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– Jamás podría disparar a un hombre -dijo Eric.

– Entonces, morirá.

Abrieron los ojos como platos. Su corazón latía a toda velocidad. Allí, el humo se espesaba.

– Hay una manera de evaluar el peligro -dijo Pakula.

– ¿Cuál?

– Sí, ¿cuál?

– Sáquenos de este atolladero, Pakula.

– Ir a ver lo que ocurre in situ -respondió el chamán.

Külwein lo miró con desprecio:

– ¡Ah! ¡Menuda idea! Todo lo que este estúpido tártaro nos propone es meternos en la boca del lobo.

– Iré solo -replicó Pakula.

– Aunque sea un gesto valiente -gruñó Külwein-, nos va a poner a todos en peligro.

Tenía prisa por ponerse a cubierto en el valle, más abajo, hasta que las cosas se calmaran. Sacudió la cabeza, lo que hizo que le temblara la grasa de su mentón. Estaba al borde del pánico.

– Seré invisible -dijo Pakula.

¿Invisible? ¿Qué entendía por invisible? Külwein había leído en alguna parte que los chamanes tenían el poder de hacerse imperceptibles. Pero no lo creía, a pesar de haber presenciado la demostración del faquir. Los rebeldes de las montañas tenían un instinto poderoso. Olerían a ese chivo a un cuarto de legua.

– Confíe en él -dijo Helena.

– Ya he tenido bastante. Vuelvo a Murree a ponerme bajo la protección de los ingleses.

– Van a tener que rendirles cuentas. Nos hemos tomado muchas molestias para evitarlos. No conseguiremos realizar nuestra expedición al Tíbet.

– Negociaré una escolta hasta la frontera tibetana.

– Usted no va a negociar nada en absoluto. No irá a ninguna parte hasta que Pakula haya vuelto -dijo Helena contundentemente.

Él no tuvo fuerza para replicar. Con una sola mirada, la bella princesa acababa de ponerle cincuenta libras de plomo sobre los hombros y otras veinte en la lengua. Estaba a merced de la joven, que le impedía cualquier posibilidad de reaccionar. Miró desesperado a los Neuwald, pero esos dos cobardes no querían cubrir los cuarenta kilómetros que los separaban de Murree sin Helena y sin el chamán.

– Dejemos hacer a Pakula. Helena tiene razón. No podemos comprometer la expedición por miedos irracionales. Tampoco estamos tan mal aquí. Váyase, Pakula -dijo Eric.

– ¿Cómo lo vas a hacer? -preguntó Helena.

– Tengo el talismán del zorro -respondió el chamán enseñándole un fragmento de bronce marcado con cuatro signos y con un agujero.

El chamán lo hizo saltar en su mano y cogió la Piedra Hablante, que estaba decorada también con dos círculos tangentes y con una T en su intersección [12].

– Vigila que nadie me toque mientras esté allí abajo -le dijo a Helena.

Se sentó con las piernas cruzadas y cerró los ojos. Sus cuatro compañeros vieron que una forma transparente abandonaba su cuerpo y se diluía en el aire.

– ¡Diablos! ¡No esperaba algo así! -exclamó Pierre, que se inclinó hacia el tártaro, que estaba inmóvil como una estatua.

– No se acerquen a él -dijo Helena.

– ¿Por qué?

– Podría romper el hilo que lo une con su doble invisible, y entonces no conseguiría volver a integrarse en su cuerpo.

– ¿Cómo es posible?

– Los chamanes han desarrollado poderes extraordinarios de generación en generación durante milenios -explicó Helena-. Ya no son humanos del todo.

– ¡Señor, mire cómo se transforma!

Pakula se estaba transformando en una estatua de sal al tiempo que adquiría un color gris; luego cayó de lado hecho un bloque.

– ¡Pakula, Pakula, respóndeme! -exclamó Helena.

Le estaba hablando a un cadáver. No cabía duda. Tenía los ojos vidriosos y fijos.

– Ese estúpido animal se ha matado solito -dijo Külwein.

Helena le soltó una violenta bofetada. Aguantándose la mandíbula, el alemán se dejó caer al suelo, humillado y avergonzado.

– Los he visto.

La voz cavernosa de Pakula los sobresaltó. Eric sacudió el codo de Helena.

– Allí, mire, ha vuelto.

A pocos metros del cuerpo rígido, la forma transparente flotaba a ras de suelo.

– ¡Pakula!

– He visto a los ingleses. Han abierto fuego contra su propio puesto de guardas. Se repliegan en Murree. Dentro de media hora, pasarán por aquí.

– Pakula, tu cuerpo parece un bloque de sal.

– No te preocupes, voy a volver a meterme en él de nuevo -dijo Pakula.

La forma se confundió con la estatua. Los ojos vidriosos volvieron a brillar con vida.

– Aquí estoy -dijo, ante la estupefacción general.

– Tienes que abrirme a ese don, Pakula -intervino Helena, subyugada.

– No estás lista para abandonar tu cuerpo.

– Pero si ya me he desdoblado.

– Esto es algo diferente… Tenemos que ponernos a cubierto; no queda mucho tiempo para que lleguen los ingleses.

– Allá -dijo ella-, detrás de los pinos.

– Necesitaremos un pino grande para el señor Külwein -bromeó Pakula.

– ¡Qué insolente! -respondió, ofendido, el alemán.

– El estúpido animal no está muerto -dijo irónicamente el chamán- y les va a sacar de esta molesta posición. Iremos más abajo. Por este paso.

Allí había un camino de cabras en el que ninguno de ellos había reparado. Se dibujaba en un gigantesco acantilado y se perdía en las alturas. Nacía entre dos bosquecillos oscuros, en el fondo de un valle, y lo cruzaba el Jhelum, el poderoso torrente que obtenía toda su fuerza de diez glaciares. Con el deshielo, el Jhelum arrastraba montones de rocas y de hielo.

– Nos esconderemos en el fondo, y luego saltaremos y nos iremos al Küt.

– ¿Küt es un pueblo? -preguntó Pierre.

– Küt es la palabra mongol para designar un monasterio budista.

– Un vihara -rectificó Pierre.

– Küt en mongol, vihara en hindi, glingen tibetano o tera en japonés, eso da igual -le espetó Helena.

– He hablado con los monjes que hay allí arriba -dijo Pakula-. Nos esperan.

– ¿Cómo ha podido hablar con gente que está tan lejos? -exclamó Külwein-. ¿Qué invención es ésa?

– El alma es más rápida que el rayo -respondió el chamán-. Conozco a esos monjes, viví con ellos hace mucho tiempo, y nuestros espíritus están unidos. He hablado con el sabio Viharasvamin, que dirige la comunidad desde el fondo de su caverna. Los tres refugios meditan con él. Vuelven del Tíbet y sabrán aconsejarnos adecuadamente.

El voluble Külwein asintió. Su miedo empezaba a disiparse y se puso a la cabeza del grupo mientras bajaban hacia el torrente. Cuando abandonó Alemania y sus rebaños, se había jurado hallar explicación a los misterios del mundo y dar un sentido racional a los mitos y a las religiones. Había empezado a redactar un catálogo de las manifestaciones paranormales en Europa. En la India, su inventario se complicaba. Todo acto individual estaba impregnado de magia. Poco importaba la enormidad de su tarea. Estaba decidido a poner orden en el caos de los Evangelios, del Talmud, de los Vedas, del Corán… Jesús multiplicaba los panes; Kahandha no tenía cabeza, pero sí un ojo único y una boca en el vientre; al Golem le habían insuflado vida; Pakula podía volverse invisible. ¿Y qué más? Se sentía capaz de explicar con lógica todas las mentiras de los libros santos y las prácticas de los magos.

74

El Anciano de la Montaña estaba en pie frente a la estatua del Demonio de las Tormentas. Ocho monjes, sus acólitos, unían sus pensamientos al del hombre. El Anciano reforzaba su poder. Más adeptos habían acudido al santuario del Bien y del Mal, en el que llevaba viviendo más de ochenta años. Casi seiscientos iniciados en las fuerzas malignas se refugiaban en el corazón de Buda.

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[12] La cha, una consonante tibetana.