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– Su fuego se ha mezclado con el mío -dijo el Mkhan-po sonriendo-. Eres el Pakula de mis recuerdos.

El fuego subió por una larga mecha hasta el techo rocoso ante las miradas de asombro de los visitantes, y se dividió en cuatro estelas verdes que iluminaron los Budas.

– Tú y tus amigos podéis quedaros aquí el tiempo que queráis. Sé que deseáis ir al Tíbet, pero sólo puede hacerlo la mujer. Es la escogida y debe ir sola; es su karma.

– El Anciano de la Montaña quiere impedírselo.

– Esta vez, el Anciano de la Montaña tendrá éxito.

– ¿Voy a fracasar? -intervino Helena.

– El camino que lleva al conocimiento y al despertar es así. Debes aprender la lengua de los lamas antes de recibir las enseñanzas filosóficas y metafísicas de los maestros de las escuelas de Tsén Gnid y de Gyud. Entonces, podrás comprender nuestros rituales y nuestra magia.

– Le enseñaré tibetano y la guiaré hasta nuestras escuelas -dijo Pakula.

– He dicho que es una tarea que debe realizar sola, del mismo modo que debe vencer sola al Anciano de la Montaña.

Esa respuesta desarmó a Pakula. Viniendo del todopoderoso Mkhan-po, que leía el porvenir en las estrellas y conocía el destino de los hombres, sonaba como una sentencia imposible de recusar.

– No lo veo todo -añadió el Mkhan-po agitando su índice en gesto de negación-. Hay otras vías posibles, otros futuros. Vuestros karmas están moviéndose. No hay nada escrito definitivamente.

– ¿Debo entender, de todos modos, que tengo que renunciar a este viaje?

– ¡No me has entendido, chamán! No te he dicho que abandones el camino que lleva a la ciudad santa de Lhassa y a las escuelas de enseñanza sagrada. Sigue tu búsqueda. Lleva a la mujer elegida y a los extranjeros. Cada uno de vosotros se realizará a su manera. Tendréis que soportar muchas pruebas a lo largo de vuestro viaje. Habéis llegado hasta mí. Yo soy la primera prueba.

– ¿Tú eres la primera prueba?

– Pide a tus amigos que presten juramento. Ninguno de ellos deberá contar lo que haya visto y oído antes de que pasen siete años. Llamémoslo la prueba del silencio. Déjaselo bien claro, Pakula: una muerte lenta entre horribles sufrimientos espera al que no sepa contener su lengua.

El tártaro les transmitió la información a Külwein y a los Neuwald. Éstos reaccionaron con entusiasmo. Helena se mostró reservada. De todos modos, juró que guardaría el secreto. Külwein, como de costumbre, se tomó el juramento a la ligera.

– ¡Menudas niñerías! Vamos, amigos míos, comprometámonos a no hablar durante siete años. En Europa, no habrá monjes para espiarnos. Los trucos de magia siempre me han divertido, mi querido Pakula, y por nada del mundo despreciaría los de su cómplice el lama.

– Me temo que usted no aprecia lo suficiente el poder mágico de nuestro anfitrión -dijo Helena-. No se tome las palabras de ese hombre a la ligera. Es hora de salir de esta cueva. Créame, Külwein, siete años con semejante amenaza sobre nuestras cabezas es mucho tiempo.

– Duda usted de mí… ¡He sido sacerdote!

– Pero ya no lo es.

– ¡Sigo siéndolo!

– A su manera -suspiró Helena.

– Nadie incumplirá su palabra -se comprometió Pakula.

El chamán intercambió una mirada con el Mkhan-po. Ambos sabían que Külwein se iría de la lengua a la menor ocasión…

76

Los monjes giraban incansablemente alrededor de los extranjeros repitiendo una corta plegaria del Pustaka, su libro sagrado. Esa cansina ceremonia actuaba sobre los sentidos. Modificaba la percepción de la realidad, la ralentizaba. Helena cayó en un estado indolente. Los hermanos Neuwald soñaban despiertos.

Pakula dejaba errar su espíritu por la gruta. Tan sólo Külwein resistía voluntariamente. Sus grandes ojos redondos intentaban verlo todo; sus oídos, oírlo todo; su nariz, olerlo todo.

Quería analizar y comprender todo lo que pasaba, para desenmascarar a los impostores: al tal Mkhan-po y a sus estáticos acólitos, los jóvenes monjes vestidos de amarillo, como budas en su pedestal. Frunció el ceño. Algo acababa de aparecer. Era azul y blanco, y permanecía sobre una roca negra cerca de la entrada… Era algo cuya apariencia no podía precisar. Sus compañeros no habían visto nada. Se felicitó por no sucumbir a la nefasta influencia de los sutras.

Helena y los Neuwald seguían apáticos. Eran un ejemplo de cómo se dejaban engañar los imbéciles. Él aguantaba bien y se cerraba al canto de los religiosos. La hipnosis: ése era el secreto del Mkhan-po y de su banda de rufianes.

El personaje de blanco y azul tan sólo esperaba una señal del jefe de la comunidad para hacer su número. Külwein estaba seguro de ello. Sonrió. Desmontaría el truco y nadie volvería a hacerle creer que la buena marcha del mundo dependía de oscuros poderes.

No obstante, la farsa no se desarrolló exactamente como imaginaba. De repente, los monjes dejaron de rezar y se alinearon detrás del Mkhan-po. De inmediato, Helena y los Neuwald recuperaron sus fuerzas.

– Lo han hecho venir -dijo Pakula.

– ¿Quién viene? -preguntó Helena.

Un sollozo ahogado atrajo su atención. Vio a una mujer de blanco y azul acercarse a ellos. Külwein estaba disgustado. Esa mujer ataviada con un amplio vestido llevaba un paquete hecho de piel de cabra cosida. Dejó su ofrenda a los pies de la imagen de Buda, sentado bajo el árbol bodhi.

Un grito lastimoso salió de ese paquete miserable.

– Un bebé -murmuró Helena.

– Tiene hambre -añadió Eric.

– Pobre niño.

Los monjes permitieron que los extranjeros se acercaran a la mujer y al bebé.

– ¿Tienes leche? -preguntó Helena.

La mujer la ignoró. No comprendía el hindi. Se puso a rezar, con los ojos irritados levantados hacia la serena figura de Buda. Le dedicó una ardiente súplica. Helena estaba muy emocionada.

– No digas nada más -le susurró en voz baja Pakula.

– ¿Por qué está ahí? -insistió ella.

– No puedo explicártelo. Nunca he asistido a ese ritual mágico. Un médico chino me habló de él en el pasado. Todo lo que sé es que los monjes van a lanzar la llamada.

Un gong vibró y otros monjes llegaron. Külwein, con cara de hastío, esperaba lo que iba a llegar después. Helena se sentó en una estera. Los hermanos Neuwald adoptaron la posición del loto. Los lamas iniciaron una extraña letanía. Ese mugido grave arrancó a la mujer de sus súplicas. Miró inquieta a su hijo, después salió de la gruta.

La emoción de Helena estaba llegando a su punto álgido. Las voces que resonaban por la estancia la impresionaban. Unas vibraciones bajas salían del pecho y de la garganta de los monjes, que mantenían la boca cerrada. Los sonidos se amplificaban, rodaban, invadían la caverna.

El sabio había cruzado los brazos sobre el vientre y ejercía presión sobre éste. Soltó una oleada ininterrumpida de mantras. Helena solamente reconoció uno que pertenecía al Avalokiteshvara sutra: «Om mani padme hûm», es decir: «Oh, tú, la joya del loto».

Pero el Mkhan-po no se limitaba a fórmulas tan simples. Se iban complicando siguiendo una progresión matemática: cuatro sílabas, después ocho, doce, cinco sílabas, siete y cuatro. Inspiraba y expiraba con fuerza. De repente, todos los participantes se callaron.

El Mkhan-po tenía la apariencia de un muerto. La vida había desaparecido de su mirada. En el silencio opresivo, los gritos del bebé resonaban en la vasta caverna. Helena se contuvo. Se resistía al deseo de llevarse al pequeño fuera del monasterio.

¿Qué se podía hacer? ¿Por qué su madre lo había abandonado muerto de hambre? Dio un paso adelante cuando los lloros cesaron. Pakula la detuvo.