Agardi apretó los ojos intentando imaginarse la escena: el emperador y los cortesanos llenos de altivez, sonriendo cruelmente ante la noticia de su muerte. Arrastró a Helena dentro del oscuro palacio imperial que un mago iluminó de pronto con un vals de Strauss.
Se celebraba el fin de las libertades, la represión de las revoluciones, la eternidad de las dictaduras… Helena estaba presente. El parque se llenó de carrozas doradas, de príncipes, de archiduques, de condes y de embajadores, todos impacientes por cruzarse con las cabezas coronadas.
Helena entró en la sala de baile con Agardi y los nobles. Allí, bajo las arañas de la galería Schönbrunn, las parejas se arremolinaban y las mujeres parecían flores bailando con la melodía de los violines. Se emocionaban en brazos de los oficiales imperiales con túnica azul oscuro, de los húsares con traje rojo vivo, de los guardaespaldas húngaros con botas color limón y con pieles de leopardo echadas sobre los hombros de sus vestidos escarlata y con bordados de plata. Llegó más gente que se unió al vals, procedente de toda Europa. Helena y Agardi bailaban en el centro de ese remolino de alemanes, magiares, checos, eslovacos, polacos, rutenos, serbios, croatas, italianos y rumanos… Pero Helena fue la única que vio el fin de ese mundo y cómo el pueblo de Viena estaba de duelo por los caídos en Lemberg, Lutsk, San, por las batallas de Isonzo y del Carso, por los miles de soldados muertos en los Cárpatos, por las caballerías enteras que desaparecieron en las llanuras de Galitzia, por los batallones aplastados por la metralla en Prusia, en Champagne y demás lugares. Los imperios desaparecían entre terribles guerras mundiales. Esas visiones la asustaron.
Le cogió la mano a Agardi y la estrechó muy fuerte. Se puso blanca como la pared. Esa palidez repentina hizo que el hombre se preocupara.
– ¿No se encuentra bien?
– No, no… Perdone, no sé qué me ha pasado -respondió ella, confusa, intentando retirar la mano.
Agardi no se la soltó.
– No quisiera causarle problemas. Mañana, haga que me lleven a las afueras de Londres; allí tengo un amigo de la orquesta. Yo estaré seguro y a usted nadie le hará daño.
– ¡No!
Abandonó definitivamente la mano a la dulce presión de los dedos de aquel hombre que le alteraba los principios y la hacía desfallecer. Se justificó recalcando sus palabras.
– Todavía está muy débil; además, no le tengo miedo a nadie. Sabré cómo darles una buena bienvenida de plomo, ¡así que ya pueden venir esos asesinos enviados por Francisco José!
Abrió el cajón de la cómoda, apartó un montón de pañuelos y cogió el revólver. Con la parte exterior del puño, hizo girar el cilindro antes de apuntar al tablero de la puerta.
– ¡Anda! -exclamó Agardi.
– Yo también tengo mis razones para odiar todo lo imperial.
– ¿Y cuáles son?
– Me llevaría horas contárselas, así que mejor cuénteme qué hace en Londres en estos tiempos difíciles. La capital inglesa no es de las más seguras. En París le habrían acogido mejor y estaría más protegido. Los franceses y los austríacos no se llevan bien.
– ¡Ya estuve allí! Intentaron asesinarme en la plaza de Notre-Dame. Creía que los había despistado al cruzar la Mancha. En realidad, nunca he estado tan cerca de mi papel de comendador en Don Juan como ahora que estoy acorralado y agonizando.
Tras decir estas palabras, entonó débilmente esa melodía poderosa en fa menor que Mozart había querido que fuera lenta y solemne, pero sólo consiguió soltar un gemido en el primero de los dieciocho compases.
– ¿Acaso ha perdido el juicio? -exclamó Helena-. No debe hacer esfuerzos. ¿Quiere que se le vuelvan a abrir las heridas?
Agardi sonrió. Lo había arrancado de la muerte una mujer que se había enfrentado a los dioses de Oriente. La encontraba magnífica y heroica. Se olvidó de su ardiente amante, la cantante Sophie Cruvelli.
Helena reunía todas las cualidades y las pasiones de las heroínas de ópera. Ella era la Norma de Bellini, y él, el procónsul Pollione, su amante, que le daba entrada. Él era Robert, el Diablo, y ella tenía los ojos de Alice.
– Querida Helena, he perdido el juicio, sí -le susurró llevándose la mano prisionera hacia los labios.
Helena no hizo nada para impedírselo. Sintió el calor del suave beso en la punta de los dedos… Sólo una dulce caricia sobre la piel temblorosa. El amor la invadió, pero no quería ceder tan pronto a ese sentimiento. No tan deprisa.
La salvaron tres golpes breves y secos en la puerta de la habitación y la voz del doctor Meyer-Cohen:
– ¿Se puede pasar?
– Sí -respondió Helena retirando rápidamente la mano.
El médico fue a estrechar su mano caliente y notó el rubor en las mejillas de Helena. Luego se inclinó sobre el herido.
– Veo que mi paciente va camino de recuperarse -dijo al tiempo que le tomaba el pulso a Agardi-. Todos los médicos lo han comprobado; se sabe ya desde la Antigüedad: no hay mejor remedio que el amor -dijo con una sonrisa divertida-. Volveré dentro de tres días.
90
Finalmente llegó el momento en que Agardi pudo dejar de guardar cama, y luego, el momento en el que se entregó a los brazos de Helena. Se lo había contado todo: su matrimonio desdichado, la existencia de Sophie, su amante. Gustaba mucho a las mujeres; desde que se había subido a los escenarios, lo acosaban. Por desgracia, no sabía resistirse cuando lo abordaban. A Helena le preocupó tanto que se planteó dejarlo. Tenía miedo de que la amara un hombre veleidoso. Tal idea la torturaba.
Todas las noches se acostaba con el cuerpo tembloroso en la cama complementaria que el señor Strofades había instalado de mala gana. Todas las noches sentía el olor de Agardi, se sumergía en sueños eróticos; había dejado de controlar la atracción que sentía hacia él. Se le había acercado tres veces, para acariciarlo mientras dormía profundamente. Ya no podía aguantar más. Por eso, dos semanas después de la agresión, le pidió que dejara el hotel.
– La gente empezará a hablar, no puede quedarse aquí.
Él se estaba cortando la barba delante del espejo. Dejó caer las tijeras en el lavabo y le plantó cara.
– Créame, ya lo hacen.
– ¡Váyase, Agardi, se lo ruego!
– No quiero oír ni una palabra más, Helena, no voy a dejarla sola.
– Siempre he estado sola.
– Pues ya no lo estará nunca más.
Ella retrocedió y puso la cama de por medio. Él la esquivó. Se esforzó por sostenerle la mirada e impedirle que se acercara, pero él siguió avanzando.
– No -susurró ella sin convicción, al mismo tiempo que él la cogía por los hombros antes de deslizarle la mano por la nuca.
Helena sintió que flojeaba. El segundo «no» que intentó soltar se vio ahogado por un beso. Se abrieron todas las barreras. A su vez, ella lo abrazó y lo llenó de besos hasta quedarse sin aliento.
Sus manos se buscaron, se unieron, se entretuvieron sobre la piel. Esbozaron curvas, estamparon marcas de placer sobre las marcas de los sufrimientos pasados. Agardi la besó con fogosidad. Era la heroína con la que siempre había soñado. Superaba de lejos a todas las mujeres con las que había estado en el escenario. Dejó que sus labios corrieran sobre ese marfil tostado que nunca había conocido la absurda máscara del maquillaje.
Helena le devolvió los besos. Él le dio la vuelta y ella se arqueó, ofreciendo su liso cuello a los labios apasionados que, en un arrebato, bajaron hasta sus pechos disimulados bajo la larga camisa de tela. Helena empezó a gemir. Una mano subió a lo largo de sus muslos. La suya también lo buscó para darle placer. Pronto, quedaron desnudos, exaltados por el deseo, vientre contra vientre.
Helena cerró los ojos cuando él la penetró. El fuego insaciable del amor se avivó.
Gritaron al mismo tiempo. Agardi se derrumbó agotado. Le dolía la herida.