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– ¿Por cuánto exactamente?

– Doscientos dólares.

– Me lo quedo.

Beckman se mordió la lengua. Cayó tarde en que podría haber doblado el precio de unos terrenos que nadie quería. Con voz chillona, le preguntó a qué nombre debía poner los títulos. Helena le deletreó el suyo y después los de sus protegidos.

Se fue sin darle la mano. Estaba harta de las bajezas de Sonora. La invadió un sentimiento de tristeza. Muy pronto iba a tener que separarse de los McCortack, de los arrebatos de Mary, de los niños, que se habían convertido un poco en los suyos, de las veladas en familia alrededor del luego de campamento, de los miedos y esperanzas comunes.

En lo más profundo de sí, sentía una imperiosa ansia de soledad. El resumen de su vida era triste: una vida repleta de experiencias inacabadas…

La separación de sus amigos iba a ser difícil. Trabajar aquella tierra iba a ser complicado. Los indios que habían contratado en Hornaday Point tenían dificultades para levantarse al alba. A veces, desaparecían durante horas. Había tenido que luchar contra los lobos, el granizo y las malas hierbas. Había calculado mal la cantidad de provisiones necesaria. Los indios comían demasiado y los sacos de maíz y patatas se habían vaciado en pocos meses. Esa tierra le costaba dinero. Su entusiasmo había ido desapareciendo a lo largo de las semanas, y cada vez soportaba peor la visión de las montañas boscosas.

El tórrido verano de 1855 acababa de destruir lo que las tormentas de primavera no habían arrasado. Los toneles de agua transportados a duras penas desde el río no bastarían para salvar los embriones de espigas que el viento ardiente había estropeado. Helena no había podido llevar a buen puerto su proyecto de canal. Los indios estaban al límite de sus fuerzas. Se alimentaban de raíces y bayas cuando las provisiones se retrasaban. Y ahora se retrasaban. Las mulas morían una tras otra de agotamiento. Helena comió pan duro y cebolla el día de su vigésimo cuarto cumpleaños. El fracaso habitaba en ella como una enfermedad incurable que le corroía el espíritu y le impedía dormir. En el horno de su cabaña de madera, vivía a la espera de la siguiente catástrofe. Una plaga de langostas, un incendio, paludismo: no se podía descartar nada. Las perspectivas de su futuro eran tan negras como las de los mineros arruinados de Dutch Fiat que vagaban azorados por el desierto.

Ser un campesino se había convertido en una ruina. Le quedaban trescientos dieciocho dólares en el bolsillo. Había llegado el momento de ir a una gran ciudad. La carta de petición de fondos que le iba a enviar a su padre estaba lista desde hacía semanas. Añadió una hoja en la que le hacía partícipe de su intención de volver a la India.

Antes de abandonar sus tierras, quiso regalar su terreno a los indios, que lo rechazaron. Le explicaron que había cielos más clementes al norte. El día de la partida de Helena, se dirigieron hacia allí.

El 2 de agosto de 1855, entregó su carta en la oficina central de correos de San Francisco. El día 5, se embarcó rumbo a Japón.

67

De Japón, donde había pasado cinco semanas, sólo le quedaban impresiones fugaces. En Tokio le había resultado imposible establecer lazos con nadie debido a que no había conseguido descifrar su idioma. Los habitantes desconfiaban de los extranjeros, y las casas de papel guardaban celosamente sus secretos. El emperador convertido en dios velaba por aquella nación que practicaba el infanticidio por razones económicas y que dejaba muy poco lugar para las mujeres, sometidas a unos hombres pagados de sí mismos, orgullosos y autoritarios. Así pues, se había marchado frustrada y enfadada. Se reencontró con la India con un placer inmenso. Allí, los más pobres de los pobres eran más libres que los japoneses. Pero Helena había olvidado el insoportable olor de esa miseria.

El olor de Calcuta era tan fuerte que la perseguía en sus sueños y en sus pesadillas. Noche tras noche, se despertaba. Había ratas, muchas ratas. Las oía correr alrededor de su cama. Los gemidos que subían desde la calle donde algunas agonizaban eran peores.

Los ingleses le habían desaconsejado esa parte de la ciudad, hacia la que afluían los campesinos acosados por el hambre. Helena había elegido ese lugar debido precisamente a su mala reputación entre las autoridades de Su Majestad. Debía ser discreta.

Helena se sentó sobre su catre, después de que la despertara el barullo organizado por las ratas. Se encontraba mal, febril. Más allá de las paredes asquerosas vivían sesenta mil pobres sobre un mar de excrementos.

No lejos, inmaculada, nueva y enorme, se erguía la catedral de San Pablo. ¿A qué esperaba ese dios misericordioso para venir a ayudar a los desdichados? El dios de los cristianos había perdido todos sus poderes. Los dioses de la India también. Las puertas de su reino no se abrían para quien vivía entre ratas y cucarachas.

Algunos afirmaban que los mendigos estaban pagando las faltas de su vida anterior. Los sacerdotes de cualquier orilla mantenían a sus fieles inmersos en el miedo y la ignorancia. Los templos se enriquecían. Los dioses dormían.

– ¡Fulminadme! -gritó.

No se despertaron. Las ratas fisgonas continuaron sin temor con sus idas y venidas. La pensión apestosa de tres pisos no tembló sobre sus cimientos.

Helena pensó entonces en los indios que adoraban a la negra Kali. Al menos, ellos conocían la verdad. Ante esa diosa uno temblaba y se doblegaba. Era el tiempo destructor, el fuego devorador, la portadora de enfermedades. Un verdadero efecto de la vida aquí abajo. De repente, sintió un escalofrío. ¿Su grito desafiante había surtido efecto? Sintió una presencia inmaterial. Algo se manifestaba. Una forma luminiscente apareció ante la ventana. Helena lamentó su provocación. Se agarró a la sábana. La forma se concretó en una silueta humana.

Aquella entidad no desprendía agresividad alguna. Al contrario, el espíritu de Helena se llenó de calma. Las ratas huyeron. La habitación se purificó. El aire olía a rosa y a jazmín. En ese instante se oyó una voz.

– Me ha costado encontrarte.

– ¡Kut Humi!

– Sí, soy yo.

– ¿Qué noticias me traes, maestro?

– Un hombre va a venir a ayudarte… mañana…, el Pakula…

Su voz se debilitaba.

– ¿Dónde estás? ¿Quién es ese Pakula? ¡Te lo suplico, vuelve!

Helena tendió una mano hacia la forma que ya se disipaba. Se oyó una aspiración, un ruido parecido al del agua de un sifón y después un golpe seco.

Intentó volver a reunirse con Kut Humi mediante el pensamiento y, de repente, se sintió absorbida. Eufórica, partió a una velocidad de vértigo hacia cimas lejanas. Un viento tumultuoso la llevó hacia cimas nevadas. En unos pocos instantes, recorrió centenares de verstas. ¿Estaba en el Tíbet, por fin?

En el cielo, las constelaciones no ocupaban su lugar habitual. Todo parecía gigantesco. Las fallas, las depresiones, los salientes, los acantilados y los glaciares estaban hechos para gigantes. A lo lejos, una débil luz atrajo su mirada. Ella no lo dudó. Estaba llegando a su meta. Se preparó para efectuar un salto gigantesco. Su alma se lanzó hacia el punto luminoso e intentó imponer su voluntad a la fuerza que la conducía. De nuevo, se oyó el ruido de succión. Cayó en el vacío y se encontró en el suelo rugoso de su habitación. La vuelta a la realidad la llenó de amargura.

«No era más que una ilusión -se dijo-; me estoy volviendo más crédula y estúpida que un mujik.» No obstante, estaba helada. Poco a poco, su cuerpo reaccionó al frío. Sintió quemaduras sobre su piel, debidas a las bajísimas temperaturas de la región de la que venía. Entonces, ¿había sido real?

¡Real!

Su pecho se elevó de esperanza. Debía encontrar al Pakula.

68

Los ocho monjes vestidos con ropas color azafrán desataron sus pensamientos. Se levantaron. Habían permanecido sentados en la nieve y el hielo y ya no sentían frío. El calor no les llegaba de las antorchas clavadas en el suelo. Estaba dentro de su cuerpo. Lo evocaban, lo invocaban, lo materializaban en un pequeño sol que calentaba su carne.