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Se puso a buscarlo en el templo. Un monje le pisaba los talones.

– ¿Qué quieres, pequeño espía? -le preguntó, irritada.

Aquel angelote con el cráneo rapado era los ojos y las orejas de Gounjav.

– Tú seguir mí -dijo él en nepalí.

El novicio trotaba delante de ella. Sus pies desnudos apenas rozaban el suelo. Parecía tener mucha prisa. Abrió una puerta disimulada detrás de una piel de yak. Helena lo siguió hasta una parte secreta del templo. Cruzaron habitaciones minúsculas en las que meditaban religiosos de alto rango. Esos fantasmas vestidos de púrpura ignoraron a Helena y a su guía. Sólo los budas los espiaban.

Un tramo de escaleras desgastadas conducía hasta un batiente rojo. Un gran candado oxidado colgaba sobre un armazón de bronce. Cuando el monje la invitó a empujar el batiente se le ocurrió que la querían encerrar. Como vacilaba, él hizo caer el pesado tope mal engrasado. Sorprendida, Helena dio un paso adelante. En el centro de una sala esférica, entre dos braseros con llamas chisporroteantes, la esperaba Gounjav. Magníficas pinturas dibujadas sobre seda colgaban del techo de madera tallada. Esos thangkas tornasolados se inflaban como velas bajo el efecto de las corrientes de aire que provenían de las numerosas aberturas redondas de los muros.

– Ven a mí -dijo en tibetano.

– Es la habitación de la Llamada.

– Pakula, te he buscado por todas partes.

El chamán estaba de pie en una esquina, cerca de una rueda de la vida hecha de oro. Ella avanzó hacia Gounjav. Había adoptado la posición del loto, con las manos una sobre la otra, las palmas hacia arriba y los pulgares juntos, preparado para meditar.

Pakula se unió a ella y la invitó a sentarse sobre los cojines colocados ante el Maestro, que habló lentamente. Pakula se lo tradujo.

– Podrá irse de mi templo. He abierto una brecha en el puesto de Tsogstsalu tras lanzar un sortilegio. Por precaución la disfrazaremos de mujer de las montañas. Tiene doce días para alejarse. Después, el encantamiento ya no tendrá efecto. Treinta de mis monjes, reunidos en la sala del horror del diablo, retienen en el cielo al espíritu de su enemigo. Lo acompaña el demonio de las tempestades. Debe partir al alba antes de que se produzca la catástrofe y llegar lo antes posible a Lhassa para ponerse bajo la protección de los lamas magos. El Anciano de la Montaña no se atreverá a entrar en la Ciudad Santa. Que la paz esté con usted.

– Gracias, mil veces gracias -dijo Helena inclinando la cabeza y uniendo las manos.

– Ha encontrado el espíritu del maestro Kut Humi.

– ¿El Maestro se ha reencarnado?

– No, no lo han llamado a la vida… Todavía no. Su fantasma está en la torre prohibida del emperador Bahadur Shah II. Nos guiará.

Helena se dejó llevar por la alegría. Veía por fin perfilarse el final del viaje. Dentro de pocas semanas, llegaría a la misteriosa meta señalada en Londres por Kut Humi, el 12 de agosto de 1852. El lama le sonrió. Dio unas palmas. El joven novicio trajo tres recipientes humeantes con té y manteca. Por primera vez, aquella execrable bebida le pareció deliciosa. No se estremeció al tragar la mezcla de té en polvo, soda, sal y manteca rancia, condimentada con una pizca de boñiga de yak.

Cuatro días después, Gounjav les entregó dos fusiles ingleses y quinientos cartuchos.

– La magia no siempre es suficiente para rechazar a los enemigos, pero hemos encantado estas armas y jamás fallarán el tiro.

84

Tsogstsalu!

Pakula señaló un punto delante de él. Helena se quedó boquiabierta. No se veía ni a diez metros. Una espesa niebla ocultaba el paisaje, y ahogaba los ruidos de los cascos de un rebaño de yaks que transportaban sal y los pasos de un centenar de viajeros esparcidos a lo largo del camino.

– El encantamiento funciona. Vamos a poder pasar -añadió Pakula dándole una palmadita a su caballo.

Se adentraron más en esa espesa nube. La temperatura bajó varios grados. Sentía sus miembros entumecidos. El frío se hizo más intenso, lo que ralentizó los latidos de su corazón.

– Esta nube está hecha para aletargar los sentidos -dijo el chamán-. Resiste. Controla a tu yak. Las bestias también están bajo el hechizo.

Pakula tocó la Piedra Hablante, que, tras lanzar un suave resplandor sobre ellos, les devolvió la vitalidad. En torno a ellos, hombres y mujeres se dormían y los animales se quedaban quietos. Llegaron a la aldea fantasma de Tsogstsalu. De las casas perdidas en la bruma no salía ni un solo ruido. El pueblo dormía. Helena y Pakula llegaron al pie de un muro cuyo final no se veía. Tardaron más de media hora en encontrar una brecha en esa fortificación flanqueada por torres medio derruidas. Dos refugios fortificados y algunos slupas señalaban el límite de Tsogstsalu.

Un hombre yacía en el suelo, con su fusil cruzado sobre el pecho.

– Dormido -dijo Pakula.

Descubrieron a otro y luego a todo un pelotón, a cuya cabeza iba un teniente inglés vestido con una capa de cibelina.

Tenía que seguir luchando para no sucumbir al sueño mágico. La noche los atrapó mientras avanzaban muy lentamente. De repente, vieron aparecer la luna en la cima de la cordillera que estaba detrás de ellos.

– Estamos en el Tíbet -dijo Pakula.

El Tíbet… Helena sintió un nudo en la garganta por la emoción. Por fin pisaba esa tierra tan deseada. Podía contemplar la joya de esas montañas sagradas.

Volvió la cabeza, cerró los ojos y aspiró el aire puro y glacial. Después bajó de su yak, se quitó las manoplas, cogió algo de nieve y se la llevó a los labios. ¡Lo había conseguido! ¡Por fin!

– Tenemos un camino muy largo antes de llegar a Changmar -dijo Pakula observando la luna, que se cubría.

La nube del Anciano acababa de reaparecer en el cielo.

85

El Anciano de la Montaña sujetaba una amatista en la mano derecha y un aguamarina en la izquierda. Los símbolos se entrelazaban en la superficie de esas piedras legadas por el maestro anterior, que se había pasado toda la vida estudiando la magia y formando a monjes. Las dos piedras reforzaban el poder de su espíritu. Brillaban entre sus palmas, brillaban en su cabeza, brillaban en la nube que los llevaba a él y al demonio de las tempestades.

Durante unos cuantos días, el Anciano había creído que había perdido la partida, después de que Gounjav y sus monjes se unieran para impedirle llegar a Leh. Habían embrujado el pueblo fronterizo, pero ahora su encantamiento ya no funcionaba.

El Anciano permanecía impasible en la cumbre de su pico. Las nubes se acumulaban sobre él. La nieve empezó a caer y lo fue sepultando poco a poco. Después, empezó a fundirse. Había evocado su sol interior. El fuego le llegó hasta la punta de sus dedos y un arco eléctrico se formó entre las dos piedras preciosas.

– Utiliza el monzón, activa los relámpagos, que caigan truenos y destrucción -le dijo a la entidad que él y sus monjes habían invocado algunos días antes.

El demonio volaba por encima de la frontera tibetana con el espíritu del Anciano. Formaba un solo cuerpo con la nube, que seguía a la rusa y al tártaro. Al cabo de poco tiempo, adoptaría su forma verdadera y tempestuosa. Utilizaría el monzón que había empezado a inundar la India. Se concentraría en una fuerza inconmensurable entre sus garras de hielo. Ordenaría a los vientos que corrieran tan rápido como las flechas de los arcos; a los rayos, que fundieran los glaciares; a la nieve, que borrara los caminos y cubriera los stupas. El Anciano, su maestro, lo protegería de los ataques del chamán y de la hechicera blanca.

– Los matarás y te llevarás sus almas a tu reino -continuó el Anciano-. No quiero que se incorporen al ciclo de las reencarnaciones.

El demonio le respondió en su lengua hecha de gruñidos y notas graves. Era una música lúgubre que anunciaba la destrucción y que, al Anciano, le parecía agradable.