Si los hombres de ese convoy hubieran tenido una cuarta parte del valor de esa aventurera, ese viaje habría sido coser y cantar. Sin embargo, no deseaba quedar en evidencia delante de todo el mundo. Después de todo sólo era una mujer. Empezó a tutearla.

– Tú también dormías y conoces a los indios tan bien como yo. ¿Qué tienes que decir?

– Digo que pagar un tributo a los cheyenes por pasar por su territorio es un mal menor. Estamos sanos y salvos, y eso es lo principal. Mi alazán me da igual. El viento ha dejado de soplar, se anuncia un día bonito y tranquilo. Si seguimos el sol, todo irá bien. Tú deberías estar contento, no se han llevado tu caballo.

– Estoy seguro de que los viste.

– ¿Y qué cambia eso? ¿De qué habría servido despertar a los niños? ¿Tendría que haber disparado? No, Robert. Nadie se merece morir por robar un caballo.

Balfe se regodeó en su cólera. Aquella mujer había visto a esos sucios pieles rojas y no había dado la alerta. El orgullo del guía de las Grandes Llanuras se enfrentaba a un duro reto. Volvió a tomar la iniciativa.

– Bueno, vamos a recuperar esos caballos. ¡Moveos, muchachos! Subid a las sillas. Quiero a diez hombres conmigo. Los demás tendrán que preparar nuestra partida.

Balfe se subió a la montura y se fue a buscar las huellas de los cheyenes. Cuando se orientó, gritó:

– ¡Os traeré un cuero cabelludo!

Helena sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación. Ese hombre estaba loco. Se dirigió a los colonos.

– Si mata a un cheyene, muchos de nosotros no llegaremos a las montañas Rocosas. Prestadme un caballo -pidió agarrando su silla de montar.

– ¿Dónde pretende ir?

– A donde están los cheyenes.

– ¡Es una locura! -exclamó Isabel.

– Sólo les voy a hacer una visita de cortesía.

– ¡Voy con usted! -dijo McCortack.

– ¿Y quién se ocupará de mi carro? Volveré antes que Balfe, no se preocupe.

John no insistió. Isabel lo retuvo por el brazo. Él conocía sus límites. Todos conocían sus límites. Eran valientes padres de familia. Tenían la valentía de sus sueños de campesinos, de mineros y de obreros. No permitiría que derramaran su sangre por las Grandes Llanuras: pretendía sudarla en sus campos o en sus talleres.

Ante sus miradas de admiración, Helena puso un pie en el estribo, saltó sobre su caballo y se lanzó hacia el norte.

Le seguía la pista a los indios sin descanso a través del caos de rocas y barrancos. A veces, desmontaba del caballo, rastreaba las huellas, recogía ramitas, devolvía a su lugar una piedra, olisqueaba el aire y proyectaba su pensamiento en el espacio. De una cosa estaba segura: los cheyenes que habían participado en el saqueo estaban a menos de un cuarto de hora de distancia.

Hizo un esfuerzo por concentrarse. La premonición se tradujo en imágenes. Balfe y sus hombres iban a caer en una emboscada.

64

Helena había vuelto al galope. A lo lejos, el círculo de carros se deshacía y tomaba la forma de un punto de interrogación. Por ahora, los colonos no corrían ningún peligro. Debía encontrar al grupo de Balfe a toda costa. Franqueó las dos crestas y reparó en las huellas recientes que llevaban directamente al cauce seco de un arroyo.

El guía había estado dando vueltas sin encontrar a los indios. Sus prisas por vengarse los llevaban a correr riesgos, olvidando que sus astutos adversarios desbaratarían siempre sus planes.

El lugar estaba muy encajonado. La luz era viva y las sombras, espesas. Ese contraste perjudicaba su búsqueda. El lecho de guijarros, estrangulado por las paredes rocosas, se revelaba como un buen lugar para tender una trampa. Las señales de la muerte no la engañaron. Un pájaro graznó mientras trazaba círculos. Allí había alguien, escondido y oculto.