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Todas estas extrañas historias se filtraban de un lugar al otro, recorrían los campos y alcanzaban los círculos privados. Incluso le habían pedido que presentara a su extraordinaria nieta en los salones de Saratov.

– ¡Ossipov!

El gendarme chocó los talones.

– ¿Señor gobernador?

– ¿Tienes alguna sugerencia que hacerme?

– En un primer momento, creo que sería prudente que se conformara con los deseos de su esposa.

– Ya veo -respondió el gobernador asintiendo varias veces con la cabeza-. Velarás personalmente para que todo se lleve a cabo en el menor tiempo posible. No me pareces plenamente satisfecho, Ossipov. ¿Tienes algo que añadir?

– Bueno, es que…

– ¡Habla!

– La gente cotillea… Tienen miedo…

– ¡Ve al grano!

– Sería preferible que pusiera en manos del pope a la señorita Von Hahn para que la reconduzca al camino de Dios.

– Así se hará.

La señora Peigneur se ofuscó. El espíritu de la Revolución francesa vivía en ella, pero le resultaba imposible defender a Helena. La princesa rebelde y desobediente no tenía ningún aliado. Los asistentes suspiraron con alivio. Por fin iban a extirpar al demonio del cuerpo de aquella niña imposible.

– Pueden retomar sus tareas -dijo el gobernador.

Helena mostró su descontento haciendo muecas. Su abuelo ignoró su comportamiento caprichoso. Volvió a sentarse en su sillón y empezó a leer el correo.

La intrépida señorita siguió a la señora Peigneur. Una vez más, iba a tener que soportar el parloteo de aquel pope estúpido y plegarse a los rituales reservados a los simples de espíritu. Aunque bien pensado, eso no tenía ninguna importancia. Por contrario, era mucho más grave la primera medida adoptada por su abuelo: tapiar el acceso a los sótanos.

10

Una sensación de quemazón en la mano derecha, con la que sujetaba el cirio, sacó a Helena de su ensoñación. Gotas de cera fundida le cayeron en la piel. Enderezó el cirio. Ante ella el pope de cabellos negros y rizados, pálido como un nabo, se dedicaba a sus aspavientos. A lo largo de seis sesiones, le había echado encima litros de agua bendita. Un nuevo torrente cayó de repente sobre su cráneo.

El pope le pidió que rezara. Ella rogó en voz baja que no pudiera oír lo que estaba diciendo. Se inventaba oraciones según se las pedía, en las que invocaba a los búhos y a las cabras, y daba las gracias a las hadas y a los gnomos, al tiempo que se disculpaba con los árboles. Todo valía para no tener que dirigirse a Dios, a los ángeles y a los santos. Ella le seguía el juego bajo las miradas de compasión de sus abuelos, de los criados y de los campesinos, recogidos en el fervor.

– Habla más fuerte, hija mía -dijo el pope ahumándola con incienso.

– Padre, ¿de qué me serviría alzar la voz? ¿No lee Dios mis pensamientos?

– Es cierto. Haz lo que mejor te parezca. Tú eres su oveja, y te volverá a traer a su rebaño.

– Sí, soy de su rebaño.

No se fijó en su sonrisa. La astuta Helena aceptaba las reglas del rito de exorcismo y adoptaba la apariencia de una santa para acabar lo antes posible.

El pope invocaba, se arrodillaba, se golpeaba el pecho, se volvía a arrodillar hasta tocar el suelo con la frente y se erigía como el garante de la buena conducta de la niña. Ella lo imitaba, y se dejaba la piel repitiendo los ejercicios de piedad. Sus gestos de consagración rozaban la perfección. Cuando levantó la cabeza, se habría podido creer que había entrado en éxtasis ante la imagen del Juicio Final, pintada con colores vivos realzados con oro y plata. Ángeles diáfanos armados con la espada de luz pisoteaban a los diablos rojos. En el azul del cielo, donde convergía la multitud de serafines vencedores, resplandecía el Salvador. El rostro de ese Cristo glorioso era serio. Helena contemplaba su cara demacrada. No encarnaba la felicidad ni prometía el Edén. No se parecía en nada a la imagen que se hacía del amor divino.

Ella era y seguiría siendo siempre Helena Petrovna von Hahn, la Sedmitchka, la elegida de los Siete Espíritus de la Revuelta y de los Grandes Ancianos, y ni todos los pacificadores ni los mártires, ni tan siquiera los santos reunidos, la convertirían en una oveja del rebaño.

11

Dónde te vas a esconder ahora? -preguntó consternada su mejor amiga, Natacha.

Helena no respondió. Todas las chicas la observaban desafiantes. Cinco minutos antes, había hecho caer a un cuervo en pleno vuelo, simplemente mirándolo con intensidad. Habían ido a ver a los albañiles en la obra y esperaban la reacción de Helena.

– En uno de los quioscos del bosque -respondió ella tajante.

– ¡En el bosque!

– ¡Con los merodeadores y los desertores!

– ¡Y los osos y los zorros!

– Mi hermano caza ciervos allí, dice que es el refugio de brujas y serpientes -afirmó Natacha.

Los bosques de los alrededores tenían fama de ser peligrosos. Varias personas habían sufrido ataques, pero hacía mucho tiempo de eso, durante las guerras napoleónicas, o tal vez antes. Poco importaba; a Helena le daban igual las opiniones de aquellas miedosas.

Los albañiles empezaron a colocar los mampuestos. Acongojada, Helena se deshizo en lágrimas porque estaban encerrando a los pobres fantasmas. Le pareció oír a las almas torturadas llamarla, quiso reunirse con ellas en espíritu, se tumbó y cayó inconsciente. Cuando volvió en sí, vio los rostros inquietos de sus amigas inclinados sobre ella.

– Helena, ¿te encuentras mal?

– ¿Quieres que hagamos venir al intendente de tu abuelo?

– No -dijo ella vivamente poniéndose en pie-. No me pasa nada, nada en absoluto.

Todas sintieron una conmoción, como si una onda les golpeara la frente. Se apartaron de golpe y se estremecieron al ver la expresión de su mirada. Natacha se quedó a su lado; era la más cercana, la que más la comprendía. Ella misma podía ver lo que había ocurrido en el pasado.

– ¿Qué piensas hacer ahora?

– Voy a hacer lo que debo, y no intentes interponerte en mi camino -respondió Helena, colérica.

– ¿Lo he hecho en algún momento?

– No, es cierto, perdóname, Natacha, pero esos hombres están cometiendo un crimen.

– ¿Qué crimen?

– No puedes entenderlo -dijo Helena dirigiéndose hacia el equipo de obreros que cantaban.

Empezó a maldecirlos lanzándoles un sortilegio tan fuerte que le provocó dolor de cabeza. Los hombres cayeron en un silencio cómplice cuando la vieron llegar. No temían en absoluto a la señorita del castillo: los había contratado el intendente y jefe de la guardia Ossipov.

Helena rodeó los mampuestos y observó el muro que se estaba construyendo. Era inquebrantable. Con tristeza, contempló el agujero negro en cuyo fondo vivían las víctimas de Tavline. De repente, la tomó con el jefe del equipo, Vaska Saltikov. Su reputación era conocida: bebía tanto como Ossipov y pegaba a su mujer y a sus hijos todas las noches al volver de la taberna.

– ¡No deberías tocarlos!

Vaska levantó una ceja. En su cara grande, astuta y enrojecida se traslucía su incomprensión. Su amigo Ossipov le había advertido: «Desconfía de la princesa Von Hahn, os molestará cuando estéis trabajando».

Como todo el mundo, conocía los rumores que corrían sobre la señorita, pero no creía en brujas. El vodka anestesiaba sus supersticiones. Se rascó el mentón y puso cara de reflexionar. Como se sentía a gusto en su mente y en su cuerpo, empapados de alcohol desde el amanecer, se sintió inclinado a la indulgencia.

– Puedes mirarnos trabajar, si quieres.

– Pobre loco Vaska, no se puede molestar impunemente a los espíritus de los muertos. Los más malvados de entre vosotros pagarán caro su sacrilegio.

Vaska sonrió; no así sus compañeros, que dejaron de trabajar, presos de la aprensión. Dos de ellos se santiguaron, después de girarse, y Helena repitió: