Un novicio llevó una jarra de agua y un manojo de hierbas al viejo maestro. Era su comida para todo el día. El Anciano no los tocó. El hambre tendría que esperar. Había cosas más urgentes. La mujer blanca se acercaba al Tíbet; la acompañaba ese maldito chamán que superaba todas las trampas. Ambos estaban bajo la protección de un ser realizado cuyo nombre y aspecto se le habían aparecido en sueños: Kut Humi. Ese hombre había vencido al primero de los demonios que había enviado. El Anciano sabía que estaba muy cerca.
«Está en el Tíbet.»
«Viene a romper la cadena de mi karma.»
El Anciano separó las largas manos huesudas y se las impuso en el pecho al demonio de piedra, ojos de jade y colmillos de oro. Se oyó un crujido, el novicio retrocedió. El brazo de piedra con el que sujetaba un cetro en forma de rayo se alargó. La estatua cobraba vida.
El Anciano entró en el espíritu del Demonio de las Tormentas. «¡Quiero el rayo, el hielo y el viento!»
75
A cada paso, la pendiente aumentaba y los caballos, empapados en sudor y cansados, avanzaban cada vez con menos seguridad. El sendero se estrechaba y se pulverizaba bajo los cascos. Las piedras se desprendían y caían ruidosas por los precipicios.
Külwein fue el primero que se bajó del caballo y rozó la pared. Sintió vértigo cuando ese imbécil de Pierre Neuwald mencionó la caída de un amigo en Suiza: «Era un hombre honesto, no se merecía eso. Cuando los médicos de Zermatt lo examinaron, comprobaron que todos los huesos se habían roto, y, sin embargo, sólo había caído unos sesenta metros».
El Jhelum fluía a setecientos metros bajo ellos. Bajaron todos de los caballos. El vacío los atraía irresistiblemente.
– ¡No miren abajo! -gritó Pakula.
Recorrieron tres peligrosos kilómetros y, después de una vuelta, el camino se ensanchó por fin. Se alejaron del precipicio para cruzar tierras regadas por canales.
– ¡El Küt! -dijo Helena.
El monasterio que se alzaba en la falda parda de la montaña dominaba un pueblo miserable custodiado por perros sarnosos. Más allá de las casas de piedra y fango, una escalera estrecha llevaba hasta un patio decorado con dos Budas y cuatro demonios protectores. En ese lugar, se separaba en varias ramas que comunicaban unas grutas.
Cuando se detuvieron para contemplar el monasterio, los habitantes rodearon a los cinco viajeros, sorprendidos por ver a extranjeros en su pueblo.
Pakula entregó las riendas de su caballo a un campesino, y todos hicieron lo mismo. Iniciaron el último ascenso a las grutas. Había una subida de quinientos metros y un nuevo precipicio que rodear.
Unos pájaros de gran envergadura daban vueltas en un cielo de ópalo. El magnífico paisaje no parecía real. Silencio… Ni un canto se escapaba de las fauces negras de las cavernas. Ningún gong resonaba. Ningún rostro se mostraba por las aspilleras de las paredes.
Külwein demostraba su pesimismo poniendo mala cara. No esperaba encontrarse con eruditos en esas rateras. Había conocido a muchos monjes que, a fuerza de aislamiento y privaciones, creían oír a Dios en los ruidos de su estómago vacío. En Italia y en Grecia había conocido a centenares. Eran locos que imitaban la vida de san Antonio y hablaban de milagros acaecidos sin testigos. Practicaban el autocastigo flagelándose hasta hacerse sangre: esperaban conseguir la beatitud con el sufrimiento.
Los mugrientos del Küt pertenecían a la misma raza de iluminados, y él, el señor Külwein, después de haber rechazado a Lutero, no tenía intención alguna de adherirse ni al pensamiento budista ni a ninguna de las majaderías que derivaban de él.
A todos les costaba subir los peldaños desgastados; él reflexionaba sobre todos esos problemas esotéricos, envidiando al chamán que conocía las verdades simples y esenciales. Había observado que Pakula influía en los espíritus mediante el verbo. En esto, el tártaro se parecía a los judíos cabalistas, que atribuían a cada letra del alfabeto hebreo una energía determinada.
Blavatski era otra historia. El alemán no conseguía clasificarla. Tenía poderes innatos y no parecía creer en la Iglesia.
– ¿Es usted atea, Helena? -preguntó casi sin aliento.
– No, creo en una conciencia superior en la que se reúnen todas las conciencias de las divinidades adoradas sobre la Tierra y en el universo.
– Ah, es una teoría interesante. Es parecida a la de los budistas.
– Me limito a coger lo bueno de cada religión.
No siguió preguntando. Helena se adelantó. Pakula había tomado una escalera que pasaba muy cerca de una plataforma donde se levantaba una tienda de cuero y fieltro. No pudieron resistir la curiosidad y echaron una ojeada al interior. Un Buda delgado y debilitado, tal y como aparecía descrito en los libros de historia, esperaba el despertar. Su rostro demacrado tenía un aire de sorna. En su boca se dibujaba una sonrisa malévola. Külwein y los hermanos Neuwald tuvieron la impresión de estar en presencia de un demonio.
– Me temo que nuestro chamán nos haya conducido a un lugar poco propicio para la meditación y las revelaciones -dijo Külwein.
Prosiguieron su interminable ascenso y llegaron, por fin, a la caverna mayor. Desde las profundidades de la cavidad les llegó un rumor de pies desnudos. Unas lámparas colocadas sobre un trípode marcaban el camino a lo lejos. Bajo esa luz, se veían las chillonas ropas de color naranja de los monjes. Los religiosos venían al encuentro de los visitantes. Los saludaron inclinándose. Uno de ellos los invitó a que los siguieran.
– El Mkhan-po les espera desde hace dos días -dijo mirando detenidamente a Külwein.
– Los rebeldes han retrasado nuestra llegada.
– Los rebeldes evitan el Küt. Tienen miedo de nuestra magia. Ya no corren ningún peligro.
Los condujo hasta una larga y estrecha galería. A su paso, las llamas de las lámparas de aceite temblaban, los ratones huían y los monjes abandonaban su meditación. Llegaron a una vasta sala custodiada por cuatro majestuosos Budas llenos de sabiduría. Simbolizaban los grandes momentos de la vida del hombre santo. El primero meditaba sentado, con las manos unidas sobre su regazo. El segundo tomaba la tierra como testimonio con la mano derecha. El tercero hacía el gesto de girar la rueda de la ley. El cuarto estaba acostado sobre el lado derecho, muerto y ya en el nirvana. Lo rodeaban cincuenta monjes, que bebían de su serenidad. Helena estaba fascinada.
Mientras los contemplaba, tuvo la revelación del estado supremo de la no existencia. Sintió ese estado de pureza absoluta del alma que le permitía fundirse con el universo.
El monje observaba a Helena. Le dijo:
– Está liberado del ciclo de los nacimientos, de las muertes y de los tres males: el deseo, el odio y el error.
– Era inútil hacerse ilusiones -comentó Pakula-. Tú y yo estamos condenados a renacer y morir decenas de miles de veces.
– Por aquí -dijo el monje.
Los condujo hasta una anfractuosidad en la que siete Budas vivientes parecían llevar siglos allí metidos. El más viejo debía de tener más de cien años y se parecía a una momia. Su torso desnudo estaba cubierto de un aceite aromático. Los seis monjes, tres a su derecha y tres a su izquierda, eran casi igual de viejos. Todos tenían la mirada perdida.
– Es el guía del Küt -dijo Pakula-. El honorable Mkhan-po, maestro en el arte de dominar el fuego y el agua.
– No nos ven -susurró Külwein.
El monje pidió silencio y le hizo una señal a Pakula. Éste se acercó al Mkhan-po, con la espalda encorvada y las manos unidas. El jefe espiritual abandonó entonces su meditación.
– ¿Eres el Pakula de mis recuerdos?
– Sí, Mkhan-po.
– Muestra la piedra.
Él se puso la mano bajo la axila y retiró la Piedra Hablante. El honorable se apoderó de ella y se la acercó a la cara. De inmediato, corrieron sobre su mano unas chispas y después unas llamas verdes se extendieron por toda la piedra.