– ¡Que así sea!
86
Helena y Pakula pasaron frío. Invirtieron tres días en bordear una cresta y atravesar inmensos ventisqueros al norte del lago Chēm Co, donde se iban acumulando unas nubes negras y turbulentas. Los picos, de seis mil metros de altura, ya no se veían. El paisaje era cada vez más sombrío. Tenían malas vibraciones; a veces los yaks se resistían a avanzar, pues sentían que un peligro invisible estaba al acecho. Se les ponían los pelos de punta.
– Su ojo malvado nos está vigilando -dijo Pakula-. ¡Maldito Anciano!
– Yo también lo noto… Y algo poderoso merodea con él.
– El Demonio de las Tormentas. ¿Conoces alguna plegaria?
– Antes sí… Hace mucho tiempo que no rezo.
– En las montañas hay dioses, y muchos de ellos son buenos.
– Siempre he sido una aliada de la naturaleza. Los indios de América me enseñaron a amarla.
– Entonces, ama las montañas y nos protegerán.
Avanzaron rápidamente hacia el este. Cierta noche, se pararon en Changmar, un pueblo de bandoleros y religiosos. Los víveres eran muy preciados y las buenas voluntades escaseaban; aun así, consiguieron ganarse el favor de cuatro nómadas de la lejana región de Amdo, que se habían refugiado en Changmar después de que fuera asaltada la caravana que debían escoltar hasta Leh. Habían perdido a veinte de sus hombres y a todos los vendedores. Eran guerreros devotos. Todas las noches, después de plantar las dos tiendas de piel de yak, clavaban unas minúsculas banderas del rezo y se encomendaban a la clemencia de Buda.
En una madrugada agitada, una manada de lobos famélicos los atacó.
– Tenemos que matar al líder de la manada -dijo Helena.
Abrieron fuego. Mataron al lobo de un disparo. Apuntaron las armas hacia las demás bestias y dispararon al azar. Los supervivientes de la manada huyeron chillando.
– ¡Tormenta! ¡Tormenta! -gritó uno de los nómadas mirando las banderas, que habían empezado a agitarse.
– El Anciano, el demonio y el monzón juntos -dijo Helena.
El cielo arrastraba unas nubes espesas. El paisaje se volvió gris y luego cayó la noche. Ataron los yaks unos a otros. De repente, una borrasca arrancó las banderas.
– ¡Tenemos que atarnos a las bestias si no queremos que se nos lleve el viento! -gritó Pakula.
Su voz se perdió en los aullidos del viento. Pero no era sólo el ruido ensordecedor del viento; también se oía un rugido, un rugido extraño y estremecedor.
– ¡Ahí está! ¡El demonio! -dijo Helena.
Allí estaba: enorme, deforme, con la piel azulada con rayas negras. Bajaba una montaña; tras él se habían concentrado unos nubarrones que los relámpagos atravesaban.
– Toma -dijo Pakula, y le extendió por la cara una capa espesa de grasa, antes de envolverle el cuello y el gorro con una larga bufanda que le ató con tres nudos.
Ya no se veía nada. La nieve caía a ráfagas de viento. Helena no recordaba haber sufrido un asalto de tal magnitud ni en Rusia ni en Canadá. Se agarró tan fuerte como pudo a su yak. Un nómada soltó un grito antes de precipitarse al vacío. El suelo tembló.
El Anciano estaba contento. Tenía una perspectiva confusa de su angustia.
– ¡Destrúyelo todo! ¡Llévatelo todo a tu infierno!
Entonces el demonio ordenó al cielo que estallara, a los relámpagos que fulminaran y a los aludes que arrasaran los valles. Se llevó las almas de los nómadas y las hizo pedazos, pero hubo dos almas de las que no pudo apoderarse. Alguna fuerza superior las protegía. Rugió, resquebrajó los glaciares y levantó los vientos, provocando tornados de nieve y despertando a todos los elementos. Lo intentó todo, pero fracasó.
Al límite de sus fuerzas, el Anciano se hizo un ovillo y dejó que el demonio diera rienda suelta a su furia. No tuvo más remedio que volver a su caverna. Había perdido la primera batalla.
87
Cuánto tiempo había durado la pesadilla que el Anciano de la Montaña había desatado? La débil luz del sol la hizo volver en sí. Helena se estaba muriendo de frío y Pakula se encontraba a su lado. Le deslizó la Piedra Hablante por el pecho y le dijo:
– Sin ti, habríamos muerto.
– ¡Si no he hecho nada!
– Hay una fuerza en ti que ha rechazado al Anciano.
Un lobo aulló no muy lejos. Helena buscó al animal. Estaba todo blanco, un blanco inmaculado y cegador. El camino se había borrado. Los nómadas de Anido habían desaparecido. Los yaks todavía se encontraban allí, en fila, al borde del precipicio.
– ¿Dónde están los hombres?
– Se los ha llevado la criatura del Anciano.
– ¡Los vamos a vengar!
– En Lhassa dispondremos de los medios para poder vencerlo.
– Pero hemos perdido todos los víveres. Nunca conseguiremos llegar hasta allí.
– A dos días de aquí a pie, por el puerto, está la ciudad de Gerze. Allí podremos descansar.
Gerze ya no era más que un dulce recuerdo. El Anciano de la Montaña todavía no los había dejado en paz. Desencadenó las fuerzas oscuras en el seno del monzón y la tormenta duró tres días. Setenta y dos horas terribles, durante las cuales se refugiaron en la cúpula hueca de un gran chorten en ruinas. Otros viajeros muy considerados habían dejado estiércol seco de yak. Lo encendieron y pudieron fundir la nieve para hervir agua para el té y el arroz.
De momento estaban salvados.
La tormenta se detuvo de golpe; parecía que el Anciano se había quedado sin fuerzas y que el monzón había remitido en el frente de la cordillera del Himalaya. Así que retomaron el pesado viaje.
Vagando a lomos de los yaks fatigados, echaban de menos el chorten lleno de humo. Los pobres animales trazaban surcos en la nieve virgen. Tenían la pelambrera helada, la mirada apagada, la panza vacía.
– No nos llevarán más allá de lo que alcanzan tres disparos de fusil -dijo el chamán con la oreja pegada a la joroba de su montura.
– ¿Cuánto queda hasta Lhassa?
– No sé… Tal vez siete días.
Siete días… Era una muerte segura. La noche anterior lo había asumido: llegaría un momento en el que los yaks se desmoronarían, y luego les tocaría a ellos vivir el lento entumecimiento glacial, la somnolencia, la rigidez y el fin, antes de entregarse a un sueño eterno y blanco.
Desde aquel momento, el nombre de Lhassa le pareció un mito inaccesible, una ciudad que no era más que un sueño, una leyenda. La realidad era el frío que le cortaba la piel con crueldad. Tenía la cara cubierta de escarcha, y de las pestañas y la nariz le colgaban cristales. La grasa había cuajado y se había agrietado, con lo que se le había formado una telaraña de cicatrices. ¿Dónde estaba la joven princesa, elegante y alegre, la fogosa jinete, montada a horcajadas sobre su caballo?
Helena estaba irreconocible. Llevaba la máscara de la muerte.
El yak de Pakula fue el primero en quedarse paralizado. Cayó sobre sus rodillas y luego se hundió sobre el costado. Pakula acarició la cabeza de su fiel montura.
A lo lejos se oyó el ruido de un alud, luego una campanada. De repente, el yak de Helena falleció y ella salió disparada hacia un bloque de hielo.
¿Quién la había llevado por la noche? En sueños, se acordó de los bosques de Cachemira, de los torrentes tempestuosos, del bullicio de la vida en los profundos valles. Había nieve y no faltaban las fuerzas maléficas invocadas por el Anciano de la Montaña, la desaparición del Maestro, Buda y unos demonios. Todo se confundía en su cabeza…
Ahora, alguien le estaba metiendo algo en la boca. Volvió en sí. Se encontró con la mirada condescendiente de Pakula.
– Mastica -le ordenó-. Es una raíz de Punjab. Contiene una potente droga que da fuerza y hace pasar el hambre.