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Helena desmontó de su yak y tocó la muralla. El corazón de aquella antigua construcción estaba lleno de plegarias y de votos. Millones de creyentes habían puesto allí todas sus esperanzas desde hacía siglos.

– No nos quedemos aquí -dijo Pakula-. Llamamos mucho la atención.

Una multitud de hombres y de mujeres caminaba junto a esa muralla. Sus largos vestidos de cuero, de lana, de piel de cabra y de nutria sonaban como las alas de las grandes aves nocturnas. Pero ninguno de esos penitentes les prestó atención. Nadie custodiaba los accesos a la ciudad. Cruzaron un pórtico antes de adentrarse en la calle principal. Sobre ellos: una torre, los techos lustrosos de los templos, las lanzas de soldados adormecidos sobre los tejados relucían bajo el flujo de luz de los astros. No se oían las plegarias susurradas, sino sólo los gruñidos de las bestias de carga. Leh era un inmenso lugar de reunión de extranjeros, y entre las casas bajas se amontonaban mercancías de todo tipo.

– Por allí -dijo Pakula conduciendo su yak entre las columnas de un patio interior-. No tengáis miedo, son trapas.

Los trapas eran monjes estudiantes que llevaban la cabeza rapada y cuya vocación era convertirse en lamas. Se rieron mientras los ayudaban a descargar sus fardos.

De todas partes llovían preguntas en tibetano. Un novicio se acercó demasiado a Helena. Una mano enorme lo agarró por el cuello y lo levantó del suelo. Una voz cavernosa lo amonestó con severidad:

– Rgyal-bu lam thag'dra rtün zer [13].

Volvió a dejar al joven monje en el suelo, temblando contra un chorten. Se agarró a ese pequeño stupa, rehuyendo la mirada terrible del gigante que acababa de llamarlo al orden, y le sacó la lengua a Helena. Ella le devolvió ese saludo de bienvenida.

Medía dos metros. Se había blanqueado el rostro con harina. Llevaba una cofia alta y cónica, propia de los magos. Se puso a hablar con volubilidad y dio unas palmaditas amistosas a Pakula. El chamán se mostró muy locuaz.

– Gounjav es un gran gomtchen -explicó Pakula haciendo las presentaciones-. Ha pasado siete años solo en una caverna de Mongolia. Cuando viajaba hacia el sur, recorrió parte del camino conmigo; me enseñó cómo matar a los enemigos a distancia con el espíritu y cómo volar por los aires. Hoy es maestro de esta modesta escuela gyud. Nos ayudará a pasar la frontera.

Los días pasaban y la ayuda no llegaba. El gomtchen demostró un malsano placer por retener a sus ilustres invitados. Su presencia era una bendición para su comunidad. Desde su llegada, no paraban de llegar regalos, y los maestros de las otras lo envidiaban. En Leh, se decía que un poderoso chamán y una maga compartían su saber con los monjes de las escuelas gyud.

Helena se impacientaba.

Estaba harta de esperar y aquella ciudad la ponía melancólica. Esa tarde, no acudió al templo para escuchar los susurros de los monjes. Tampoco cenó; se acostó en una esquina de su jergón, pero no consiguió conciliar el sueño. Encendió la lámpara de aceite para alejar las tinieblas que la acosaban.

Ni los budas pintados en los muros de la celda ni la Rueda de la Existencia consiguieron alejar esos malos presentimientos. Sentía que el espíritu del Anciano de la Montaña merodeaba por allí. Nunca estaba lejos de ella, la seguía como un lobo vicioso y hambriento.

¿Cuándo pasaría al ataque?

Cogió la jarra de tchang y le dio unos largos tragos. La cerveza burbujeó en su lengua. Se le subió a la cabeza. La Rueda de la Existencia giró unos cuantos grados en su eje. Se oyó el ruido de un tambor. Helena se dijo que había bebido demasiado. Quiso tumbarse y dormir, pero el sueño se iba concretando. El sonido de una flauta se unió al tambor, después una voz irreal se puso a cantar.

Helena se levantó de la cama. Las piernas le flaqueaban. La rueda giraba más rápido. La ilusión era perfecta. El canto era un himno a Buda. Jamás había oído algo igual. Provenía de un ala del recinto que todavía no había visitado. Una corriente de aire helado le devolvió la sobriedad. Las llamas de las velas de manteca que había cerca de las estatuas se echaron a temblar. Un pesado ruido de aleteos llegó hasta ella. Si era un pájaro, tenía que ser enorme.

Le hizo pensar en los monstruos dibujados en los libros de ciencias naturales de su abuela. Vio los dientes acerados, las garras semejantes a sables, los nombres: pterodáctilos, dimorphodontes, ramphorincus… Se detuvo delante de un Buda. Sus rasgos tenían un equilibrio perfecto y la sabiduría de su mirada era ideal. Se tranquilizó.

La bestia gigantesca seguía volando. La pesadilla empezó a insinuarse en ella…

¡El Anciano de la Montaña!

La buscaba, la guiaba. Cantaba esa melodía mágica que oía cada vez más alta y hacia la que caminaba. Un gong lanzó una llamada. Helena empezó a subir una escalera, cruzó dos habitaciones oscuras y fue a parar a una capilla. Contuvo un grito de horror. Unos demonios horrorosos la contemplaban, gigantes de bronce rojos o verdes con unos ojos exorbitados, con las patas acabadas en garras y aspecto de chupadores de sangre y devoradores de cerebros. Algunos estaban tumbados sobre lechos de cráneos de oro, otros aparecían cubiertos de la sangre de sus víctimas. Se encontraba en el gonkhang, la cámara del horror del diablo. No había motivo para que cundiera el pánico. Estaba familiarizada con los panteones demoniacos de Asia. Se recompuso. El canto del Anciano continuaba. La adentraba cada vez más en las profundidades del templo. Ya no tenía miedo de él.

Dos estatuas de leones flanqueaban una puerta que llevaba a una habitación púrpura. Allí había un personaje de barro cocido ante el cual se alineaban siete jarrones llenos de agua pura, semillas y una lámpara. Una abertura decorada con signos tibetanos, cerrada por una triple cadena, atrajo su mirada. Más allá sólo estaba la noche.

Su mirada se acostumbró a las tinieblas y su corazón se embaló cuando lo vio. El Anciano sujetaba una bestia alada y escamosa con unas riendas luminosas. Tras él, se erguía un ser deforme y con cuernos. Los labios del Anciano se estiraron.

– Tu vida se va a acabar…

Ella retrocedió. Alguien la cogió por el hombro y se sintió desfallecer.

– ¡No, no! -gritó.

– ¡Helena!

Era la voz de Pakula. El chamán la agarraba con firmeza.

– ¡Pakula, está ahí! Lo he visto.

– ¡No has visto nada! El Anciano es un maestro en el arte de la ilusión. Tan sólo has visto a su doble. Nos espera en otra parte. Espera a dar el golpe en el momento más propicio, créeme.

– ¡Me ha hablado!

– Y también a mí. Cuando te hayamos enseñado los secretos del Gyud, también podrás manifestarte a distancias considerables, y la gente creerá estar viéndote en carne y hueso.

– ¡Escucha!

Pakula aguzó el oído. Un aleteo… El ruido se alejaba. El Anciano se iba.

83

Habían pasado varios días desde la aparición del Anciano de la Montaña. La angustia de Helena ganaba terreno. El alba enrojecía el cielo de Leh anunciando el nacimiento de aquel 30 de abril de 1856. Helena escribió la fecha y sus impresiones en su diario de viaje. Normalmente, el monzón debería haber golpeado ya la región. Pero sólo la nube con forma de lanza aparecía de vez en cuando en el cielo. Ningún nubarrón negro y pesado derramaba millones de toneladas de nieve en las cordilleras y en los picos. Lamentaba la decisión de cambiar de ruta. A esas alturas, estaría ya cerca de Lhassa.

¿Qué estarían haciendo Gounjav y Pakula? Desde su llegada no había vuelto a ver al primero. Y el segundo desaparecía durante horas sin dar explicaciones.

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[13] Tú, procura que el camino se acorte.