Al pensar en que iba a verlo otra vez, a Molly se le encogió el estómago de emoción, de pánico y de miedo. Tendría que arriesgarlo todo al poner la vida de su padre y el futuro de su familia en manos de Hunter.
Molly sabía que podía ir y volver a Albany en el mismo día. Tres horas de ida, tres horas de vuelta. Podía hacerlo, sí, pero primero había ido a casa a ponerse ropa cómoda para conducir y a reunir valor. A solas en la habitación de invitados, donde se había instalado hasta que decidiera dónde quería vivir permanentemente, metió unas cuantas cosas en la bolsa de viaje por si acaso tenía que quedarse a dormir en un hotel.
En aquel momento, veía la ironía de su situación. Durante el último año sólo había pensado en encajar en aquella casa. Había dado paso tras paso para ganarse la confianza de sus dos hermanas y de la abuela, que se había hecho cargo de la familia desde que había muerto la esposa de su padre, nueve años antes. Y después de todo el esfuerzo, era ella quien debía conseguir que pudieran seguir juntos llamando a Daniel Hunter.
Respiró profundamente y se dispuso a bajar las escaleras.
Casi había llegado a la puerta cuando oyó hablar a su hermana Jessie.
– A mi padre lo han arrestado por asesinato. Eso es maravilloso para mi vida social.
Molly miró al cielo con resignación. Jessie tenía quince años. Era adolescente. La ira y el drama eran reacciones típicas ante el menor cambio que se produjera en la vida de su hermana.
A aquella edad, Molly llevaba años valiéndose por sí misma y no había tenido tiempo de permitirse rabietas. Al haber sido siempre una adulta, no tenía la capacidad de ponerse en el lugar de Jessie. Y como Jessie no la aceptaba, Molly se encontraba en punto muerto con ella.
– Eres una niña mimada -le dijo Robin, su otra hermana, que tenía veinte años.
Como Molly, Robin también había llegado a la edad adulta anticipadamente. Su madre había muerto, y la madre de Molly había estado siempre ausente. Robin le caía muy bien, y no sólo porque la hubiera aceptado sin condiciones, sino porque era buena persona. En el mundo de Molly no había mucha gente a la que pudiera describir así.
Molly había pensado ponerse en camino sin dar explicaciones, pero se dio cuenta de que debía decirles que iba a estar fuera durante el resto del día, y posiblemente la noche. Aunque aún no estaba acostumbrada a vivir en una casa con otras personas, donde las idas y venidas eran examinadas, había estado intentando acostumbrarse a ello.
Caminó hacia el despacho de su padre, donde se había reunido el resto de su familia.
– Cállate -le dijo Jessie a su hermana. Nunca se rendía sin pelear-. Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer.
– Pero yo sí.
Molly sonrió al oír hablar a Edna Addams en un tono firme y autoritario, que explicaba por qué se la conocía más como la comandante que como la abuela. Ella era la madre del general, lo cual la convertía también en abuela de Molly.
Molly entró por la puerta al mismo tiempo que Edna daba dos golpes con el bastón en el suelo para llamar la atención de todo el mundo.
La comandante se puso en pie en el centro de la habitación, mirando a su nieta más joven.
– Y te sugiero que dejes de preocuparte por ti misma y pienses más en la situación de tu padre.
– Yo no quería decir que no me preocupara papá -dijo Jessie, a quien inmediatamente se le llenaron los ojos de lágrimas.
Edna se acercó a su nieta y le acarició el pelo largo, castaño.
– Sé que te importa tu padre, pero como ya te he dicho más veces, necesitarías una señal de ceda al paso entre el cerebro y la boca, para poder pensar antes de hablar.
Molly asintió, aplaudiendo en silencio las palabras de su abuela.
– Intentemos concentrarnos en lo que es importante, que es ayudar a papá -sugirió al entrar en la habitación.
Jessie se volvió hacia ella bruscamente.
– ¿Papá? -le preguntó. Se le habían secado las lágrimas y su tono era de sarcasmo e ira, como de costumbre cuando se dirigía a Molly-. Eso es gracioso, porque tú no lo conocías hasta hace poco. Es nuestro padre, no el tuyo.
– ¡Jessie! -gritaron Edna y Robin al unísono.
A Molly se le encogió el corazón, y casi inmediatamente comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Era el comienzo de una de las migrañas contra las que había luchado desde niña.
Pese a que estaba acostumbrada a los estallidos de furia de Jessie, el maltrato verbal de la adolescente le dolía. ¿Era demasiado pedir que su familia la aceptara? Estaba cansada de aguantar las tonterías de su hermana, pero, por respeto a su padre y por la paz familiar, se mordía la lengua. Esperaba que, de ese modo, Jessie reaccionara positivamente hacia ella, pero hasta el momento no había tenido suerte.
– Discúlpate -le dijo Robin, con las manos en las caderas-. Lo digo en serio -insistió, al ver que su hermana se quedaba callada.
Jessie miró a su abuela en busca de apoyo.
Sin embargo, la anciana negó con la cabeza y le ordenó a su nieta que obedeciera.
– Ahora -le dijo.
Jessie emitió un sonoro gruñido.
– ¡Siempre os ponéis de su parte! -exclamó con un sollozo. Después, entre aspavientos, dio una patada en el suelo y salió airadamente de la habitación.
– ¡Llorona! ¡Llorona! -dijo Ollie, el guacamayo de Edna, desde su jaula, al otro lado del despacho.
El animal tenía que hacer patente su presencia justo en aquel momento, pensó Molly. Al menos, parecía que Jessie ya se había alejado por el pasillo y no lo había oído.
– No te preocupes -le dijo Edna a su mascota. Después se volvió hacia Molly y Robin-. Yo hablaré con Jessie. No puede tratarte de ese modo.
– No, déjala -dijo Molly, fingiendo que aquel comportamiento no la había afectado.
– Sólo si prometes que no le vas a hacer caso. Algunas veces, Jessie se comporta como una adulta, y otras veces como si tuviera tres años -dijo Robin; se acercó a Molly y le puso la mano en el hombro para reconfortarla.
– Es cierto -dijo Molly con una risa forzada, e intentó no encogerse bajo la caricia de su hermana.
No estaba acostumbrada a las muestras de afecto, y aún tenía que habituarse a aquellos gestos que eran tan espontáneos para el resto de su familia. No quería ofenderlos de ningún modo, y además, el cariño de Robin era exactamente lo que necesitaba cuando había llegado allí. Acababa de dejar a Hunter, y el hecho de saber que había encontrado algo sólido era una gran ayuda para ella, aunque no pudiera reemplazarlo ni llenar el lugar que él hubiera podido tener en su vida.
– ¿Qué llevas en esa bolsa de viaje? -le preguntó la comandante, y la sacó de su ensimismamiento.
– ¿Te marchas? -añadió Robin con inquietud.
Molly negó con la cabeza.
– Tengo que ir a ver a un amigo para hablarle de papá -respondió.
Robin se relajó. Se inclinó hacia ella y se apoyó con ambas manos sobre el escritorio.
– Me preocupa dejaros a Jess y a ti solas aquí cuando vuelva a la universidad.
Robin estudiaba en Yale con una beca parcial, y su padre se había hecho cargo del resto del coste de su carrera. El general Addams pensaba que pagar la educación de los hijos era deber de los padres, y Molly lo respetaba por ello. Habían tenido más de una discusión porque él también quería pagar los préstamos de estudio de Molly.
Por mucho que le agradeciera la oferta, Molly no quería oír hablar de ello. Quería pagar por sí misma sus deudas. Nunca imitaría el comportamiento de su madre, que siempre se lo sacaba todo a los demás. Vivir en aquella casa era todo lo que Molly estaba dispuesta a aceptar, porque la convivencia era un compromiso que iba a cumplir para tener una familia de verdad.
Molly se rió.
– No te preocupes. Tu hermana y yo no vamos a matarnos mientras estás en la universidad. Todavía albergo la esperanza de que consigamos entendernos.