Les pidieron que se sentaran. Las mujeres alimentaron el fuego central con excrementos secos de animales domésticos y prepararon arroz. Helena, Eric y Pierre les dieron uvas secas peladas y paquetes de sal.
Comieron, hablaron de bueyes de pelo largo y de su precio. Pakula y el jefe intercambiaron largos discursos acompañados por gestos expresivos. Pakula les mostró pepitas de oro, pero los ojos de los dongs empezaron a brillar cuando añadió una cantimplora grande.
– Liqueur de Bater -dijo.
Un «¡ah!» general apostilló su ofrenda. El licor de Bater, preparado con carne de perdiz fermentada, era la bebida más apreciada en la cordillera del Himalaya.
Enseguida cerraron el trato.
Los pesados bueyes caminaban con lentitud. Külwein había vuelto a sumirse en su mal humor. No dejaba de quejarse. El yak era más difícil de montar que un caballo. Debía agarrarse a su largo pelaje y apretar las piernas contra sus flancos. A Külwein no le gustaba su yak.
– Ese animal me va a tirar por un barranco, puedo sentirlo -se quejó a Helena.
– ¡Bueno, pues rece! -respondió ella con severidad, exasperada por las quejas incesantes de su compañero de viaje.
Furioso, Külwein se agarró a la grupa del animal, después fijó la mirada entre los cuernos afilados para evitar tener vértigo. Estaban bordeando un precipicio sin fondo. Permaneció en silencio durante las horas siguientes.
Helena se encontraba a mil leguas de las preocupaciones del alemán. Su espíritu corría al encuentro de los picos majestuosos. Intentaba reconocer los lugares revelados por sus sueños entre los montones de hielo y granito. El sendero, recortado en la pared, discurría en zigzag de oeste a este bajo las cimas veneradas por miles de peregrinos y lamas. Las muestras de devoción aparecían en cada recodo. Humildes piedras votivas recordaban que el Iluminado era el señor de aquellos lugares solitarios. La presencia de Buda era palpable. El viento susurraba su nombre a quien supiera escucharlo.
A Helena le habría gustado que acudiera en ayuda de sus compañeros, que abriera el alma de Külwein y que aliviara a Pierre, que sufría asma y respiraba mal. La altitud sobrepasaba los cuatro mil seiscientos metros, y Pakula no conseguía curarlo ni con plantas ni con magia.
– Hay que tomar otro camino y descender. Perderemos tiempo, pero Pierre podrá respirar -dijo Pakula cuando llegaron a un cruce de caminos.
El sendero se bifurcaba. Uno llevaba hacia la impresionante muralla rocosa formada por cuatro colosos de doscientos kilómetros y que culminaba entre los siete mil quinientos y los ocho mil seiscientos metros; el otro volvía a bajar hacia la senda principal que seguía el Indus hasta Leh, la ciudad santa donde se reunían todos los peregrinos que partían hacia el Tíbet.
– Pasaremos por Leh.
– ¿Leh? -dijo, asombrado, Külwein-. Debemos evitar esa ciudad. Chamán, usted mismo nos había aconsejado el itinerario norte para evitar los controles.
– ¡Está en juego la vida de Pierre! -se rebeló Helena.
– ¡Pierre es fuerte! ¡Es suizo!
Una simple ojeada al interesado desmentía la afirmación de Külwein. El suizo no tenía nada de montañero. Apenas se mantenía erguido sobre el yak y se ahogaba cada vez que intentaba tomar aire. Como de costumbre, Külwein no tenía ninguna compasión.
– Estás en tu derecho de seguir solo con dos sherpas -le dijo Eric, colérico.
Külwein se calló, vencido, y le ordenó a su buey jorobado que avanzara por el camino que descendía hacia el valle del Indus.
Cuarenta y ocho horas más tarde, llegaron a la carretera que bordeaba el Indus. Los pinos se agolpaban en el valle. La monotonía de esos sombríos bosques sólo la rompían los monasterios, donde acudían los numerosos peregrinos que acompañaban a las caravanas de mercaderes y los monjes de gorros amarillos o rojos, que, incansables, no paraban de repetir los mantras, los gsungsanags, los zkenyans y otras fórmulas sagradas en tibetano y en chino. Una oleada de hombres y de mujeres abandonó la fila para dirigirse al legendario Lamayuru Gompa, donde los religiosos de la secta de los Brigung-pa perpetuaban las reglas de la doctrina secreta del maestro Naropa y de su bella esposa Karmakari.
Los demás siguieron hacia Leh.
Helena se sentía superada por la marea de plegarias de los caminos. La transportaba más allá de la frontera, hacia el dios viviente de Lhassa.
«¡Lo conseguiré!»
Cuando se cruzaron con una numerosa caravana de mulas de lana que bajaba hacia el Punjab, preguntaron a los mercaderes, quienes les hablaron de Leh y del ejército enviado por el marajá de Cachemira. La frontera era infranqueable.
– Están llevando a todos los extranjeros a la India.
– ¿No hay ninguna manera de evitar a las tropas? -preguntó Eric, que había recuperado la forma.
– Hay una, yendo por el norte -dijo un mercader de Lahore-; pasa por el alto valle del Shyok, pero ningún tibetano se arriesgaría en esta época. Vuelvan a su casa, no hay nada que pueda interesar a un occidental más allá de Leh.
El mercader era sincero. Él mismo llevaba los estigmas de un viaje penoso, igual que sus compañeros: tenía el rostro quemado por el hielo, la mirada febril y numerosas llagas. Confesaron que habían perdido doce hombres en una emboscada a orillas del lago Dya Co.
– ¡Vamos a seguir adelante! -afirmó Helena.
Todos creían que no lo conseguiría. Pakula le tocó afectuosamente el hombro.
– Iremos por el valle del Shyok -dijo él.
– Son ustedes valientes -intervino el mercader-. ¿Tienen algún mensaje que quieran hacerles llegar a los suyos?
– ¡Tengo una carta para Alemania! -respondió Külwein.
– Démela, la echaré al correo en Lahore.
Külwein sacó una gruesa misiva de una de sus alforjas. Luego cogió dos monedas de plata de su bolsa y se las entregó de inmediato al mercader.
– Es una carta dirigida a mi hermana -dijo triunfal el alemán-. En ella le cuento todas nuestras hazañas. Nos convertiremos en leyendas vivientes cuando mis escritos lleguen a la prensa.
– ¿Quiere decir que lo ha contado todo? -dijo con inquietud Helena.
– ¡Todo!
– ¿Todo? -insistió a su vez Pierre-. ¿Incluso lo que pasó en el monasterio?
– ¡Sí!
– La profecía se cumplirá -soltó Pakula, aterrado.
– Vamos, no se creerá de verdad los cuentos de ese Mkhan-po. No nos va a pasar nada, se lo digo yo.
79
El Anciano de la Montaña escalaba el monte con los pies desnudos. Se hundía en la nieve hasta las rodillas. Vestido simplemente con una túnica color azafrán y un gorro, ya no sentía el frío cortante del viento. Había dejado tras él las águilas y las nubes. Sus ocho monjes guardianes y sus criados lo seguían a veinte pasos, también con los pies desnudos. Estaban preparados para resistir condiciones extremas, pero no estaban a la altura del Anciano de la Montaña.
Los monjes se detuvieron cuando el aire se enrareció. Con admiración, vieron al Maestro escalar sin perder el aliento.