El Anciano no respiraba. Podía aguantar más de ocho minutos sin llenarse de aire los pulmones mientras hacía un esfuerzo violento, y media hora si no se movía. La magia se lo permitía. Llegó hasta la cima y adoptó la postura del loto.
Dominaba el mundo.
Cerró los ojos. La mujer se acercaba. No estaba lejos de Leh.
No necesitaba saber más. Al Demonio de las Tormentas le gustaba el pico de esa montaña. El Anciano de la Montaña lo invocó. Poco a poco se fueron formando las nubes, el sol se cubrió con un velo. Hubo una primera avalancha y después otra.
El demonio llegaba a nuestro mundo.
80
Por los senderos secretos que les revelaban los lamas, los cinco viajeros iban de pueblo en pueblo, todos construidos con piedras y fango seco. Se confundían con los rebaños de yaks y atraían la curiosidad de los habitantes en todo momento. Los pueblos de las montañas festejaban dichosos su llegada. Helena era objeto de todas las atenciones y de una veneración particular. La comparaban…, afirmaban incluso que era una de las kandhomas, las hadas que toman posesión de las mujeres. Le ofrecían pasteles de melaza al tiempo que la llamaban Rimpoché. Entre los montañeses, eso significaba «dama reverendo».
– Rimpoché, sé bienvenida entre nosotros -le dijo una vez más el jefe de una tribu ladakhi que había venido a su encuentro.
Unas manos se tendieron hacia ella, palparon sus vestidos. Esos hombres y esas mujeres rudas descubrían su mirada gris y azulada, sus cabellos rubios y el misterio y la fuerza que la impregnaban. Se hizo un silencio. Era realmente la «dama reverendo» de las leyendas.
– Nuestra amiga está hecha para reinar sobre los pueblos himalayos -dijo Eric.
– Entre los salvajes, las mujeres de costumbres relajadas siempre gozan de una buena consideración -soltó Külwein.
– ¡Helmut! ¡Un poco de respeto por Helena! -exclamó Eric.
– ¡Tiene usted unos modales intolerables! -repuso Pierre.
Külwein estaba afilando su malvada lengua cuando un dolor lo estremeció. Se puso las manos en el vientre para comprimir el fuego que se extendía por las entrañas.
Soltó un gemido.
– ¿Qué le pasa?
– Dolor de estómago…
El dolor se acrecentaba. Se agarró al pelaje del yak para no caerse. El fuego volvió. El alemán se repuso.
– Otro retortijón. Mi estómago no soporta las carnes pasadas que nos venden estos piojosos.
– ¿Pasadas? -dijo Pierre, asombrado-. Vamos, Helmut, póngale voluntad. Seamos lógicos. Desde que salimos del valle del Swat, la temperatura no ha subido nunca por encima de cero. Me temo que sus males tienen otro origen.
– ¡Cállese!
No quería oír hablar de las predicciones del Mkhan-po. Hincó los talones en los costados de su caballo y alcanzó a Helena y a Pakula. Éste hablaba con el patriarca de la tribu.
– ¿Vamos a conseguir techo y comida? -preguntó él con desprecio.
– Hago todo lo que puedo -respondió Helena-. Por lo que he podido entender, ya tienen visitantes, unos delogs que vienen de una región llamada Bod Yang Yong Jong.
– ¡Delogs! ¡Definitivamente no tenemos suerte! -gritó él.
– ¿Conoce usted ese pueblo?
– He leído informes de los misioneros judíos sobre él. Esos iluminados afirman que viajan al mundo de los muertos. Dicen que caen en un estado letárgico y que dejan que su espíritu fluya por las invisibles corrientes que llevan al Paraíso o a los infiernos.
– No es de los que se dejan impresionar por esas historias infantiles -dijo Pakula.
– ¡Por supuesto que no! ¡No creo en esas tonterías!
– Dormiremos en la casa del jefe en compañía de una mujer delog. Proviene de un lejano monasterio dirigido por una religiosa célebre por sus transformaciones.
– ¿Qué hace esa mujer delog por aquí? -preguntó Eric.
– Nuestro anfitrión la ha llamado para acompañar al alma de su hermano.
– ¿El hermano del jefe ha muerto hace poco? -preguntó Pierre.
– Sí, todavía está en el caldero.
Los hermanos Neuwald, Külwein y Helena lo miraron sin entender nada. Pakula no añadió más. Azuzaron a sus yaks y siguieron al jefe. Los esperaba un buen fuego. Habría también los inevitables granos de cebada asados, la pasta de mijo reluciente de grasa y los pedazos de carne tan dura como las suelas de sus zapatos.
La ciudad estaba construida en torno a un lazo de canales. Unas treinta casitas rodeaban la del jefe, que apenas era más alta que los montículos de guijarros y desechos amontonados ante la entrada.
Külwein masculló algo a propósito de ese «maldito país», al tiempo que se deslizaba sobre los excrementos helados. Fue el último en penetrar en la morada del patriarca, que respondía al nombre de Soy Tche.
– Por aquí, por aquí -dijo ese ancestro desdentado chapurreando el hindi que había aprendido de las sucesivas generaciones de peregrinos, que habían emprendido la ruta de la seda en busca de un mejor karma.
La habitación estaba formada por una serie de pequeñas estancias oscuras y desnudas. Las aberturas hechas en los muros aparecían cubiertas con pieles de yak para impedir que entraran el frío y la luz. En la habitación más apartada, una hoguera daba luz y llenaba de humo el ambiente. Los visitantes empezaron a toser y a padecer un lagrimeo molesto.
El humo subía con dificultad hacia la abertura cuadrada practicada en el techo. Había allí una docena de adultos en cuclillas alrededor de un enorme caldero.
Külwein hizo una mueca. Otro olor fuerte, muy fuerte, inundaba la habitación. Helena no pudo reprimir las náuseas. Los dos hermanos se taparon la nariz. Era un aroma a podredumbre.
– Ya os acostumbraréis -dijo Pakula-. Poned buena cara, no debéis ofender al jefe Soy Tche. Sentaos cerca de la delog.
El chamán señaló una esquina en la que una hirsuta mujer permanecía hecha un ovillo. Alzó el rostro hacia ellos y los examinó uno a uno. Su cara plana y quemada estaba cubierta de finas arrugas. Cuando su mirada se cruzó con la de Külwein, se tapó los ojos con las manos y empezó a susurrar en tibetano.
– Thags-yang -dijo en voz alta.
– Ha dicho que nuestro amigo está habitado por el demonio Thags-yang -tradujo el chamán.
– ¿Qué? ¡Otra loca! -gritó Külwein.
La delog siguió hablando.
– ¿Qué está diciendo? -farfulló el alemán.
– Que Thags-yang de dientes de tigre le devora las entrañas.
– ¡Haga callar a esa pordiosera! -dijo Külwein adoptando un tono amenazante.
La mujer sintió miedo. Se refugió, temblorosa, detrás del jefe del pueblo.
– ¡Külwein! ¡Salga de aquí! -exclamó Helena.
Pakula le tocó la frente al alemán, que se calmó enseguida y volvió a caer sobre su asiento. El chamán acudió junto a la delog y le puso las manos sobre el cuello. El miedo se fue instantáneamente y la mujer sonrió tímidamente a Pakula. Éste habló con los habitantes de la casa. El incidente estaba olvidado. El caldero se convirtió en el centro de atención. Un hombre se levantó, se asomó al recipiente y recitó unas palabras en un tono acompasado. Dos mujeres lo imitaron.
– ¿Qué hacen? -le preguntó Helena a Pakula.
El tártaro se limitó a responder que daban buenos consejos. Helena quiso saber más y se levantó. Tche le hizo un gesto para animarla, a la vez que se acercaba él mismo también a la marmita. Los ladakhis asintieron con la cabeza.
Helena se inclinó también. Su sangre volvió a fluir. Eric, que la había seguido, se quedó lívido.
– ¡Diantres! -soltó.
Pierre y Külwein acudieron también. Se les pusieron los pelos de punta.
– Es horrible -murmuró Pierre.
– Qué abominación… -dijo el alemán.
El olor repugnante venía del interior del recipiente. Era un cadáver atado, con las piernas cruzadas y las manos sobre el pecho, los ojos hirviendo de gusanos; le salía pus de la nariz y de las orejas; estaba en adobo en sus propios fluidos de descomposición.