Ese nombre le recordaba vagamente una casa sobria y a alguien con un título. Külwein, el ministro luterano, un conocido de su padre. Era un hombre muy delgado que vivía pobremente de pan, agua y queso.
– Es cierto; he cambiado mucho, no como usted.
El Külwein de otro tiempo se asemejaba a los ascetas del Ganges, el de la actualidad estaba más gordo que un bebedor de cerveza de Múnich. Helena desconfió.
– La Piedra hablante está muy caliente -le murmuró Pakula al oído-. Ese hombre es sincero.
Pero sus dudas persistieron.
– ¿Cómo sabe que soy la señora Blavatski?
– Me expreso en ruso y usted me responde en ruso. Por lo que sé, es la primera mujer de Rusia que ha llegado aquí. Se habla mucho de usted en las capitales. Los ingleses siguen muy de cerca sus peregrinaciones, y las Iglesias católica y protestante la han puesto en su lista negra. Las cosas son así, señora Blavatski. Nuestras sociedades detestan a las mujeres independientes. Mentes exaltadas se inventan historias increíbles sobre usted. Sobre todo, desde que la echaron de Sikkim. En el gabinete del zar, su caso sigue haciendo estragos. Antes de venir a la India, escribí a su padre. El pobre hombre está muy contrariado. Me ha pedido que la ayudara si, por azar, nuestros caminos se cruzaran. Me ha revelado su intención de ir al Tíbet. Resulta que ésa es también nuestra meta. Me alegra mucho haberla encontrado aquí, sana y salva, en compañía de un hombre cuya experiencia adivino -añadió inclinándose ante el chamán-. Por cierto, debo avanzarle doscientas piezas de oro. Su padre lo exige.
El rostro de Helena se iluminó con una sonrisa. La Piedra Hablante debía de estar a muy alta temperatura. Ese Külwein era una bendición caída del cielo, el mejor faquir de este mundo. Le entregó la bolsa inmediatamente sin preocuparse de las miradas.
– Gracias -dijo ella.
– Tengo otro mensaje…, una mala noticia.
Helena palideció y apretó la bolsa contra su pecho.
– Su esposo ha muerto. Tengo una carta para usted, tome.
– ¡Oh! ¡Qué alegría! -gritó ella, al tiempo que cogía la misiva.
Külwein, el luterano, se quedó de piedra. Ni siquiera tuvo tiempo para recomponerse y mostrarse ofendido: Helena le plantó dos besos sonoros en sus mejillas regordetas. Dejándose llevar por la alegría, estrechó las manos de los compañeros del alemán. Éste se los presentó titubeante: Eric y Pierre Neuwald, dos hermanos suizos que amaban la aventura y los descubrimientos.
Helena apenas los miró. El horrible Nicéphore ya no estaba en el mundo. Había muerto, ahogado por su maldad, lo habían devorado los gusanos hasta reducirlo a un montón de huesos.
Se puso a pensar en el infierno al que iría el bárbaro de su marido, donde sufriría tormentos durante millones de años. Era libre por fin. Viuda y rica. Sacó la carta y la leyó con avidez. Su padre le relataba brevemente la muerte brutal de Nicéphore: una parada cardiaca después de una borrachera con sus cosacos. Hoy, todos esperaban el regreso de Helena. Había incluso una nota de su hermana Vera, que por los lazos sagrados del matrimonio se había convertido en la señora Yahontov. Sus palabras estaban llenas de emoción y de numerosos «te quiero». La carta acababa con un «vuelve con nosotros pronto, estamos deseosos de estrecharte entre nuestros brazos».
Helena estaba conmovida. Se le empañaron los ojos. Los recuerdos se agolpaban en la memoria. Muchas imágenes pasaban ante sus ojos grises. Se volvió a ver en un día de verano en los terrenos de sus abuelos. Su hermana pequeña tenía cinco años y ya montaba a caballo. El animal se había embalado antes de encabritarse delante de un seto y lanzar a Vera por los aires.
Helena la veía, con los brazos en cruz y con cara de miedo, estrellándose brutalmente contra el suelo. Milagrosamente, no había resultado herida. A partir de entonces, había amado y protegido a su hermana; de alguna manera, había ocupado el lugar de su madre, desaparecida prematuramente.
Perdida en el otro confín del mundo, Helena sintió una repentina necesidad de estar cerca de su familia y de besarlos. Su Vera. Su querida Vera. El angelito que tanto se parecía a mamá. Vera, tan mayor ahora… y casada.
«Quizá sea buena idea», pensó Helena. Aparte de su pasión por los caballos, Vera no se sentía inclinada hacia la aventura. Amaba Rusia, su tierra y su comodidad. Al casarse con el hijo del célebre mariscal Yahontov, un favorito de la pequeña nobleza y el pueblo de la tranquila ciudad de Pskov, Vera se había convertido en la primera dama de una región tan grande como Francia.
– Volveré a Rusia cuando haya cumplido con mi destino -le dijo a Külwein.
El ministro luterano se había recuperado de su sorpresa.
– Queremos descubrir el secreto del Ardiente de Agni -respondió.
– Los que lo han intentado han perdido la razón -intervino Pakula-. Intentar desvelar los misterios del segundo de los siete Budas del pasado es muy peligroso. Tendrán que subir montañas muy altas, hasta altitudes en las que es imposible respirar. Si lo consiguen, los guardianes de Agni se encargarán de poner fin a su karma.
Külwein se encogió de hombros. Su plan era irrevocable. Los guardias de Agni apenas lo impresionaron. Estaba incluso listo para enfrentarse al ejército del emperador de China.
– ¿Qué piensan hacer? -le preguntó a Helena.
– Les propongo ir a Islamabad, con Pakula de guía. Desde allí, intentaremos entrar en el Tíbet -respondió ella en alemán para que los hermanos Neuwald lo comprendieran.
– Con ustedes lo conseguiremos -exclamó Eric.
– Sí, es una suerte haberles encontrado -intervino Pierre.
Helena les dio las gracias. Pero la suerte no estaba de su lado. Esos tres hombres no estaban hechos para dormir al raso ni para usar armas.
73
Külwein y los Neuwald se habían tenido que rendir a la evidencia. Esos endiablados de Blavatski y Pakula eran mucho más astutos que ellos. En Islamabad, habían conseguido que les rebajaran el precio de los fusiles y de las pistolas de fabricación austríaca. Era una compra indispensable. La región se inflamaba. Los pueblos habían ardido y sus habitantes habían sido masacrados entre Rawalpindi y Rahuta.
El camino estaba marcado por los estigmas de la muerte. Se sucedían imágenes horrorosas. Al ver a dos cipayos empalados, medio devorados por los buitres, y numerosos cadáveres putrefactos, el gordo luterano había estado a punto de caer redondo. Pakula le había impuesto las manos en el pecho y eso le había evitado la apoplejía.
Desde entonces, Külwein tan sólo pedía por el chamán. Rezaba por ese «hombre santo» todas las noches y animaba a sus compañeros a hacer lo mismo.
Hacía dos días que habían salido de Islamabad tomando sendas y caminos indirectos que llevaban al norte, para evitar las emboscadas y las patrullas. Llegaron a una senda única recortada en las montañas dos mil años antes. Ese itinerario legendario, recorrido por peregrinos, llevaba al país de los lamas. Helena se fiaba de Pakula y de un mapa que le había comprado a un traficante afgano.
– Casi hemos llegado a Muzaffarabad -dijo ella enrollando el documento.
– Un día de camino -precisó lacónicamente Pakula.
A lo lejos, una columna de humo se deshilachaba y se deshacía, negra sobre el fondo azulado de un glaciar.
– ¿Qué es eso? -se inquietó Külwein.
– Problemas -respondió Helena.
– Hay un pueblo ardiendo -añadió Pakula.
– Volvamos atrás. ¡Tenemos que salvar nuestro pellejo!
Definitivamente, Külwein no demostraba ningún valor.
– Les he enseñado a utilizar un fusil. Tenemos dos mil cartuchos. No nos matarán tan fácilmente -resopló Helena.
– ¿Luchar contra aguerridos montañeses?
– Sí.
Los Neuwald se estremecieron. Se habían preparado para ese viaje leyendo numerosas obras, consultando a astrólogos y a especialistas en la India, y familiarizándose con la altitud durante excursiones a los glaciares alpinos. Pero estaban indefensos ante las dificultades y los peligros de semejante viaje.