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– ¿Te duele, mi amor?

– No, tú me has curado de todos los males.

Helena le cubrió de besos el rostro mojado por el sudor. Los dos pensaban palabras dulces, juramentos, sortilegios que los unieran para siempre. Habían vivido muy intensamente antes de conocerse.

Nunca podrían consolidar ese amor naciente, pues sus destinos eran muy distintos. Helena se fue dando cuenta poco a poco. En efecto, en lo más hondo de su ser, temía al amor.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó él cuando sintió que se iba alejando.

– Nada… Nada.

– ¿He sido demasiado brusco?

– No.

Se debatía entre el deseo de apoyar la mejilla en el hombro de su amante y el de huir de la habitación.

– Dime lo que sientes.

Vaciló, luego las palabras se le amontonaron en la cabeza.

– Agardi, desde que te salvé, nunca pensé en enamorarme. Me lo habían predicho, pero yo no me lo creía. Estoy maravillada, y es un desastre. En lo más hondo de mi ser, alimento un sueño oculto, una esperanza. Y el amor es un obstáculo para la realización de este ideal.

– ¿Cuál es?

– Se me revelará en el Tíbet. Quiero el bien para la humanidad, el fin de las grandes religiones, proporcionarle al ser humano los medios para que pueda comprender el universo, transmitir mis poderes al mayor número de gente posible y hacer recular la miseria allí donde se encuentre.

– Tendrás que fundar una nueva religión para lograrlo… Déjame soñar contigo. Guíame, enséñame los secretos del mundo. Llévame al Tíbet, seré tu primer discípulo.

– No puedo, Agardi, perdóname.

– ¿Por qué?

– Tengo que ir sola. Pero antes tengo que volver a mi santa Rusia para ver una última vez a los míos.

91

El viaje había sido largo: Bruselas, Colonia, Berlín, Varsovia y por fin la frontera. Había salido de Londres el 27 de diciembre de 1857. Un mes después se reencontraba con el frío y la miseria de Rusia.

Habían pasado diez años desde que se fuera. Le parecía que había sido ayer. Su país no había cambiado. Se encontró con los mismos rostros cansados de los siervos, las mismas borracheras, las mismas disputas. Los campesinos seguían sublevándose contra los señores, los intendentes seguían sirviéndose del látigo y el bastón. En las monótonas llanuras había patíbulos, cuerpos abotargados y congelados, cuervos y lobos hambrientos. No habría querido que Agardi viera todo aquello; no podía dejar de pensar en él. Le había despertado el deseo carnal. Lo echaba de menos; a su lado, habría soportado mejor el retorno.

Versta tras versta, al ritmo del galope de dos caballos bayos, se iba acercando a Pskov. Su familia y una gran parte de sus amigos se habían instalado en sus cuarteles de invierno en la ciudad del mariscal Yahontov.

Helena temía el reencuentro. No podía hacerse a la idea de que su hermana estuviese casada, su hermanita pequeña que jugaba con muñecas en el parque de Saratov, su pequeña Vera con el vestido rosa con volantes, que le prometía un amor y una admiración sin límites.

Helena suspiró. ¿Qué iba a descubrir en Pskov? Se levantó el cuello del abrigo de piel sobre las mejillas. El viento no dejaba de soplar con fuerza; no se encontró con ningún obstáculo en ese paisaje llano y blanco, raramente moteado por isbas.

La invadió el miedo cuando vio una larga columna de cosacos y de soldados de infantería que avanzaba a lo largo de la orilla izquierda del río Velikaya. El movimiento circular y sordo de las ruedas de los cañones sobre el hielo, los gritos de los sargentos y los relinchos de los caballos le recordaron que había estado casada con un violento general. Las banderas rojas, aunque heladas, del águila y la corona desaparecieron entre la bruma. No había de qué preocuparse. Un mal presentimiento le acongojó el espíritu. Decidió parar en un hostal y quedarse dos o tres días antes de entrar en Pskov.

El trineo se deslizaba por las calles nevadas de la ciudad, centelleante bajo el cielo adornado con estrellas. Sobre las cúpulas de las iglesias pasaban luces plateadas y los fuegos iluminaban las orillas del Velikaya, en las cuales los mujiks tiraban de sus trineos cargados de mercancía. Se oía el ruido de los knuts azotando las espaldas de los hombres y las groserías de los capataces, que prometían vodka a medianoche. El trineo de Helena se iba cruzando con algún otro trineo entre el ruido de los cascabeles.

– ¡So! -gritó de repente el cochero.

El trineo se paró y Helena escuchó que el hombre le preguntaba a alguien:

– Amigo, ¿sabe dónde está la casa del mariscal Yahontov?

– Todo recto; no tiene pérdida, es la casa más grande y más iluminada de la plaza.

– Muchísimas gracias.

Helena se quitó el abrigo que la cubría y abrió la portezuela.

– ¡Para!

– Pero si todavía no hemos llegado.

– Quiero ir sola. Espérame aquí diez minutos.

– Muy bien, señora.

Helena se alejó del trineo. Sólo oía el crujido de sus pasos sobre la nieve y los latidos de su corazón. Le vinieron a la cabeza todos sus recuerdos, se sumergió en ellos. Sobre todo los malos… El pequeño siervo que había muerto por su culpa, Nicéphore que la azotaba, su madre moribunda, las epidemias, la hambruna…

«Tengo que irme», se dijo a sí misma.

Sin embargo, se sentía atraída como una mariposa nocturna por la luz. Todas las ventanas de la gran mansión de los Yahontov brillaban, cubriendo de oro la nieve y los rostros de los transeúntes.

Dio unos pasos hacia ese espejismo. Le llegó una melodía de violín. Su padre, Vera, sus tíos, sus tías y sus primas estaban detrás de los cristales, entre la gente que celebraba. Avanzó hacia la escalera de entrada.

Vera estaba sentada al lado de su suegro, vestido con uniforme de general. Permanecía distante, lejos de la celebración; ya no escuchaba al viejo Yahontov, que desvariaba sobre las campañas napoleónicas. Delante de ella, las parejas se arremolinaban y mezclaban el aire perfumado de miosotis, jazmín, tabaco y coñac.

– ¿Se la puedo robar, mi general?

Vera levantó la mirada. El hombre era joven, guapo, atrevido. Ella le sonrió. Llevaba desde Navidad haciéndole la corte discretamente.

– Por supuesto, conde Muraviev -respondió el general.

Vera le ofreció la mano al joven oficial, que vestía un uniforme de ulano prusiano. Ella también iba vestida de negro. Se unieron a los invitados. En medio del color pastel de los vestidos de encaje y de la ropa de gala de colores vivos, formaban una extraña pareja; daban un toque de tristeza a la fiesta en honor de la boda de la hija menor de Yahontov con un ayudante de campo del zar.

Vera, indiferente a las habladurías y a las miradas de la gente, se dejó arrastrar hacia el gran bufé ante el cual se habían juntado un buen número de hombres que discutían ávidamente sobre política.

Uno de ellos se quedó helado, rígido como un militar, chascó los talones y levantó el vaso de plata hacia Vera.

– ¡Por la belleza! -dijo.

– ¡Por la belleza! -repitieron sus compañeros, que vaciaron el vaso de vodka de golpe.

Ella les dio las gracias con un movimiento de la cabeza. El conde Muraviev le ofreció una copa de champán a Vera y luego la hizo sonar contra la suya.

– Para la princesa de mi corazón -murmuró.

De todos los que le hacían la corte desde que su esposo había muerto, éste era el más atrevido. Se le había declarado y le había pedido que compartiera su vida con él. Le había ofrecido sus tierras, sus ciudades, sus miles y miles de siervos y de caballos, sus minas de Siberia, pero lo había rechazado.

– ¿Tengo esperanzas? -le susurró una vez más al oído.

Ella se dio la vuelta, molesta. La gente había asaltado el bufé. Se habían lanzado con glotonería sobre las perlas negras de caviar, las anguilas ahumadas, las copas de kissel, el foie-gras francés, las lonchas de perca, el pollo a la caucasiana. El conde le aconsejó que probara la carne de reno; ella no lo oyó. Se llevó la mano a la frente.