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– ¿No se encuentra bien? -preguntó el conde, preocupado.

Vera empujó a los criados encargados del guardarropa y se plantó en la puerta de entrada. En aquel momento sonó la campana. Se precipitó hacia el batiente de la puerta y la abrió.

– ¡Helena!

– ¡Vera!

Las dos hermanas se abrazaron con fuerza, se besaron, se buscaron para reconocerse. A Helena le costó trabajo creer que aquella mujer bella y risueña fuera la niña pequeña que había dejado hacía diez años. Se apartó de ella para contemplarla mejor.

– ¡Estás fantástica!

– ¡Ven! Papá está ahí.

Vera la cogió de la mano. Eran el centro de todas las miradas, que brillaban de curiosidad.

– ¡Es Helena! ¡Helena Blavatski!

– ¡Ah! ¡Diablos! -soltó un general.

Siguió un alboroto. Todos los invitados acudieron a ver a la aventurera, la médium, la invencible princesa que había escapado de la policía del zar. Vera apartó amablemente a los jóvenes audaces que intentaban besar la mano de su hermana. Entraron en un pequeño salón donde estaban jugando a las cartas. Al ver a su hija, el coronel Von Hahn sufrió un shock. Se quedó estupefacto durante unos instantes. Helena se paró en la puerta, aguantándose las lágrimas.

– Mi hija… Mi querida hija.

Se levantó para estrecharla entre sus brazos.

– Padre.

– El Señor me ha escuchado. Ya no esperaba volver a verte. ¡Estás aquí, en nuestra Rusia! De ahora en adelante nada nos podrá separar.

– ¡Oh, padre, soy tan feliz!

Él la cogió de la mano y se la llevó a la sala de baile.

– ¡Mi gloriosa hija Helena ha vuelto! -gritó-. ¡Es un gran día para nuestra familia!

– ¡Que los caballeros del Regimiento Negro corten con el sable cien botellas de champán enseguida! -ordenó bien alto el general Yahontov, a la vez que sacaba el sable para dar ejemplo.

Un hurra hizo temblar hasta las arañas. Los sirvientes trajeron las botellas, que las hojas golpearon con alegría, y el champán que salió salpicó a los invitados. Helena soltó una carcajada franca al ver a todos esos bebedores contentos: ya nada los podía retener. Le ofrecieron una copa, dos, tres, que vació sin pestañear, y un vaso de vodka, que se bebió de un trago.

– ¡Viva Rusia! -proclamó Helena mientras las mujeres seguían su ejemplo.

Un duque entonado intentó arrastrarla a bailar una polca, pero Vera, que la estaba vigilando, se lo impidió tras empujarlo.

– Mi hermana ha dado la vuelta al mundo dos veces. Está un poco cansada. Deje que tome un baño y que se cambie, mi querido duque. Le prometo que bailará con usted antes del alba. Sígueme -le dijo a Helena-, te enseñaré tu habitación.

No les fue fácil escapar de los admiradores que las siguieron hasta el primer piso.

– ¡Éste es tu nido! -dijo Vera abriendo una puerta.

La habitación estaba decorada con un papel de flores azules y parecía el dormitorio de una niña pequeña. Sobre la cama azul acolchada de punto veneciano, había un vestido satén de color lila con reflejos cambiantes.

– Es para ti.

– Para mí… -se asombró Helena-. ¿Cómo sabías que iba a venir?

– Lo supe hace unos quince días… Me visitaste en sueños, y dos veces en pleno día. ¡Te vi como te veo ahora, Helena! Tus apariciones iban precedidas de sonidos de campanas y de cuernos. Me avisaste y me preparé para tu llegada… ¡Y aquí estás, más radiante que nunca, y con más fuerza que nunca!

– ¡Sí, hermanita! He cambiado tanto… ¡He adquirido unas cuantas cicatrices y me he convertido en una gran bruja! Y este vestido de princesa no es para mí. A decir verdad, estoy segura de que te quedará de maravilla. ¿Por qué vas vestida de negro? ¿Para parecerte a las mujeres viejas de la corte?

– Soy viuda.

– ¿Cómo?

– Mataron a Nicolás hace seis meses. Voy de luto, pero no lo amaba, si eso te tranquiliza. Mi suegro está más afectado que yo. Mi esposo tuvo un entierro digno de un zar.

– Pero padre no me dijo nada en las cartas.

– Porque yo se lo pedí.

– ¿Por qué?

– No quería añadir más penas a las pruebas que has tenido que soportar. Los periódicos han contado tantas cosas extraordinarias de ti… Dicen que dirigiste un regimiento austríaco de Húsares de la Muerte y que devastaste regiones enteras en Italia.

– ¡Si hubiera estado en Italia, habría combatido al lado de Garibaldi por la libertad y habría colgado las cabezas de los Húsares de la Muerte de los costados de mi caballo! Dime, me da la impresión de que me ocultas algo.

– ¡No, no!

Vera había respondido demasiado rápido, inquieta. Helena la obligó a mirarla a los ojos.

– ¿Qué es lo que no debo saber y que te turba tanto?

– No me atormentes.

– ¿Vera?

– Piensa lo que quieras, pero no destroces nuestra felicidad. Te esperaré abajo, al lado de padre. Estoy segura de que le darás un inmenso placer si apareces con este vestido de baile.

Helena se quedó pensativa. El horizonte le pareció sombrío.

92

Había acabado por olvidar las preocupaciones que su hermana mostró la noche de su reencuentro. Los meses fueron pasando, apacibles. Su familia le prodigaba muestras de afecto. Y ella estaba serena: su padre había encontrado la felicidad al lado de su nueva esposa, la bella baronesa Von Lange. Pero el tiempo pasaba volando y Helena se aburría soberanamente. Estaba claro: la vida de salón no era para ella. Las pocas sesiones de espiritismo y de magia que daba en Pskov ya no bastaban para animar los largos días. Echaba de menos la acción; se moría por volver a encontrar los caminos del Tíbet y el espíritu de Kut Humi Lal Sing. Tenía que ajustarle las cuentas al Anciano de la Montaña.

Vestida como un cosaco, despeinada por el viento, Helena se dejó embriagar por el galope. El alazán que montaba era rápido y estaba perfectamente adiestrado. Reaccionaba a la mínima presión de los muslos y los talones, a la más ligera tracción de las riendas.

Había dejado atrás Pskov, que quedaba ya lejos. Se reencontró con la naturaleza salvaje liberada por la primavera. Los olores de la tierra encharcada le mandaban mensajes. Galopaba despreocupada. No se dio cuenta de que a lo lejos había un caballero fornido, encorvado sobre el cuello de un caballo robusto, ni de que al final del campo había otro, de pie sobre los estribos, y todavía menos de que la estaban siguiendo a una distancia de cinco tiros de flecha.

De pronto apareció la orilla fangosa de un río. Se trataba todavía del tortuoso Velikaya, que buscaba su camino. Las riberas estaban cubiertas de tiendas blancas. Los transbordadores llevaban a los soldados de un lado a otro de los dos pontones.

Helena sintió la amenaza y cambió de opinión. Su caballo se encabritó. Los cosacos le estaban cortando el camino. Helena, ante los sables desenvainados y los fusiles que la apuntaban, renunció a intentar forzar el paso.

– ¿Qué quieren de mí?

– Síguenos; nuestro general quiere hablar contigo -le dijo el jefe de la escuadra, que tomó las riendas de su caballo.

La llevaron hacia la mayor de las tiendas rodeadas de banderines. La amenaza venía de ese lugar, pero ella no llegó a ponerle rostro al ser maligno que estaba ahí dentro; ni siquiera se lo imaginaba.

– Puedes entrar, te está esperando -dijo el cosaco.

Helena se bajó del caballo, respiró hondo y empujó la piel de oso que escondía la entrada.

– Dichosos los ojos, Helena.

Era imposible. Seguramente despertaría de un momento a otro y saldría de esa espantosa pesadilla. Nicéphore Blavatski, su horrible esposo, estaba delante de ella, con la mano apoyada sobre un bastón con el pomo de plata.