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Olvidando a los cheyenes y con el corazón a punto de salírsele por la boca, bajó la pendiente con un estrépito que debía de oírse a centenares de metros a la redonda.

Vio a Gary, abatido y roto como una marioneta. Dos flechas con plumas rojas y negras le habían atravesado el vientre y el hombro. Subían y bajaban al ritmo de su respiración entrecortada. Todavía estaba consciente y la miraba con ojos llenos de dolor. Helena se inclinó sobre él. El olor a colonia le recordó que era un peluquero de Dublín con el proyecto de abrir un salón en San Francisco. Las heridas no eran mortales, pero había que sacarle las flechas para evitar infecciones. Se armó de valor y mantuvo la sangre fría.

– Le voy a llevar de vuelta al convoy. Primero, tengo que quitarle esas flechas. Apriete los dientes -le dijo en susurros.

– Déjelo, no voy a salir de ésta.

Ignorándolo, empuñó su cuchillo y le rasgó la camisa de algodón.

Sin dudar, Helena le cortó la piel para facilitar la extracción del proyectil. Cuando lo hizo, el hombre lanzó un grito de dolor.

– ¡Aguante la respiración!

Sacó el primero. Gary perdió el conocimiento. La segunda flecha, que tenía clavada en la grasa del abdomen, salió más fácilmente. La hemorragia no era abundante y el muchacho volvió en sí.

– Voy a tener que cargarlo -dijo ayudándolo a levantarse.

– Estamos perdidos -resopló él.

Helena leyó el miedo en su mirada, lo entendió y sintió un escalofrío. Soltó al herido y se volvió.

Clavando los talones en los flancos de sus caballos moteados, a los que montaban a pelo, los cheyenes se abrían camino entre los peñascos y bajaban hacia el lecho del río. Helena contó seis, después diez. Otros aparecieron en las alturas, con lanzas o arcos. Los más cercanos tensaron sus arcos y apuntaron.

– Van a matarnos -dijo Gary.

– No hable.

Demostrando su audacia, Helena les plantó cara. Se acordó de los gestos de bienvenida del lenguaje de signos de los indios. Formó con sus manos los signos de reconocimiento y de paz.

Sorprendidos, los indios marcaron el paso. Esos bravos guerreros llevaban plumas de águila real con la punta negra como símbolo de su valor en el combate. Su jefe se distinguía por las dos tiras de armiño sujetas por encima de las orejas con garras de ave.

En las gemas negras de sus pupilas se revelaba su inteligencia. Calmó a sus guerreros con un gesto y leyó el mensaje de Helena. Los dedos de la mujer blanca pedían vida, respeto y paz en nombre de Manitú.

Uno de los cheyenes pronunció la palabra wakan o wakon… Helena no lo entendió bien. Tal vez era un término derivado de los sioux, que utilizaban la palabra wukum para expresar lo sagrado, poderoso y misterioso… Los indios adivinaban en ella la presencia de una fuerza sobrehumana.

Alentada por esa reacción, preguntó al jefe sobre los hombres blancos que acompañaban a Gary. La respuesta fue directa. El cheyene apartó un faldón de su túnica. Helena ahogó un grito al reconocer los cabellos rizados de Robert Balfe. La cabellera sanguinolenta atrajo enseguida a las moscas.

– ¡La vida! -dijo el cheyene en inglés.

Los señaló con el dedo. Todo estaba dicho, y dio media vuelta.

Tan rápida y silenciosamente como había aparecido, la banda se fue. Entonces, Helena se concentró en ayudar a su herido. Finalmente, ambos partieron lentamente a reunirse con el convoy.

El 2 de junio de 1854 relataron esos trágicos acontecimientos a las autoridades militares de Fort Laramie. El convoy había alcanzado ese lugar perdido en el que todo pertenecía a la American Fur Company, donde los hombres en busca de dinero aceptaban todos los trabajos, incluso los más horribles.

Allí había numerosos aventureros. Entre ellos, se encontraba Victor Creed, un guía proveniente de San Francisco que se ofreció a reemplazar a Balfe. Enseguida consiguió la unanimidad de los colonos gracias a la buena fama que tenía en el Oeste.

Vic era lo contrario de Balfe. Morfológicamente, recordaba a un insecto. Estaba hecho de huesos y de nervios. Su piel morena no temía el sol ni las picaduras de tábanos. No conocía la sed ni el cansancio. Debía su robustez a los veinte años que se había pasado cazando junto a los indios shoshonis del Wind River.

– Tengo tres hijos de una squaw shoshoni -le confió un día a Helena, cuyos sentimientos por los indios compartía.

– ¿Todavía los ve?

– Allí abajo está el South Pass -respondió él obviando la pregunta-, Lo cruzaremos antes de que caiga la noche.

La conversación acabó ahí. Vic se volvió impenetrable. La ensenada de los macizos bermejos parecía acaparar toda su atención. Se adelantó un poco, como si quisiera escapar de la mirada compasiva de Helena.

Volvió a encontrárselo bastante después en la cima, donde ejercía de centinela que vigilaba por el bienestar de los suyos. Volvió a unirse después a la fila y se situó nuevamente junto a Helena.

– Lo más difícil todavía está por llegar -dijo él.

La dificultad se reflejaba en los llantos de los niños, en la muerte de dos ancianos agotados y en la pérdida de animales y de material. A continuación del South Pass, llegó el desierto, después cuarenta y ocho horas de felicidad en la etapa de Fort May, donde cada uno pudo curarse sus heridas.

Fort Hall, el Raft River y el Humbold formaban ahora parte del pasado. Sin el valor tranquilo de Vic y la testarudez de Helena, muchos colonos habrían renunciado. Los McCortack habían estado a punto de abandonar cuando su carro se rompió en un barranco. Por suerte, Isabel y los niños estaban protegidos cuando ocurrió el accidente. John había tenido reflejos suficientes para saltar y había sufrido algunas contusiones. Los McCortack habían sacado sus pocas pertenencias y herramientas del montón de madera. Habían dejado en el lugar del accidente el armario hecho añicos y dos toneles destrozados.

¡Qué desgracia! ¿Cuántos sufrimientos les quedaban por aguantar? Helena sentía que a veces la tristeza la invadía. No podía ayudar a todos los colonos, curar la fiebre de los niños ni a la vieja Vera, que acababa de caer en coma después de delirar durante varios días.

Impotente y con lágrimas en los ojos, contemplaba el horizonte desértico. La tierra se resquebrajaba. Los huesos blanqueados de animales o la carcasa de un vehículo abandonado rompían de vez en cuando la monotonía del paisaje.

La pista estaba llena de indicios de muerte; costaba tragar saliva al toparse con cruces erigidas sobre montículos de piedras. ¿Cuántos habrían muerto de sed en ese infierno en el que la temperatura alcanzaba los cincuenta grados? En más de ciento cincuenta kilómetros a la redonda no había ni una sola fuente.

– ¡Aguantad! -exclamó Vic.

Recorría de principio a fin las cuarenta carretas que aún resistían, animando a unos y tranquilizando a otros. No obstante, no se hacía ninguna ilusión. Ya le había dicho a Helena que los bueyes se morían y que, sin animales para tirar de los carros, tendrían que abandonar la mitad de los vehículos antes de dejar atrás Sierra Nevada.

Sus sombrías previsiones se confirmaron. Al día siguiente, uno de los bueyes de Helena se tambaleó y cayó muerto al suelo. Isabel sufrió una crisis nerviosa. Tuvieron que hacer un gran esfuerzo para detenerla. Se echó a correr por el desierto. Necesitaron la fuerza de John y de otros dos hombres para agarrarla. Ella se puso a gritar presa de la desesperación:

– ¡Vamos a morir todos!

– ¡Cállate!

– ¡No habrá ningún paraíso!

Vic llegó y la calmó con una sonora bofetada.

– Es la única manera que conozco de hacerlo -le dijo a John, que estrechaba a su esposa llorosa entre sus brazos.