La dama no pudo evitar olisquearlo. Se sintió desfallecer y se llevó la mano al corazón. Percibía el olor, ese olor especial del Infierno que guardaba en su memoria desde que le habían enseñado la existencia del diablo y de sus legiones. Se lo habían hecho oler cuando era una niña y la obligaban a arrepentirse delante de la cruz.
– ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -dijo santiguándose-. Tú lo has hecho venir. ¡Estás maldita! ¡Tienes tratos con él! ¡Lo sé desde hace mucho!
Ahora la tuteaba. ¡Qué desvergonzada! La anciana se levantó con su cara de virgen marchita, enmarcada por un tocado de puntilla negra adornado con perlas, y buscó la salvación en el Cielo. Helena se fue, entonces, a paso rápido, dejándola a merced de ese cielo pálido. La señorita Krivalov se repuso y continuó reprendiéndola, ahogándose entre maldiciones.
– ¡Vuelve! ¡Espérame! ¡Voy a llevarte a la iglesia!
– ¡No me llevarás a ninguna parte! -le espetó Helena acelerando el paso.
– Debes confesarte con el pope Gregory. ¡Miserable, vuelve aquí! ¡Se lo voy a contar todo a tu abuelo!
Helena continuó su marcha. Dobló en la esquina de un camino y se puso a correr.
Tiflis revivía. La primavera había hecho volver las caravanas de las lejanas regiones de Asia y de Oriente Medio, de Europa y del norte de África. Como la ciudad se encontraba en el cruce de las rutas de mercaderes, era una etapa segura antes de Odessa y después de Samarkanda. El barrio de negocios estaba en plena efervescencia bajo la custodia de trescientos soldados y de una cincuentena de policías. Las prostitutas ofrecían sus encantos en las tabernas y en los burdeles. Circulaba mucho dinero en ese punto de encuentro del comercio. Tenía siete entradas. Helena entró por la puerta de los Cuatro Vientos en compañía de un grupo de burgueses rusos de la corporación de los tapiceros. Había conseguido escapar del asedio de la señorita Krivalov. Pero la vieja gobernanta no tardaría en acudir a ese lugar que odiaba. Krivalov nunca soltaba a una presa. Sin embargo, le costaría encontrar a su «protegida».
En la efervescencia de ese barrio coloreado, Helena volvió a sentir el gusto por la vida. El olor de las especias y de los perfumes la embriagaba, y la mezcla de lenguas le recordaba sus viajes y la invitaba a marcharse. Los hombres olían muy fuerte. Muchos iban armados. Guardaban sus preciosos cargamentos y sólo enseñaban lo esencial. A veces, se veía alguna esmeralda en la palma de una mano, un pedazo de seda brillaba en la esquina de una mesa. Una capa de azafrán cubría de rojo un dedo.
– ¡Tengo otros mil!
Helena se sentía aturdida. Un rubí en bruto tan grande como una nuez. El hombre se lo había puesto debajo de la nariz, agarrándolo con el pulgar y el índice.
– Vienen de Siam…
Helena ya no lo escuchaba. Un pensamiento amigo captaba su atención. Era algo más que amistad… ¿Amor, tal vez? Sí, amor.
– Agardi -susurró ella uniendo las dos manos sobre el pecho.
Estaba subido a una pila de cajas. En cuanto levantó la cabeza, se puso a cantar en francés y su voz de bajo se impuso al bullicio:
– ¡Agardi! -gritó ella.
Él le envió un beso y continuó cantando. La gente se había arremolinado al pie de las cajas para escucharlo.
Acércate, bella mía.
Arrancó un aplauso al público y lo saludó antes de saltar. Helena lo recibió entre sus brazos. Ya ni se acordaba de su herida. Estaba exultante. Haber recuperado el amor le daba una fuerza extraordinaria.
Buscó los labios de Agardi. Se besaron sin reservas, fogosos, sin preocuparse de la multitud que los rodeaba y los animaba con la mirada.
– ¡Eres una vergüenza, Helena Petrovna! ¡Has traído la vergüenza a tu familia!
– ¿Quién es esa loca? -preguntó Agardi mientras contemplaba estupefacto a la anciana que acababa de aparecer entre dos montañas de rollos de cachemira.
– Mi enfermera.
La señorita Krivalov se dirigió hacia ellos, furiosa. Tenía alas, como a los quince años. Dios la empujaba a destapar el mal allá donde estuviera. Se lanzó sacando las garras hacia la pareja maldita, enrojecida por la cólera. ¡Un verdadero demonio! La falta pública de Helena manchaba su fama. ¿Quién era ese hombre con pinta de embaucador que agarraba a la princesa por la cintura? Un tentador, un enviado de Satán que exhalaba estupro y lujuria. Miró fijamente a Agardi con sus pequeños ojos llenos de odio. Representaba a los Fadéiev y a los buenos cristianos; con ese título ejecutaría la justicia.
– ¡Viciosos!
Agardi y Helena le plantaron cara. No tuvo tiempo de separarlos. La empujaron tan violentamente que se cayó. Se oyeron exclamaciones de ofensa y risas. Los burgueses estaban escandalizados, pero le dieron la espalda. No querían tener problemas con los Fadéiev, y todavía menos con la maga Blavatski.
Incluso hicieron la vista gorda cuando una georgiana escupió sobre la señorita Krivalov.
Helena y Agardi desaparecieron. Llegaron al corazón de la ciudad y encontraron refugio en la iglesia de San Basilio. Algunos fieles hechos un ovillo delante de los iconos rezaban. Helena y Agardi se quedaron aparte, resguardados en la sombra de una capilla desierta.
– Te he buscado por todas partes, mi amor: en San Petersburgo, en Moscú. Encontré tu rastro en Yekaterinoslav y llegué a Tiflis hace dos días. Tenía miedo, mi amor, tanto que no me he atrevido a abordarte cuando te he visto.
– ¿Miedo de qué, amor mío?
– De que ya no me quieras, de que tu corazón pertenezca a algún otro.
Ella le agarró muy fuerte la mano.
– Te esperaba. Estabas en todos mis pensamientos. Debería haber acudido a tu encuentro, recorrer la mitad del camino, pero la suerte lo decidió de otro modo. Has estado a punto de no verme más: he rozado la muerte y debo dar gracias a los dioses por mantenerme con vida. Estoy feliz, Agardi, y siento deseos de gritar mi felicidad por toda la ciudad… Ah, mi amor, has debido de soportar mil sufrimientos para llegar hasta aquí. Pareces muy cansado.
– Hace dos días que no como y que duermo al raso. No me queda ni una moneda. Pensaba vender mi caballo hoy.
– Tus problemas han acabado, mi amor…
Juntaron sus manos y oraron tomando como testigos a los iconos. Entonces, Helena añadió:
– Te llevaré al Tíbet.
97
No se había llevado a Agardi con ella. Y el Tíbet seguía estando lejos. La acompañaban dos kirguizos ariscos. Helena los había contratado en el pueblo de Kialouch. Sabían cazar un poco y luchaban bien. No pedía más. Encendieron el fuego para la noche y escucharon a los lobos gritando en la lejanía. Al día siguiente, iniciarían el último ascenso.
Agardi… El cantante no era más que un recuerdo desastroso. Tras conseguir que lo contrataran en la Ópera Italiana de Tiflis, Agardi se había impuesto a los Fadéiev para instalarse en el palacio con Helena. Al aceptar públicamente su relación, habían firmado su sentencia de muerte. Nadie había olvidado que Helena estaba casada. La vieja Krivalov hizo correr el rumor de que la joven y Agardi se habían casado en secreto, lo que hizo estallar un escándalo sin precedentes. Helena, acusada de bigamia, se vio obligada a dejar precipitadamente la ciudad.
Habría querido quemar todos sus malos recuerdos en el fuego chisporroteante. Se volvió a ver con su amante en Kiev, donde la recibió el príncipe Dundukov-Korsakov, gobernador de Ucrania y amigo de su padre. El príncipe los había instalado en un apartamento frente a Santa Sofía y había hecho que contrataran a Agardi en el Gran Teatro Lírico. Hizo maravillas en dos óperas: la Rusalka, de Alexander Daromikij, y Morir por el zar, de Mijail Glinka, pero no pudo interpretar correctamente el papel del mago Finn en Ruslán y Liudmila. El príncipe Dundukov se lo reprochó públicamente.