– Me llamo Jud Brenton. Llevo el correo a los pobres diablos que lavan fango en los valles. Libro los domingos, pero no puedo abandonar a esos tipos. A menudo, vengo a consolar a los perdedores y les aconsejo que se vayan a la costa, y a poner en guardia a los que quieren adquirir un terreno minero de los placers. Tendría que haber sido pastor y llevar a los hombres por el buen camino. El oro está podrido, señorita. Te corroe desde el interior. Cuando se te mete en el tarro, estás jodido. Mire a ése y a aquél -dijo dando una palmadita amistosa a dos tipos que esperaban en la fila-. Por su cara, sabemos en qué punto están. Vienen a revender su terreno con la esperanza de sacar bastante dinero para huir de la región… Se irán como los demás, con el petate a la espalda y los zapatos agujereados.
Ambos hombres mascullaron algo entre dientes. Lo miraron mal, pero no tuvieron fuerzas para hacer nada más. Estaban acabados, como la mitad de los mineros allí presentes. Proyectaban su angustia en el entorno.
– Mucho me temo que acabarán de la peor manera, en los barrios bajos de San Francisco. Pero, dígame, ¿realmente tiene usted intención de cultivar la tierra? -preguntó el cartero Jud.
– Sí, es una idea que se me ha ocurrido de pronto, y siempre me fío de mis intuiciones.
– Es extraño, no consigo imaginarla en un maizal y ordeñando una vaca.
– Es verdad que no tengo ninguna experiencia en la materia.
Jud reflexionó durante un instante, balanceando la cabeza como si sopesara las posibilidades de éxito que tenía Helena. Le aconsejó que contratara a indios de la tribu havasupaí o walapaí.
– Siempre hay alguno rondando por aquí. Saben cultivar calabazas, maíz, tabaco y semillas de girasol mejor que nadie.
– Gracias por el consejo.
– Allí abajo le darán todo lo que quiera por una hogaza de pan -dijo Jud señalando el edificio-, siempre y cuando no sean terrenos que excavar o supuestamente ricos en filones de oro.
– También necesito bueyes, material y tres carros.
– Hay un negociante llamado Calley que tiene un almacén, La Silla Negra, a un kilómetro y medio de la salida oeste de la ciudad, en el camino hacia Colombra. Sus precios son altos, pero tiene buen material. Buena suerte, señorita.
Le agarró la mano con fuerza y le vio ponerse a la fila de los condenados. Volvió a desearle suerte. La invisible mano del destino iba a tirar los dados. Los de los demás ya estaban echados…, pobre gente. Jud se confundió con la multitud murmurando:
– ¡En nombre de Dios, qué mujer tan valiente! Al verla, está claro que puede galopar durante días enteros, cruzar los ríos a nado, pelear como un hombre; pero nunca conseguirá que crezca ni un rábano…
66
El despacho del señor Beckman, agente, corredor, revendedor, prestamista, usurero y expoliador de los bienes ajenos, se parecía a un hormiguero lleno de papeles y archivadores, que diez empleados en mangas de camisa y con un lápiz encima de la oreja mantenían en funcionamiento.
Cuatro hombres armados custodiaban el cofre en el que entraban varios miles de dólares al día. También se conservaban los reconocimientos de las deudas. Los escribientes y sus colegas corredores trabajaban detrás de largas mesas mal escuadradas y ponían mejor o peor cara según el cliente. Ninguno de ellos sonreía. Cuando Helena entró, los chinos de la cofradía Sam Yups habían invadido la inmensa habitación de veinte metros por cinco. Con una algarabía incomprensible, intentaban conseguir un precio menor, pero los empleados explicaban invariablemente que los precios los había fijado madame Toy [11] y que la posibilidad de venderles mujeres a menos de cuatrocientos dólares estaba fuera de cuestión. Los chinos argumentaron que madame Ah Toy las compraba por menos de cien en Shanghai. Inmediatamente, los colaboradores de Beckman dieron sus motivos habituales: diversos gastos de mantenimiento, pérdidas durante el viaje, comisiones sobre las mercancías para las autoridades portuarias y para los políticos. Lo aceptaron todo. Las mujeres de Shanghai entraban en la categoría de ganado. Helena palideció. Si con ello hubiera podido poner fin a ese comercio, los habría matado a todos allí mismo. Pero había centenares de personas que ambicionaban un puesto de trabajo en el negocio de Beckman y eran miles los que querían comprar mujeres esclavas.
– ¿Señora?
Aquel hombre había aparecido de repente, con su impecable traje gris. Estaba delante de ella con entradas, dientes de oro y una cara vulgar, ligeramente encorvado, como quien se prepara para saltar sobre su presa. Gesticulaba con las manos para añadir entidad a su discurso habitual. Pero en él todo sonaba falso.
– Soy el señor Beckman, el director de este honorable establecimiento. Aquí hallará los medios para realizar sus deseos. Podemos jactarnos de hacer felices a nuestros clientes…
Desplegó toda su charlatanería mientras la examinaba de arriba abajo. Al ver que sus botas eran de buena calidad, le pareció una persona creíble. La calidad de los zapatos era la mejor garantía. Esa mujer tenía dinero.
– …Tenemos el monopolio de esta región. Nuestros terrenos mineros son rentables para los que pueden permitírselos. Y alquilamos el material para explotarlos. Cuente un año para amortizar la compra. Después de ese tiempo, sólo dará beneficios. Hay filones bajo las tierras que le ofrezco.
– No quiero comprar ningún terreno.
La mirada curiosa del hombre se detuvo sobre el colt y el puñal. Habría jurado que aquella chica había ido a buscar oro. Tenía un claro aspecto de aventurera.
– ¿Viene usted a casarse?
– Ya estoy casada, y si no lo estuviera, tampoco habría venido hasta aquí para dar con mi alma gemela. A qué viene esa pregunta, ¿tiene usted algún chino de Shanghai para proponerme?
– ¡Nada más lejos de mi intención! Entonces, ¿qué está usted buscando?
– Tierras cultivables.
– ¿Quiere usted cultivar la tierra? -preguntó Beckman con asombro.
– ¿Eso le extraña? -respondió Helena devolviéndole la pregunta.
– No, no es asunto mío. ¿Cuántos acres desearía comprar?
– Trescientos, como mínimo, repartidos en tres lotes.
– ¿Tres lotes?
– Sí, serán tres diferentes. Represento los intereses de dos familias irlandesas.
– Puedo ofrecerle una gran cantidad de lotes. Nadie intenta labrar y sembrar la tierra por aquí, pues la miseria está garantizada.
– La miseria se debe sobre todo al filón de oro que nunca se encuentra. Quiero lotes buenos, terrenos poco accidentados, con agua en las proximidades.
– Puedo ofrecerle tres lotes buenos, pero estarán lejos unos de otros.
– Eso no importa.
– Son tierras vírgenes -precisó él-. Habrá que desbrozarlas y abonarlas antes de plantar.
Seguía perplejo. No entendía por qué quería convertirse en campesina.
– Conozco las dificultades que me esperan. Vengo de un país en el que trabajar la tierra es duro.
Él asintió con la cabeza y se aproximó a una mesa cubierta de mapas. Desenrolló uno.
– Muy bien -continuó-, aquí está nuestro sector. Entre el río Deer y el Kern, la población se concentra alrededor de la bahía de San Francisco y en las montañas auríferas. Un enjambre de aglomeraciones ha crecido en menos de cinco años en una superficie de menos de diez mil metros cuadrados. Más allá, prácticamente sólo hay zonas desconocidas. Todas esas partes blancas del mapa no valen más que un plato de lentejas.
Señaló con su índice al norte de Fort Sutter.
– Aquí, tenemos ciento veinticuatro acres en Hornaday Point.
Su dedo hizo un salto de cuatrocientos kilómetros siguiendo el curso de un río a lo largo de la cadena costera de Santa Lucía.
– Setenta y ochenta y cinco acres al sur de Monterrey. Una buena oportunidad por un puñado de dólares.