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Helena masticó la sustancia gomosa de árnica y de grama, saboreó su gusto amargo.

– Muy bien, te vas a recuperar del accidente -añadió mientras le tocaba el chichón que le había salido en la frente.

Helena se despabiló y recuperó la lucidez. Hizo una mueca por el dolor de cabeza que sentía.

– Debo de estar horrible -dijo.

– Sí, pareces una vieja mongola -bromeó Pakula.

– ¡Ya nadie me querrá!

– ¿Nunca te has enamorado de un hombre?

– ¿Eh?

– Vas a conocer a uno.

– ¡Pakula!

– Muy pronto -insistió el chamán.

Pero no era momento para bromas.

– Vamos a morir; eso será en otra vida -replicó ella.

– No, te está esperando en una isla… Puedo verlo… Está al acecho… Se encuentra en peligro. Debes salvarlo.

– ¡Para ya!

– Vas a amar y te van a amar. Es tu buen karma.

– Pakula, mira a tu alrededor.

– Ya lo hago, y puedo ver más allá de los obstáculos.

Estaban dentro de una cueva poco profunda. Por el agujero de la entrada se podía distinguir el cielo que se fundía y un trozo de un acantilado rocoso. Pakula se levantó.

– Tendremos visita -dijo quitando el pedazo de piel que envolvía su fusil.

Helena lo imitó. Avanzaron hacia la entrada. El enemigo estaba allí, formando en semicírculo. Quince lobos hambrientos los acechaban. Al ver a los humanos, el mayor de ellos les mostró los colmillos.

Helena lo apuntó con el arma antes de que pudiera abalanzarse sobre ella. La bala le atravesó el cuello. Soltó un breve ladrido y se desmoronó. Helena volvió a cargar el arma. La manada no se lanzó sobre el cadáver; prefería la carne humana. Abrieron fuego. Dos lobos salieron rodando por la nieve.

Pakula se abalanzó con su navaja y destripó el que le quedaba más cerca. A su vez, Helena desenvainó el puñal. Ante tal determinación, aquellos animales salvajes vacilaron. Entonces Pakula soltó un grito terrible y los lobos se fueron.

– ¿Qué será de nosotros? -se lamentó Helena.

– Nos convertiremos en devoradores de lobos -respondió Pakula, que se inclinó sobre el animal muerto.

Lo despedazó y esparció los pedazos; repitió la misma operación con el otro cadáver.

– Por sus hermanos vivos -dijo antes de arrastrar los despojos del tercer animal al interior de la cueva.

– Ese de allí es para nosotros.

Se puso a cortar lonchas de la carne humeante y le dio una. A pesar de no tener hambre, Helena empezó a desgarrar la carne dura. Desvió la mirada cuando Pakula le arrancó el corazón y el hígado. Con avidez, chupó la aorta llena de sangre.

– La piedra necesita fuerza… -dijo cogiendo el talismán-, y yo también. Voy a ir en busca de ayuda.

– ¿Cómo?

– Volando.

Se metió la piedra en la boca y cayó en una especie de catalepsia. Poco a poco, apareció su doble luminiscente. La evanescencia flotó durante unos instantes por encima de su cuerpo, que se había puesto rígido.

«Sólo tardaré una hora en llegar al monasterio más cercano.»

Le hablaba a través de sus pensamientos. Ella le respondió de la misma forma.

«Podré resistir, ahora tengo de qué alimentarme.»

Y de pronto desapareció.

Helena cargó el fusil y se situó en la entrada. Los lobos habían vuelto y devoraban la carne magra de sus compañeros. Cuando la vieron, soltaron unos aullidos.

Se llevaron los pedazos lejos de ella. Oyó cómo se peleaban, luego todo quedó en silencio. Estaba perdida en la inmensidad del Himalaya. Cayó la tarde; se hizo de noche; regresó cerca de Pakula.

Iban pasando las horas… Tardaba mucho. De repente notó la mano del chamán en el hombro.

«Los monjes de Tchord nos vendrán a ayudar», dijo él.

Helena sonrió tristemente. Acababa de tener la premonición de que nunca iba a alcanzar Lhassa.

El Anciano de la Montaña se había retirado a su habitación para meditar. Ya no tenía miedo ni de la mujer blanca ni del chamán. Estaban acabados… El monzón había terminado su obra; él mismo había provocado los aludes. Todos los puertos habían quedado sepultados. Nadie podía atravesar el Tíbet.

El Anciano había pecado mucho y buscó refugio en Buda.

88

Helena se quedó en silencio durante horas, perdida en el gran dolor de su fracaso. El Tíbet que no había podido conquistar formaba parte de la historia de su vida. Apenas se acordaba del viaje de vuelta; quería borrar el recuerdo.

Pakula y los monjes la habían acompañado a Nepal por caminos alternativos, usando medicinas y magia. Se había pasado días delirando, pegada al lomo de un yak, congelada y con fiebre. La habían curado en Katmandú. No podía volver a partir hacia Lhassa de ninguna manera durante los próximos meses. Pakula la había convencido antes de separarse de ella.

– No estás preparada; primero debes encontrar a ese hombre en Occidente y convertirte en una mujer completa. Antes de realizarte, tienes que aprender a amar. Yo te esperaré y prepararé tu vuelta. Cuando regreses, te estaré esperando con el Maestro reencarnado.

Con el alma muerta, se unió a los caravaneros que hacían su ruta por el sur del país. De su travesía del continente sólo se acordaba de un hecho concreto. Una noche de luna llena, durante la fiesta de Raji Purnima, una mujer le había puesto un brazalete raji en la muñeca para conjurar la mala suerte, pero al cabo de unos días había tirado el amuleto en el puerto de Madrás, donde iba a embarcar hacia Java.

Mecida por el oleaje perezoso de sus penas y presa del ensueño, Helena, en un sillón de la biblioteca, dormitaba con un gran libro abierto sobre las rodillas. Alguien tosió.

– Se ha entregado demasiado; ningún hombre en su lugar habría sobrevivido -dijo alguien con acento escocés.

– ¿Disculpe? -dijo ella, sorprendida, mientras levantaba la cabeza.

Era un hombre encorvado y calvo. La miraba con sus ojos de miope tras unas lentes redondas plateadas. Tenía la tez amarillenta típica de los enfermos de hígado. No obstante, parecía honesto y buena persona.

– Se tiene que cuidar, señora Blavatski, parece muy cansada.

– Es mi espíritu el que está cansado. A veces, ya no sé ni quién soy ni dónde estoy.

Sin embargo, era el mes de febrero de 1857 y estaba en Londres, en la magnífica biblioteca de lord Palmerston, enfrente del bibliotecario, que nunca había salido de la ciudad y que conservaba amorosamente los ciento diez mil volúmenes de los que se encargaba.

La aventurera había trastornado al viejo, pero no dejó que se le notara. Sentía una admiración secreta por esa mujer enigmática que había explorado, según decían, las zonas más peligrosas del mundo, y que había llegado incluso hasta el Tíbet.

– ¿Tiene previsto volver?

– Sí, cuando esté en armonía con mi cuerpo.

– ¿Qué entiende usted por eso?

– No se lo puedo explicar, todavía no sé cómo pasará.

– Ah -dijo él, y volvió a su labor de etiquetaje y limpieza.

Le era imposible admitir que estaba esperando a un hombre, ¡y que encima se trataba de un desconocido! No se acababa de creer que fuera a encontrar el amor durante los próximos meses o años.

¿Acaso Pakula se había equivocado?

Curiosamente, estaba deseando conocerlo. Sólo había un hombre con quien habría querido compartir la vida: Garibaldi, cuyas hazañas seguía desde hacía mucho tiempo. Para ella, lo tenía todo: la grandeza, el espíritu de libertad, un carácter fuerte; pero desgraciadamente estaba casado con la fogosa Anita. Había escrito frases maravillosas: «Iba sentado a horcajadas con la mujer de mi alma a mi lado, digna de la admiración universal. ¿Qué más me daba no tener nada más que la ropa que me cubría el cuerpo o estar al servicio de una pobre República que no podía dar ni un céntimo a nadie? Tenía un sable y una carabina que llevaba delante de mí, atravesados en la silla… Mi Anita era mi tesoro, no menos entusiasta que yo por la causa sagrada de los pueblos y por una vida aventurera».