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La voz la sobresaltó.

– ¡Vera!

Se giró. Su hermana tenía las manos unidas. Una bufanda le cubría la parte inferior del rostro. Su mirada atrevida brillaba.

– ¡Lo he oído todo! -exclamó-. ¡Te estás condenando! ¡Dame esa figurita!

– ¡No!

– ¡Dámela! -continuó ella lanzándose sobre su hermana.

Vera se la arrancó y contempló el objeto confeccionado toscamente y que se parecía a un oficial. El rostro de cera, mejor hecho, no dejaba ninguna duda sobre la identidad del sujeto: Nicéphore.

Vera dijo con voz temblorosa:

– Siempre has utilizado tus poderes para hacer el bien y para aliviar los corazones. No te reconozco, Helena -dijo Vera con voz temblorosa.

– ¿Querer destruir a un hombre devoto de la maldad es condenarse? ¿Un hombre que no dudará en enviar a nuestro padre a Siberia si abandono Rusia? Nicéphore es un monstruo. Me ha humillado y me ha violado, como a otras muchas mujeres. Hace ahorcar a centenares de siervos y continúa sembrando el terror por donde quiera que pase. Mi causa es justa. Tan sólo ejerzo la justicia en nombre de todas sus víctimas.

– Le corresponde a Dios juzgar y condenar. Tu esposo tendrá que rendirle cuentas y pagará -dijo Vera apuntando al cielo con la muñeca.

– ¡Devuélvemela! ¡Déjame acabar con mi pasado!

– Te la daré cuando te hayas confesado con el metropolita Isidoro… Mañana mismo.

– Mis pecados me pertenecen, nadie me librará de ellos. Me corresponde a mí borrarlos. Vera… Vera, necesito amor, no la absolución.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

– Vámonos de aquí, te lo ruego. Yo también siento agitarse a los muertos…, y ellos sí que no son portadores de amor.

Vera contempló de nuevo la muñeca. Le pareció mejor quitar la aguja. Cuando lo hizo, se oyó un grito. No era el de un animal.

94

Con la llegada de un tiempo más templado, las llanuras del Don se convirtieron en fango. Hombres y animales se hundían profundamente al intentar avanzar. En voz baja, los hombres farfullaban maldiciones contra el general, que había ordenado a los regimientos que caminaran de noche. La columna de fuego se extendía varios kilómetros. Los caballos que arrastraban los cañones quedaban retrasados. El propio Nicéphore Blavatski se quedó en la retaguardia para fustigar a los caballos y ayudar a los artilleros a deshacerse de los ejes.

– ¡Vamos, coraje! ¡Sois los mejores soldados de Rusia! -les gritó.

Los entrenaba con dureza ante la perspectiva de una guerra que no se declaraba jamás. Todavía había que pacificar el Cáucaso y conquistar el centro de Asia, pero Alejandro II consideraba a Blavatski demasiado viejo para aumentar el territorio del Imperio. El tiempo del jefe de los cosacos había pasado. No obstante, le quedaba una guerra que ganar: la que sostenía contra Helena, su «querida» esposa.

Sus espías le hacían llegar informes sobre los movimientos y las actuaciones de la princesa rebelde. No había nada especialmente alarmante en ellos. Seguía jugando a la hechicera junto a su hermana Vera.

Habían conseguido desatascar los cañones. Nicéphore volvió a subirse al caballo. Un dolor terrible en el vientre le hizo soltar las riendas. Un fuego se propagaba por sus entrañas. Vio entonces a los fantasmas a su alrededor, con las bocas deformadas por las maldiciones, con la mirada muerta.

Después, la nada. Y se cayó del caballo.

95

Helena había renunciado a matar a Nicéphore. Había decidido dejarlo en manos del destino. Su viejo esposo no sufriría por su culpa. Tan sólo la naturaleza se ocuparía de él.

A finales de año, las dos hermanas se establecieron en la antigua Cólquida, a orillas del mar Negro. Los habitantes del Puente Euxino y los del cercano Elbrouz vivían como salvajes. La religión no había suavizado las costumbres. Bebían y mataban. Los caminos y las carreteras, infestados de bandidos, escapaban al control de la Administración rusa. Pero el país era magnífico, hecho de contrastes y virgen en buena parte. Helena se sentía tan bien que compró una casita en la ciudad de Ozurgeti.

Muy pronto, Vera se cansó de esa pequeña ciudad militar que encerraba el valle del país en el que no se moría nunca. Era un hecho: más de mil centenarios vivían en ese lugar. A Helena le interesaba el enigma de su longevidad, y frecuentaba a magos armenios, hechiceros persas y curanderos que buscaban el secreto de la vida eterna. Pero a Vera no le interesaba en absoluto.

Ésta se moría de aburrimiento al escuchar todas las noches a la orquesta militar de la guarnición. Los nobles de la religión la acosaban. Incultos y groseros, sólo pensaban en sus rebaños, en sus bosques y en los criados de los establos. Una noche le comunicó a Helena su intención de volver a casa de su suegro, para ir después a la corte de San Petersburgo.

– ¡Ven conmigo! ¡Aquí no tienes nada que ganar!

– No, he encontrado la paz en este valle. Cuando llegue el momento, retomaré mi camino hacia el Tíbet -respondió con calma su hermana.

– Ese momento no llegará jamás. Tu marido es inmortal.

– Entonces, realizaré mi ideal en mi próxima vida. Vete rápido, hermanita, vete rápido. Tu período de duelo se acaba. Recuperarás el derecho al amor, te casarás enseguida.

– ¿Qué dices?

– Te vas a volver a casar con un hombre que todavía no se te ha declarado.

– ¿De verdad?

– Antes del verano que viene.

– ¡Oh! -exclamó Vera, y le dio un sonoro beso en la mejilla a su hermana.

Vera se marchó a las grandes ciudades civilizadas en busca del amor, con el corazón aliviado y la conciencia tranquila, dejándole a su hermana doscientos cincuenta rublos en oro y prometiéndole otros mil. Helena no sufría por la soledad.

Dos criados pagados por Vera se habían quedado a su servicio. Y ella continuaba con sus experiencias sobre la vida y la muerte. Ella misma también tenía adeptos, en concreto las esposas de los oficiales y de los suboficiales de la guarnición, que la visitaban regularmente.

El bora soplaba muy fuerte. Uno solo de sus gritos en las gargantas de alrededor tenía el poder mágico suficiente para sumir al valle en la más absoluta de las desgracias. Ese temido viento despertaba demasiados maleficios y tinieblas. Volvía locos a los hombres y a los animales. Desde su llegada, había habido tres asesinatos y dos suicidios en la ciudad. En el exterior de las murallas, todavía era peor.

Una familia entera de campesinos había muerto masacrada, los rebaños no dejaban de mermar, habían encontrado a un pope colgado en un árbol y la mitad de un pueblo había sucumbido a las llamas. Entonces, organizaron procesiones, pero al bora, que levantaba un gran oleaje en el mar Negro y partía al asalto de las nieves eternas, le daba igual el agua bendita que los creyentes derramaban sobre los caminos y en las habitaciones. Corría, se metía por todas partes, incluso dentro de las tumbas, y resucitaba los viejos miedos y a los muertos.

Helena lo escuchaba violar su casa, orientada al este como los cañones del fuerte de Ozurgeti. Se había pasado el día con Mijkayeva, una joven maga sanadora, aprendiendo recetas medicinales. Mijkayeva debía su fama a su conocimiento de las plantas y a su don excepcional de clarividencia, que se manifestaba repentinamente a cualquier hora del día o de la noche. Había sufrido una crisis de ausencia mientras le explicaba a Helena cómo preparar una poción estimulante con fumaria, pensamientos salvajes y tréboles botánicos. Había empezado a decir incoherencias a la vez que maldecía al viento. Después había sujetado a Helena por la muñeca.

– Debes enfrentarte a la muerte. Es el precio de la libertad… ¡Quémala! El bora disipará el humo y pasarás la prueba. ¡Quema esa cosa que hay dentro de ti!

– ¿El qué?

La sanadora se tomó su tiempo para responder. Al final, consiguió ver con claridad: