– No está en peligro -dijo en voz baja.
El paquete de piel de cabra se deshizo. Vieron al bebé dominar sus movimientos y ejecutar gestos complejos con sus manitas. Tenía una mirada de adulto que penetraba hasta el fondo de las almas.
– ¡Por el amor de Dios! -dijo Pierre, sin poder contenerse.
Helena estaba fascinada. Había algo horrible en esa demostración. El niño estaba mostrando su dominio de las mudras. No había duda. Conocía el lenguaje gestual y sagrado. El puño cerrado: mushti, la fuerza armada; cuatro dedos curvados en forma de garra, con el índice rozando la primera falange del pulgar: silimukha, la sabiduría; la mano abierta con el anular doblado por encima de la palma: langula, la pata de gato… El niño iba tan rápido que Helena era incapaz de captar el sentido del mensaje.
¿Cómo era posible? Külwein no ocultaba su perplejidad. Primero, comparó al bebé con un mono adiestrado, después siguió probando suerte: «Un enano…, han metido a un enano en este saco».
Se acercó a ese falso prodigio y palideció. Era un verdadero bebé, un bebé dogra gordo y mofletudo. Y ese pequeño de tres meses se puso a caminar.
Külwein sintió que se le erizaba el vello. El bebé, como una muñeca de porcelana movida por unos hilos invisibles, dio algunos pasos volviendo la cabeza en todas direcciones. Parecía estar buscando algo. Su mirada era la de un adulto. Se cruzó con la de Helena.
La mujer captó el pensamiento del pequeño y lo entendió. El Mkhan-po había poseído al bebé. Estaba demasiado turbada para analizar ese axioma. La pequeña criatura se dirigía ahora hacia Külwein.
A éste, el miedo le provocó retortijones.
– Detente -farfulló.
Deslizó una mano hasta su pistola. Creyó que se había vuelto loco. El rostro del bebé estaba cambiando. Se convirtió en el de su hermana Greta, que vivía en Alemania, después en el de Lutero, en el rostro del Mkhan-po, y por fin, apareció su propia cara de alelado. Ese pequeño ser abominable le habló en alemán:
– Aquí tenéis, monjes, la verdad sobre el dolor: el nacimiento es dolor, la muerte es dolor, la enfermedad es dolor, la unión con el ser que no amamos es dolor, la insatisfacción del deseo es dolor. ¡Ese hombre es dolor!
El bebé señalaba a Külwein.
Helena tuvo miedo por el niño. Külwein se crispó, estaba listo para utilizar su arma. Se negaba a aceptar esa ilusión demasiado perfecta. Ese abominable muñeco lo asociaba con el dolor mediante el célebre sermón de Sarnath, que Buda dio a sus primeros discípulos en el jardín de las Gacelas. Su voz de barítono resonó de repente bajo las bóvedas rocosas.
– ¡Basta!
Con el arma fuera de su estuche, desafió al pequeño ser que se tambaleaba sobre sus cortas piernas rollizas.
– ¡Lárgate, lárgate! -gritó.
La criatura volvió a su saco. Cayó a cuatro patas, se deslizó sobre el vientre y se echó a llorar.
Un viento glacial pasó de golpe a su lado. El Mkhan-po pronunció unas palabras en antiguo tibetano. Después, volvió la calma.
– ¿Tiene usted miedo todavía, mi querido Külwein? -preguntó Helena con ironía.
Humillado, Külwein replicó:
– No hay que exagerar. Ese bebé drogado y los tejemanejes de los monjes… Su Mkhan-po ha jugado con nuestros nervios. Una bonita maniobra para abusar de los viajeros crédulos.
– Esos monjes nos están ayudando y no nos piden nada a cambio. Han elegido la ascesis y la pobreza. ¿No habrá olvidado el carácter virtuoso de la privación? Si mi memoria no me falla, en otra época usted no tenía el aspecto de un diácono gordo.
– La compasión por esos charlatanes me irrita. Les voy a demostrar que los demonios no existen.
77
El aire se enrareció. Kut Humi no había llegado nunca tan alto. Estaba por encima de las nubes. Sobre ese manto blanco, se alzaba el Himalaya con sus picos y sus glaciares, que alcanzaban los confines inaccesibles para los pájaros. Tan sólo los monjes de las escuelas de magia habrían podido alcanzar la cima, pero, por lo que él sabía, ningún hombre había conseguido convencerlo.
Soportar el frío terrible no era difícil. Iba vestido con ropas de pelo de cabra, y le bastaba con pensar en el calor para que se extendiera por sus miembros.
Se sentó en la nieve, deshizo su hatillo, cogió una torta y se la comió lentamente. En ese universo helado y silencioso, todo gesto debía estar calculado y dominado. Mientras la masticaba a conciencia, dejó que su espíritu recorriera libremente las inmensidades del paisaje. Necesitó poco tiempo para descubrir el foco del mal.
«Todavía quedan dos días de camino», se dijo.
El mal residía en la gruta del Anciano de la Montaña, y enseguida le plantaría cara. Entraría en su cabeza para vaciarle el alma, y luego lo mataría con el pensamiento. Sabía que Helena no corría ningún riesgo en el Küt del sabio Mkhan-po, pero esa seguridad era provisional.
El peligro estaba por todas partes…
Kut Humi había vuelto a ponerse en marcha hacía tres horas. Descendía por la vertiente oeste de un puerto y el reflejo del sol lo cegaba. Creyó que tenía una alucinación cuando el paisaje se oscureció de golpe. Las nubes se estacionaban siempre treinta metros más abajo. Se frotó los ojos. La sombra ganó intensidad.
«¡Es el Anciano!»
En efecto, había tomado posesión de una entidad sombría e inmensa. Kut Humi reconoció a ese demonio de fuerza prodigiosa. Se desató una lucha encarnizada. Kut Humi esquivaba todos los golpes, y evitó el corazón del monstruo y lo quemó desde el interior. Allí abajo, agazapado en el fondo de su caverna, el Anciano se resentía por las quemaduras, pero resistía. Lo asistían otros monjes mágicos. Juntos, invocaron a otra criatura.
Después de haberlo quemado, Kut Humi hundió al monstruo en las tinieblas. Pero no vio llegar el segundo ataque, que lo fulminó con un rayo. Cayó y rodó por la pendiente. Cuando se levantó, no tenía defensas. Así pues, se puso a gritar.
Una mano le trituró el corazón.
En ese instante, Helena y Pakula sintieron una conmoción. Después se miraron sin entender nada. ¿De dónde venía ese dolor? ¿De dónde surgía ese vacío inmenso y repentino?
El Mkhan-po les dio la respuesta.
– El vínculo se ha roto. Vuestro maestro Kut Humi se ha descarnado. El Anciano de la Montaña ha ganado la batalla, pero ha salido debilitado. Tenéis algunas semanas de respiro ante vosotros. Debéis continuar vuestro viaje.
78
Durante un día, Helena y Pakula caminaron sumidos en la tristeza. La grandiosidad y la belleza del paisaje no bastaban para alegrar sus corazones; ni siquiera la perspectiva de alcanzar la ansiada meta lo lograba. Habían intentado encontrar el espíritu de su maestro desaparecido, pero parecía haber escapado a los ciclos de los karmas. Si se había reencarnado una vez más, ¿cómo lo iban a encontrar en medio de los centenares de miles de criaturas vivas que bullían en la Tierra?
«Tendrás que realizarte sola», le había dicho el Mkhan-po a Helena.
Sola… Ni siquiera pensaba en ello. No veía cómo podría conseguirlo sin su amigo el chamán. Necesitaba el apoyo moral de Pakula, la fuerza de sus poderes. Cada día era un combate.
Los rebeldes acosaban al pequeño grupo, y éste había tenido que abrir fuego en varias ocasiones. Asimismo, se había visto obligado a abandonar a los caballos y contratar los servicios de diez porteadores lamas.
El frío también los puso a prueba. Llegó de repente, traído por una ráfaga violenta cuando el grupo cruzaba un precipicio por un puente de cuerdas. La borrasca cayó desde lo alto de los ocho mil metros del Nanga Parbat. Con un largo quejido, sacudió a los viajeros suspendidos en el vacío y los cubrió de nieve.
Por fin, llegaron a un pueblo dong. Decidieron tomarse un descanso allí y comprar yaks. El pueblo tenía muchas cabezas de ganado. Los habitantes los acogieron con una calurosa bienvenida. Külwein recuperó la moral, incluso le regaló una bufanda tradicional al jefe de la comunidad dong. Este último aceptó con alegría el pequeño khata de seda y los condujo a su modesta morada llena de humo. Allí, todos los miembros de la familia les sacaron la lengua en señal de bienvenida. Los niños y las mujeres acudieron a tocar sus ropas y su piel, los hombres admiraron sus armas, mientras que los viejos desdentados miraban de reojo las bolsas de provisiones. El jefe les enseñó el khata. Todos se apresuraron a alabar los nobles sentimientos de los extranjeros, porque nada era más precioso que esa bufanda que ligaba las amistades.