Para vengar a su amante, Helena escribió un panfleto contra el príncipe. Distribuido clandestinamente, en el texto se tachaba a Dundukov de corto de luces, falso erudito y otras lindezas deshonrosas que hicieron reír a todos los notables de Kiev. Cuando el príncipe se enteró de que la autora de ese texto infame era su protegida, le pidió que se fuera.
Apartada de la sociedad, la pareja se resquebrajó entre disputas y vagabundeos. Los desencuentros se acumulaban. La luna de miel se acababa. Intentaron incluso sacar adelante una tienda de flores, pero sin éxito. La aventurera y el cantante se revelaron como unos comerciantes penosos. Tuvieron que cerrar la tienda. Su amor se había marchitado.
Cuando le anunció que la Ópera Italiana de El Cairo le había contratado, ella aprovechó la oportunidad para librarse definitivamente de su amante. La ruptura fue amarga para Agardi, que le dedicó unas palabras muy duras; ella no intentó ocultar su alivio, embargada por las ansias de libertad.
Había retomado su camino: cruzó los Urales, recorrió las estepas y se adentró en los desiertos de Karakorum. Agardi no era más que un minúsculo punto en su memoria. En Samarkanda, había encontrado a los dos kirguizos. Los tres habían seguido la antigua ruta de la seda, habían escalado los Pamires y habían llegado a la frontera norte del Gran Tíbet. Un solo puerto, con una altura de cinco mil metros, los separaba ahora del país de los lamas.
Llevaban horas escalando. China quedaba poco a poco tras ellos. A pesar de la altitud, se morían de calor por el esfuerzo y por tener que arrastrar a sus camellos de las riendas. Les faltaba el aire en los pulmones. El cielo los cegaba. El hambre los atormentaba, pero avanzaban con corazón valeroso. Al ver las ruinas cubiertas de inscripciones chinas y tibetanas que señalaban la cima de la cordillera, apresuraron el paso.
– ¡La frontera! -exclamó Helena.
No había guardias. Nunca los había habido. Los esqueletos atrapados en la nieve extendían sus manos sin carne hacia los picos relumbrantes.
– No murieron de frío -dijo un kirguizo señalando las marcas de sus cráneos.
Llevaban allí mucho tiempo…, mucho tiempo, y, sin embargo, la amenaza persistía. Hacía cuatro días que Helena la sentía.
– Tenemos que estar en guardia -dijo ella.
Los kirguizos olisquearon el aire.
– Nadie viene aquí desde el inicio de la primavera -dijo uno de ellos-. No corremos ningún peligro.
– Siento algo.
– Entonces, no es humano.
Él sintió un escalofrío, había creído que ella no volvería jamás. La mujer había despertado las fuerzas de las tinieblas. Los ojos de los demonios llevaban cuatro días brillando. Los monjes estaban reunidos en torno a las estatuas, rezaban y reforzaban su poder. El Anciano de la Montaña se preparaba para recibir a la maga blanca. Esa vez, no saldría viva del Tíbet.
– Preparad el Gran Círculo -ordenó a sus monjes-. Vamos a abrir la puerta de los infiernos.
98
Los kirguizos la acompañaron hasta la ciudad de Kashgar, en la que convergían todos los mercaderes de armas y de ganado. Su misión terminaba ahí. Helena estaba en el Tíbet. La abandonaron y retomaron el camino a los Pamires.
Helena compró un poni tangut y provisiones para el verano y el otoño antes de iniciar su viaje hacia el sur. No podía equivocarse de dirección. Una nube negra en forma de lanza se había formado en el cielo. Apuntaba hacia Kang Rimpoche. Reconoció el signo del Anciano de la Montaña. Muy pronto se enfrentaría a él.
El gran chorten se alzaba entre nueve colonias de granito. No había visto nada parecido desde su llegada al Tíbet. Acababa en una cúpula de color negro tan denso que absorbía la luz del sol. Con la esperanza de hacer méritos, unos cincuenta peregrinos de camino a Lhassa daban vueltas alrededor del monumento y se arrodillaban cada tres pasos para tocar la tierra con su frente. Entre ellos había un joven vestido con ropa de color azafrán. Provisto de un largo bastón en espiral pintado de rojo y amarillo, golpeaba el suelo mientras recitaba un mantra. Se detuvo y le hizo una señal a la viajera para que no siguiera avanzando. Él le señaló el cielo.
– Aquí debe cumplirse todo -dijo en tibetano.
Helena se bajó del poni. Se quedó paralizada contemplando la nube negra que bajaba rápidamente. Los peregrinos también la vieron y se asustaron. Se separaron y desaparecieron en el bosque de abetos.
El joven acudió al encuentro de Helena.
– El conocimiento supremo debe pagarse a un alto precio. Has venido a ser iniciada en la doctrina del Sendero Directo y en nuestra magia; todo para liberar a tu espíritu de la ilusión y a tu corazón del mal. Yo soy el que te llevará al nirvana; he sido el maestro de Kout Houmi Lal Sing.
– Eso es imposible, no tienes ni veinte años.
– No te fíes de las apariencias. Soy más viejo que el hombre que desciende del suelo. Me verás tal y como soy cuando consigas vencer al demonio -dijo señalando la nube que tocaba la cima del chorten-. Voy a entrar en ti. No te resistas.
– ¿Quién me dice que no eres una criatura del Anciano de la Montaña?
– Fíate de tu corazón.
Ella se abrió. Sintió la bondad del ser que estaba delante de ella y la maléfica presencia de su enemigo sobre el chorten.
La nube se había tragado el chorten. Era una noche de locura, llena de gritos y brasas. Helena estaba desconcertada, pero no sentía ningún espanto. Todavía no. El joven monje le transmitía una fuerza extraordinaria y poderes cuyo alcance no podía medir. También sintió la conciencia de Kut Humi y supo que se había reencarnado en la tierra. Era un niño, un Buda ya. Sin embargo, la sensación de bienestar y de invulnerabilidad no duró más.
Con la magia de procesos innombrables, el Anciano de la Montaña la había conducido hasta el umbral de los infiernos. No tenía noción del tiempo. Su memoria había desaparecido. ¿En qué momento estaba? ¿Había vuelto a los sótanos encantados de su infancia? ¿Estaba en los oscuros bosques de Canadá o bien en Egipto, en la tumba de los faraones?
¿Dónde estaba?
Veía carnicerías, oía gritos, el rugido de la tormenta. Avanzó por aquel universo. El fuego, que estaba por todas partes, quemaba a gente que caminaba entre gemidos hacia la puerta de los infiernos.
– Nunca conocerán el nirvana, y tú tampoco -rugió una voz.
Lo vio… y lo reconoció. El Anciano había aparecido rodeado de llamas, en el centro de un remolino infernal de demonios.
– Prueba tu pena futura -dijo tendiendo su brazo descarnado hacia ella.
Helena no tuvo fuerzas para gritar. No era más que una muñeca de trapo, llena de caos, con todas las percepciones aniquiladas, violada, vibrando por la tortura hasta lo más recóndito del alma. Sólo recordaba un nombre.
– ¡Kut Humi! -gritó.
Durante unos segundos tuvo una sensación de ligereza, como si fuera un pájaro que volaba en el cielo inmenso y radiante del Tíbet hacia el sol purificador.
– ¡Eres mía! Kut Humi todavía no es consciente de su regreso -dijo el Anciano.
El brazo descarnado se alargó y se hundió en el pecho de Helena. El dolor le hizo gritar. Se le pusieron los ojos en blanco. La noche roja de una efervescencia indescriptible iluminaba a los demonios que avanzaban. Una música estridente y los truenos servían de acompañamiento a sus gritos. Un olor asqueroso provenía del caldero, pero, por encima de todo, predominaba el olor de la carne calcinada.