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El infatigable Pakula era capaz de cabalgar durante horas bajo el más ardiente sol. Empujaba a Helena hacia delante. La animaba a no dejarse abatir por la realidad cotidiana, pues la miseria se extendía por todo Pradesh, a cada lado de los caminos, desplegando sus enfermedades y su hambruna. Los indios perecían sin que nadie pudiera ayudarlos. Helena sufría.

Avanzaba por el aire agrio, por las aguas fétidas, en medio de cadáveres putrefactos, bajo los cielos dominados por los cuervos y los buitres. Seguía sin conseguir aceptar la banalidad de esos males; por el contrario, sus sentidos se agudizaban y sus dones mejoraban. Percibía cosas que los hombres prodigiosos de los santuarios ignoraban. Instintivamente seguía el camino más corto y evitaba los peligros.

Pakula se mostraba impasible. La visión de los despojos devorados por los carroñeros no lo perturbaba. Las piras teñían de rojo sus noches, pero a él sólo le importaba el fuego de su campamento. Helena no lo había visto vacilar ni una sola vez desde que habían cruzado el Yamuna.

Se mantenía erguido sobre su silla. En varias ocasiones, sólo con la fuerza de su voluntad, había hecho huir a bandas de sijs dirigidos por predicadores udasis blandiendo el sable.

– Ahí llegan más -dijo lanzando una mirada maliciosa a su compañera de viaje.

Helena añoraba su colt y su fusil. Los sijs estaban a doscientos pasos, cortaban el camino. Recibieron con gritos salvajes a los dos jinetes que osaban penetrar en el gran desierto de Thar.

– Los cinco K están coléricos -continuó Pakula con voz calmada y regular.

– ¿Los cinco K?

– Los sijs se reconocen entre ellos porque llevan las cinco K: kesha, la barba; kangha, el peine; kara, el brazalete de acero; kachla, los calzoncillos cortos; y kirpan, el sable.

Pakula había dicho bastante. Abandonó su papel de profesor y se concentró para enfrentarse a los barbudos que se acercaban. Calculó que eran unos cuarenta. Gritaban y llamaban a la guerra santa. Sus sables curvos azotaban el aire en dirección a los extranjeros. Un gurú de pequeño tamaño gesticulaba más que los demás: se jactaba de ser el dedo de Nam, la divinidad. Exhortaba a sus hermanos a destripar a los invasores. Lo aclamaron y se dispusieron a lanzarse sobre los jinetes.

Pakula alzó el brazo izquierdo, donde llevaba atado un poderoso talismán: la Piedra Hablante. Una parálisis se apoderó de los sijs. Bajaron la cabeza. El gurú supo resistir mejor a la piedra. En nombre de los adoradores del Sin Forma, el hombrecillo vengativo maldijo a los impíos. Tenía los ojos, llenos de odio, clavados en Helena, a la que tomaba por inglesa. A pesar del miedo que le inspiraba el chamán del país de los Estandartes, se acercó a ella y le escupió en la cara.

Humillada, Helena se preparó para lanzar su caballo contra el gurú.

– ¡No! -dijo Pakula.

Cerró el puño izquierdo. Enseguida, el gurú cayó, abatido por una maza invisible. Los sijs, asustados por tanta magia, se dispersaron y desaparecieron entre gritos.

– ¿No te parece más sencillo? No hay necesidad de derramar sangre… Nuestra sangre, concretamente.

– Vas a tener que enseñarme tu magia.

– Vamos a intercambiar nuestras fuerzas… Los sijs se recompondrán. Debemos salir del desierto antes de la caída de la noche.

Azuzaron a sus caballos y se dirigieron al galope hacia un horizonte de dunas y espejismos.

71

Los caballos olisquearon la vegetación y el agua. Aceleraron el paso. Una línea oscura se perfiló en el horizonte. El desierto de Thar acababa allí, al norte. Pakula lo confirmó.

– El fortín avanzado de Kasur. Aquí acaba el desierto.

Helena suspiró. Un pájaro nocturno ululó. La vida se reanudaba entre los árboles desmedrados. Las hojas crujían suavemente bajo la caricia ligera y fresca del viento del norte.

– Vamos a poder descansar -dijo Pakula dirigiendo a su caballo hacia el fortín.

Era una antigualla en ruinas habitada por roedores y murciélagos. Una torre seguía en pie. Así pues, decidieron instalarse en ella para vigilar mejor el desierto. Los sijs podían aparecer de un momento a otro. También existía el peligro de los bandidos, los saqueadores, los nómadas…

Helena estaba completamente fatigada. Se tumbó en el suelo sin preocuparse por retirar los guijarros. Pakula, como de costumbre, no mostraba ningún signo de cansancio. Preparó un caldo sobre un fuego débil. Se lo tomaron al mismo tiempo que masticaban carne seca.

Helena se durmió muy rápido. No vio a su amigo tártaro lanzar los encantamientos ni preguntar a los Grandes Ancianos, los señores de todos los destinos. No lo sintió cuando se inclinó sobre ella y murmuró:

– Velaré por ti. El Anciano no te matará.

A la mañana siguiente, se pusieron en marcha hacia Kasur. Pasaron los días y se fueron acercando a Lahore. Una mañana, llegaron por fin a Punjab y se pusieron a resguardo del peligro sij. El estado de Punjab estaba bajo vigilancia de militares ingleses.

En aquel invierno de 1856, Helena albergaba la esperanza de que el viaje siguiera siendo fácil. Al llegar a las orillas verdes del Béas, compartió la alegría y la comida con los campesinos musulmanes. Allí no se padecía hambre. Prácticamente no había mendigos.

Pakula era un agradable compañero de ruta. Hablaba de todo. Su extraordinaria memoria le permitía restituir todos los detalles de su saber. Era uno de los pocos chamanes que sabían leer y escribir en varias lenguas, y seguramente el único que conocía la historia de Asia y que se identificaba con los personajes que habían logrado la gloria. Su mirada se iluminaba al mencionar a Akbar, el Conquistador, a Abú Fadi, el Unificador del Corán, a Hammir, el Príncipe Rajput, o a Dhrishtadyumana, el Rey Ciego, al que imitaba agitando los brazos ante sí, mientras decía que iba en busca de su fiel esposa Gandhari y de sus cien hijos.

Era la última historia de Pakula. La más fantástica y larga. La hoguera se apagaba.

– ¿Qué fue de los hijos del Rey Ciego? -preguntó Helena, riéndose por ese número excesivo de hijos.

Pakula pareció reflexionar; después lanzó unos juramentos antes de responder:

– Este lugar no es propicio para las revelaciones.

– Pero ¡ocurrió en el pasado! Es una leyenda.

– ¿Quién te dice que el poema del Mahabarata no es verdad?

– Según la opinión de los historiadores, todos los poemas fueron inventados.

– La Gran Batalla tuvo lugar… Sus historiadores no estaban presentes cuando los ejércitos se enfrentaron al norte de Panipat.

– Los hombres saben inventar bellas historias…

– Tienes el poder de remontarte en el tiempo y reencontrarte con los espíritus de los muertos. ¡Puedes verlo por ti misma!

– Tengo que estar en el lugar.

– Yo estaba en ese sitio y en ese momento y… -Dejó de hablar y se puso a escudriñar los alrededores.

– ¿Qué pasa?

– Utiliza tus dones y lo sabrás.

Helena cerró los ojos y abrió su espíritu a la noche. Seguían merodeando por allí fantasmas y… había algo más.

– Está ahí -dijo ella.

– ¿Lo sientes?

– Lo percibo. No pertenece a nuestro mundo.

– Es un malhechor enviado por el Anciano de la Montaña. Mi Piedra Hablante bastará para echarlo -dijo Pakula, que dirigió el talismán hacia un punto preciso.

Se oyó un grito parecido al de un recién nacido, seguido de una ráfaga de viento. Helena perdió el contacto con esa presencia que había detectado.

– Se ha ido -dijo abriendo los ojos.

– Y no volverá esta noche. Intenta dormir. Mañana tenemos por delante una larga etapa.

– No es más que un simple poema. No hay ninguna revelación.

– Conozco otro que habla de mujeres estúpidas, feas y testarudas.