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Helena luchó contra las náuseas y los desvanecimientos que sintió. El monstruo sonrió, enseñando sus dientes amarillos y descarnados. Parecía un maldito que hubiera vuelto del Infierno. Helena tartamudeó:

– Pero yo pensaba… Yo pensaba que…

– Que se me habían comido los gusanos y que mi alma estaba en la parrilla del diablo, ¿es eso lo que pensabas? Pues no, estoy vivo. Hace unos años, después de una larga enfermedad, decidí hacerte creer que estaba muerto. Tu familia también se lo creyó cuando desaparecí en una de mis retiradas armenias. El zar estaba al corriente de ello. Un día, tu padre descubrió la estratagema y te hizo llegar una misiva, que, como todas las demás, fue interceptada por la policía del zar y reescrita por los expertos grafólogos del Ministerio del Interior.

– ¡Maldito seas!

– ¡Ah, ahora te reconozco! Siempre tan tierna. Pero déjame terminar. Sí, mi querida, todo tu correo ha sido leído y seleccionado. Luego me serví de mi influencia con el emperador para meter en cintura al querido Von Hahn y a su familia. Tenemos unos documentos comprometedores para los tuyos, que hemos elaborado nosotros mismos. Es cierto que Alejandro II es liberal, pero teme a los revolucionarios, a todos esos falsos idealistas que han tomado el nombre de nihilistas. Si tu padre no está en la cárcel, es gracias al afecto que siempre te he tenido y a mis excelentes relaciones con el almirante Evfimi Putiatine, el favorito del zar. Resumiendo, ese tonto de Külwein, a quien habíamos dado diez mil rublos de oro, fue el primero en encontrarte en la India y fue quien te anunció mi muerte con una carta intervenida. Todavía me invade el entusiasmo. Lo que me sorprende es tu poca clarividencia. Mi adorable esposa dotada de poderes paranormales no ha descubierto mi presencia en este pequeño mundo de los humanos.

– En el otro tampoco lo habría descubierto. Ya te había extirpado de mi memoria, te había expulsado de mi espíritu, había roto voluntariamente los hilos que me ataban a ti.

– Yo no. He seguido la mayor parte de tus hazañas, y debo decir que me honran.

– ¡Tu honor no era lo que me preocupaba!

– ¡No lo dudo! Sin embargo, sigues llevando mi nombre. Y no me importa que lo hayas manchado, entregándote a esas mascaradas espiritistas ante la nobleza. Dispongo de los medios para hacerte volver a entrar en razón.

Helena apretó los puños; se vio de nuevo desnuda, azotada en la plaza pública, diez años atrás. La historia volvería a empezar.

– No, no, no -precisó él, adivinando sus pensamientos-. No tengo intención de someterte por la fuerza.

– Antes te mataré.

– Me arrepiento de haber utilizado la violencia… Vuelve a vivir conmigo -le dijo de pronto.

– Jamás! Jamás me quedaré encerrada a tu lado.

– Sí, ya lo sé, el Tíbet, los lamas, Buda, las escuelas de magia. Tu búsqueda del más allá. No irás a ninguna parte. Le he pedido al zar que confisque todos tus bienes y que congele tus cuentas. Volverás a disponer de ellas cuando te decidas a tomar de nuevo tu rango de esposa.

– Prefiero vivir en la pobreza antes que servirte según la maldita ley santa y sagrada del matrimonio.

– Esa lengua… ¡Matías!

– ¿Sí, general? -respondió un cosaco que apareció en la tienda.

– Acompañen bajo protección de una buena escolta a mi esposa a casa de su familia en Pskov. Y no lo olvides, mi dulce tesoro… No intentes lanzarte a los caminos de Siberia si no quieres que mande allí a tu padre. No resistiría ni los trabajos forzados ni la dureza del clima.

– Entonces, será mi poder contra el tuyo -sentenció Helena.

93

Helena llevaba catorce meses bajo la vigilancia discreta de los agentes de Nicéphore. Aquel monstruo tenía la esperanza de recuperarla. Ella aguantaba. La amenaza pesaba sobre toda la familia y en especial sobre su padre. Sólo Vera, protegida por el general Yahontov y adulada por los más grandes de la corte imperial, parecía estar fuera del alcance de los chantajes de Nicéphore.

Segura de su posición, Vera tomó la iniciativa de llevar a su hermana a Georgia, a casa de sus abuelos, a los que no habían visto desde hacía años. Salieron de Pskov el 3 de abril de 1860 e iniciaron un largo viaje de tres semanas. Ocho caballeros del regimiento de Von Hahn las escoltaban. Las dos mujeres nunca se les acercaban, excepto por razones de servicio durante las paradas. En la medida de lo posible, ellos las evitaban, pues temían que los embrujaran sólo con su contacto. No pasaba ni un día sin que tuviera lugar alguna manifestación extraña. Los poderes de Helena se reforzaban y no siempre dominaba los efectos. Se oían cantos en lenguas desconocidas, los objetos se desplazaban, los árboles se caían y unos gritos terroríficos acompañaban a los galopes. La valiente Vera escuchaba las explicaciones de su hermana: el contacto con los seres invisibles no entrañaba ningún peligro. También hablaban mucho de amor.

Helena no había ocultado su relación con Agardi.

– Todavía lo amo -le confesó.

– Entonces, ¿por qué no está contigo?

– Porque debo entrar sola en Lhassa después de haberme enfrentado sola a mi enemigo. No quiero que Agardi muera.

– ¿Tan potente es ese Anciano de la Montaña del que tanto hablas?

– Tiene el poder de los demonios del Infierno. Ha retorcido las enseñanzas de las escuelas de magia tibetana y debo vencerlo después de acabar mi propia enseñanza.

– En primer lugar, deberás desembarazarte de Nicéphore.

– Eso ocurrirá muy pronto.

– ¿Cómo piensas conseguirlo?

– Es un secreto, pero me esfuerzo por ello todos los días.

– Por eso te ausentas todas las noches después de la caída del sol y les prohíbes a los soldados que te sigan.

– Entre otros motivos, sí.

– ¿Y adónde vas?

– A un cementerio, cuando hay alguno, o a la orilla de un río, cerca de algún árbol viejo…, donde sienta actuar a las viejas fuerzas.

– Dios es la mayor de las fuerzas. Te bastará entrar en una iglesia y rezar.

– Hace mucho que abandoné el camino de Dios.

Al caer la noche, Helena desapareció discretamente.

Las cruces emergían de la nieve. Por aquí y por allá, había efigies de Cristo y de la Virgen esculpidas sobre las lápidas en las que se leían los nombres de los difuntos. Helena caminaba sobre las tumbas. No se sentía bien al iniciar un ritual semejante. No habría ido allí si Nicéphore no la hubiera privado de libertad de nuevo.

Encontró cinco tumbas frescas, cinco montones de tierra negra rodeados de un muro de nieve. Los habían levantado la víspera o el día anterior. Era exactamente lo que buscaba.

La luna creciente apareció sobre una torre de las murallas de la ciudad. Sus rayos hicieron que los cristales relucieran; las sombras de las cruces se alargaron y las esculturas cobraron vida. Era el momento propicio.

«Todavía están cerca de su cuerpo», se dijo ella dejando correr su espíritu bajo los pequeños túmulos en los que habían metido los ataúdes.

No le gustaba lo que debía hacer. Se quitó las manoplas, deshizo el lazo que ataba la bolsa que llevaba al hombro y cogió la muñeca que había confeccionado la noche de Navidad.

Se colocó en medio de las tumbas. Se puso a escuchar, más abajo, más abajo todavía. Las almas se agitaban; los espectros se despertaban. Todas las noches organizaba un cortejo de muertos; todas las noches continuaba su combate.

– Yo os invoco, escuchadme, os llamo, os llamo para que volváis a la vida. Voy a agujerear el vientre de Nicéphore y vosotros entraréis en sus entrañas.

Había una larga aguja clavada en el vientre de la muñeca. La metió y la sacó varias veces.

– Seguid mi espíritu hasta el suyo. Id más rápido que el viento. Entrad en sus carnes y propagad la infección.

– ¡Qué estás haciendo, desgraciada!