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Galina condujo a Helena a la capilla una hora después de la salida de los Von Hahn.

Con el corazón en un puño, abatida por el dolor, la Sedmitchka se acercó al ataúd. Le habían enseñado a contener sus emociones en público, le habían inculcado que no debía mostrarse débil ante el pueblo, ser siempre digna. Helena lloraba a lágrima viva, pero el coronel Von Hahn retuvo a su esposa, que quería consolarla. Un murmullo recorrió las filas de fieles mientras se elevaban las voces de los oficiantes en la nave cargada de incienso. Varios de ellos compartieron la pena con aquella niña tan extraña por sus poderes como fascinante por su personalidad.

Helena era de los suyos.

La víspera, cuando la llevaron como otras veces al establo, se había prestado voluntariamente a sus ritos. Galina le había echado encima agua bendita mientras recitaba en voz baja plegarias de otra época. Uno tras otro, habían pedido que fueran castigados los demonios que vivían en ella. Helena se había inclinado ante los minúsculos iconos de madera pintados que le habían presentado. Había besado los crucifijos y las vírgenes, los ángeles y los apóstoles con la aureola de la gloria del Señor, y les había pedido que le perdonaran sus faltas y que le dieran a su amigo Basile el más bello de los sitios del Paraíso. Parecía un ángel.

Los sacerdotes le presentaban ahora otros iconos. Las plegarias que recitaban se elevaban hacia el crucifijo y la calmaban. Ella se secó el rostro. Volvió a ser una de los Von Hahn, con sus pies menudos en la Tierra.

Su padre se hinchó de orgullo.

– Ha llegado el momento de poner a nuestra princesa una institutriz como las que tienen todas las jovencitas de buena familia. Encontraré a alguien que le quite de la cabeza todas esas historias de hadas y de brujas -le dijo a Hélène.

Madame Von Hahn sonrió con tristeza. Sus ilusiones eran vanas. Nadie conseguiría apartar a Helena, su hija querida, del mundo invisible.

8

Al cabo de seis meses, miss Augusta Sophia Jeffries, institutriz con experiencia, renunció a sus funciones. Helena la había vuelto loca después de soportar sus ataques sin replicar, de espaldas a la pared, como una frágil mariposa con las alas clavadas a un trozo de papel. Nunca se había encontrado con una chiquilla tan madura y descarada.

En un último combate, que tuvo lugar a la mañana siguiente, la institutriz había preguntado secamente a la chiquilla que volvía de una de sus numerosas escapadas nocturnas:

– ¿Dónde se había metido, señorita Von Hahn?

– He ido a visitar al fantasma del molino en ruinas.

– Se le había prohibido formalmente rondar por allí abajo. Sus salidas nocturnas nos molestan. Ya me he cansado de verla comportarse como un murciélago. Voy a informar a su padre.

– Buf… Tampoco la escuchará. Está muy ocupado estudiando sus mapas del Estado Mayor y preparando la guerra contra los turcos. Incluso podría relegarla a lavandera si se empeña en hacerme parecer una de esas engreídas de la corte de Inglaterra que se dice que son más tristes que los lodazales de Polonia.

Helena se expresaba con la desenvoltura de un adulto. Dominaba tanto el francés como el ruso. La facilidad de palabra era uno de los dones más preciosos que le habían concedido al nacer.

– No diga eso -replicó miss Augusta-, las jóvenes nobles de Inglaterra reciben una muy buena educación y preparación para el matrimonio. ¿Quién querría a una aventurera como usted, señorita Von Hahn?

– Siempre puedo encontrar a un húsar o algún gentilhombre. Mi dote compensará ampliamente mi falta de educación. Y, si es necesario, la noche de bodas, ¡beberé vodka y no su amargo té de las Indias!

– ¡Madre mía! ¿Dónde he ido a parar? ¿Qué puedo hacer por usted, Helena, si no respeta ni un amago de disciplina y no quiere aprender ni unas mínimas buenas maneras?

– Hacer sus maletas y volver a Inglaterra.

Así se acabó el reinado de miss Augusta Sophia Jeffries. Enseguida cayó en el olvido: la señora Von Hahn acababa de traer al mundo a su segunda hija, Vera. La dicha duró poco. Conforme el bebé ganaba fuerzas, la madre se debilitaba. Durante el otoño de 1838, la señora Von Hahn se enfrió y, tras varias recaídas, una pleuresía purulenta se la llevó. Estaba a punto de cumplir veintitrés años.

Helena volvía a ver el rostro amado de su querida madre, la blancura transparente de su piel, las venas delicadas bajo el vello de las sienes, sus finos cabellos rizados y el orgullo de su mirada. Su madre era una muñeca frágil que había crecido demasiado rápido.

Recordaba la mano corta y cuadrada del pope colocando la estrella sobre la cabeza dolorida de la moribunda que esperaba con temor el juicio de Dios. Se oía a sí misma diciendo: «¡Mamá, mamá! ¡Mamá, no te mueras!», mientras los criados la tenían cogida entre sus brazos. Había llorado, se había rebelado y después había empezado a creer que podía salvarla sólo con la fuerza de su amor. Estaba pensando en el medio para combatir la muerte, cuando la mirada de su madre se enterneció tras la bendición liberadora del pope.

En los libros prohibidos, los magos pactaban con la muerte y prolongaban la vida de la gente. Había recordado las fórmulas latinas y griegas, frases al revés extraídas de la Biblia y de la tora, y párrafos que se había aprendido de memoria de libros cabalísticos. Los había recitado en voz baja. Incluso había intentado disuadir a la Dama Nefasta, cuyos huesos oía crujir en el más allá: «Señora Muerte, deje a mi mamá. Llévese la vida de Grisha, el ladrón, o la de los lobos de los bosques. Llévese algunos de mis años. Se lo ruego, váyase…», le había implorado.

A pesar de todos sus poderes, no había podido detener al esqueleto armado con su guadaña. La vida de Hélène von Hahn se había apagado con dulzura. Llegaron después los lamentos, las oraciones, las fumigaciones, las salvas de cañón en el patio, los rostros mojados y resignados, las miradas que imploraban al Cielo y las palabras dirigidas a Dios. Ese día, la pequeña princesa de mirada perdida, la Sedmitchka, recibió un golpe del que nunca se repondría. Ese día, rechazó al cruel Señor del universo que le había arrebatado a su madre.

Ahora todo aquello había quedado lejos: las exequias, su partida de Yekaterinoslav y la llegada a la ciudad en la que estaba destinada la guarnición a la que habían enviado a su padre. Aprendió a montar a caballo con los mejores húsares y a batirse en duelo: los instructores le hicieron forjar un sable adaptado a su fuerza. Con admiración y respeto, los soldados le dieron el sobrenombre de «La que Corre como el Viento».

Los húsares le inculcaron el amor por los espacios abiertos y las cabalgatas alocadas. Y las vastas llanuras por las que cabalgar no faltaban en Saratov, donde la había enviado su padre para que perfeccionara su educación en casa de sus abuelos. Los viejos príncipes la mimaron con ternura. Era la joya de su inmenso feudo. Querían que fuera perfecta, pero la princesa Helena tenía un carácter fuerte a pesar de su juventud. Siempre se resistía a parecerse a esas jovencitas apocadas y gentiles que sólo soñaban con casarse y confiaban sus ridículos pecados a los popes y sus insípidos secretos a sus viejas muñecas.

¡No, no y no! Helena la rebelde no quería ser una más de ese rebaño de ovejas. Prefería los fantasmas de los sótanos del castillo antes que los paseos prudentes por las alamedas del parque con las institutrices.

9

Helena se estremeció. El ambiente estaba húmedo y frío. Allí, nadie iba a molestarla. Los sótanos del castillo se extendían ampliamente bajo el feudo. Excavados por los antiguos señores en tiempos de guerra y de miseria, formaban una red complicada que no había acabado de explorar.

Avanzaba con prudencia y alumbraba sus pasos con una antorcha. Tenía seis más guardadas en una bolsa que llevaba colgada al hombro. Su sombra deformada se deslizaba sobre los muros viejos. Llegó al lugar en el que estaban grabados el nombre de Boris Tavline y dos cruces. Aquel Tavline había sido el hombre de confianza de los Pantchulidzev, los señores del feudo cien años antes. En esas galerías torturaba a los prisioneros y a los siervos.