– El muñeco que parece un soldado.
Helena pegó un respingo. El terror se reflejó en su mirada. Quemar el muñeco era un acto brutal e irremediable que podía volverse contra ella.
– Sí, debes quemarlo y afrontar la muerte -repitió Mijkayeva.
Helena tenía miedo. Durante toda la noche, había estado dando vueltas antes de decidirse a actuar. Había enviado a las dos criadas a su casa. Vera había guardado el muñeco bajo una pila de ropa. Tenía un aura maléfica. Cuando Helena se acercó, la intensidad de las ráfagas del bora aumentó. La incitaba a coger el muñeco. Los cimientos de la casa crujieron. También la empujaba a actuar. Las fuerzas invisibles se unían y la exhortaban a recuperar su libertad.
La libertad y la muerte.
Helena pensó en el Tíbet y agarró con brusquedad el muñeco. Corrió hasta la chimenea del salón, donde ardían los troncos. Sin dudar ni un segundo, lanzó la representación de su esposo a las llamas. Una luz blanca, imposible de mirar, iluminó el salón. El muñeco se consumía con un destello.
– ¡Ah!
Helena se llevó la mano al hombro, encima del corazón. Un fuerte dolor le impedía respirar, como si acabaran de apuñalarla. El dolor se acentuó. Se desató los primeros botones del corsé y se quitó la camisa. Su antigua cicatriz supuraba; esa herida había estado a punto de matarla en Texas. Helena volvió a verse delante del comanche que le había disparado la flecha.
La herida se abría sin remedio. Y debía afrontar ese dolor sola, sin que Agardi la cubriera de besos y cerrara la herida para siempre. Helena pensaba en él con intensidad, en su amor. Lamentaba su ausencia y se arrepentía de haberse alejado tan bruscamente de ese hombre. ¿Cómo había llegado a ese punto después de haber esperado tanto la muerte de Nicéphore? Se le hizo un nudo en la garganta por la desesperación; el dolor aumentó violentamente. La habitación empezó a dar vueltas… y más vueltas.
Las criadas la encontraron tendida, agonizando en el umbral de la puerta. Helena sufría el martirio. El médico militar que habían llamado para atenderla se vio sobrepasado por la gravedad de su mal. Accedió a la voluntad de Helena, que reclamaba a Mijkayeva. La sanadora usó todo su poder y las mejores recetas de su farmacopea, pero enseguida entendió lo grave que era su enfermedad y que no podía curarla. Helena había perdido el conocimiento y ninguna pócima podía hacerle recuperar la conciencia.
– Está en coma -constató el médico.
– Dios la mantiene con vida -le corrigió Mijkayeva.
– Deberíamos llamar al pope -dijo una criada.
– No es propio de ella arrepentirse de sus pecados.
Se volvieron hacia la segunda criada, que acababa de hablar y apretaba su rosario hasta romper las cuentas.
– Rezo por ella -susurró-. Ya oye el bora… ¡Escúchelo! ¡Es el aliento del diablo!
– ¡Cállate! -respondió el médico antes de dirigirse a la sanadora-. ¿Qué piensas? No puedo hacer nada por ella.
– La fiebre acabará con su vida. Puedo mantenerla viva tres o cuatro días. No más.
– ¿Cómo piensas conseguirlo? -preguntó él.
– Tengo una droga que ralentizará su corazón y el avance del veneno en su sangre.
– ¿Y después? -insistió el médico.
– Hay que enviarla a Tiflis.
– ¡A Tiflis! ¡No lo conseguirá jamás!
– La carta final de su destino se juega en Tiflis. Tiene que creerme, capitán. Allí, la muerte puede perder la partida.
– ¿En qué te basas para decir una cosa semejante?
– ¡En mis visiones!
– ¡En tus visiones! ¡Soy un hombre realista! ¡No quiero ser el hazmerreír de la guarnición!
– Si no lo hace, será el responsable de su muerte. No tiene otra opción. Dé las órdenes necesarias para que se la lleven. Voy a preparar su medicina.
En diligencia, no habría aguantado ni un día. El médico se había decidido a enviarla hasta Koutais por el río. Desde allí, Tiflis quedaba a menos de dos horas.
Bajo la vigilancia del responsable de la guarnición y de seis barqueros, la tumbaron en el fondo de una gran barcaza. La primera noche, cuando remaban a la luz de las antorchas, los barqueros la dieron por muerta y quisieron huir cuando el doble pálido de Helena se deslizó en la estela de la embarcación. El viejo intendente puso orden y los mantuvo en la bancada hasta Koutais. Finalmente, llegaron a Tiflis.
Cuando Helena llegó al palacio Fadéiev, salió del coma y empezó a delirar. La vidente estaba a punto de fallecer, y la familia llamó enseguida al mejor cirujano de la región. Después de unos días, y tras cauterizar la herida y controlar la infección, consiguió salvarla.
La debilidad resultante de la infección fue extrema. Por tres meses, Helena luchó para recobrar la salud. Durante ese período, el general Blavatsky la visitó arrepentido y la colmó de regalos. Le propuso olvidar el pasado y retomar la vida en común.
Al cabo de cuatro días, después de violentas peleas, tuvo que rendirse a la evidencia. Helena no volvería jamás al hogar. En esa ocasión claudicó, dándose por vencido.
– Bueno, haz lo que te parezca mejor. Si vuelves a sentir ganas de ir al Tíbet, ¡hazlo! No te impediré cruzar las fronteras.
Por primera vez, sonrió a ese hombre al que tanto había odiado.
96
Después de haber insultado al Papa y de haber hecho que lo expulsaran de Roma, había cruzado cinco fronteras para evitar el Imperio austrohúngaro, donde su cabeza seguía teniendo precio. Y, a lo largo de ese viaje, el mismo pensamiento le traspasaba el corazón, un pensamiento terrible que le hacía pensar en el suicidio: «¿Y si ella se ha enamorado de otro hombre?». Pero era una idea que lo asustaba tanto que Agardi procuraba alejarla violentamente de lo más oscuro de su alma. Después de haber tenido a tantas mujeres, ahora sólo estaba ella. Su propia esposa, Teresina, acababa de morir de una tisis pulmonar.
Agardi quería volver a ver a Helena y conocer la verdad.
Recorrió San Petersburgo, Moscú, Yekaterinoslav, el Volga y Ucrania, y acabó por encontrar las huellas de la mujer a la que amaba después de llamar a todas las puertas de los grandes de Rusia. Helena estaba en Tiflis.
Agotó a dos caballos para llegar lo antes posible hasta allí. Y cuando arribó a la ciudad de los Fadéiev, no le quedaba ni una moneda, se moría de hambre y estaba delirante y ansioso.
El cielo de Tiflis estaba pálido y cargado todavía del frío del invierno, pero a Helena, que iba recuperándose lentamente de su enfermedad, le bastaba esa primavera tímida para ser feliz. Se pasaba largas horas estudiando mapas de Oriente y trazando itinerarios a lápiz.
Todas esas rutas grises sobre las llanuras blancas de Siberia llevaban al Tíbet. ¿Tendría la fuerza necesaria para escalar los peldaños del Himalaya después de haberse enfrentado al desierto de Gobi? Se entrenaba todos los días caminando por el exterior de la ciudad. Muy pronto, volvería a poner el pie en el estribo…
Todas las mañanas también, bajo la mirada severa de una anciana dama contratada por su abuelo, el príncipe Fadéiev, Helena salía de las cuadras y paseaba por la gran arboleda de tilos que conducía hasta la reja de hierro forjado en la que dos águilas coronadas entrelazaban sus garras.
Se negó a subir en la briska que le habían preparado para sus paseos.
– Sigo sin querer subirme a su calesa, señor Strogiev -le dijo al cochero, que se desesperaba por no cumplir las órdenes de sus señores.
– Se caerá y tendremos que meterla bajo tierra con los espectros a los que tanto quiere -dijo la vieja dama con aire afectado.
Aquella mujer, que se limitaba siempre a los «modérese», «tenga cuidado», «sus abuelos se preocupan», acababa de dar un paso más. Ahora la anciana dejaba ver su verdadera naturaleza.
Helena se volvió hacia ella.
– Ya veremos quién de las dos se irá la primera, señorita Krivalov. ¿No nota ese olor a azufre? ¿Está usted en paz con Dios? El diablo ronda por aquí y le va a estirar los pies. Huela el azufre, señorita -repitió Helena olisqueando el aire.