Juan Eslava Galán
En busca del unicornio
A mis hijas María y Diana
…sino que nuestra España tiene en tan poco el esfuerzo (por serle tan natural y ordinario) que le parece que cuanto se puede hacer es poco: no como aquellos romanos y griegos, que al hombre que se aventuraba a morir una vez en toda su vida, le hacían en sus escritos inmortal y le trasladaban a las estrellas.
Antonio De Villegas, "Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa" (1565)
Uno
En el nombre de Dios Todopoderoso, yo, Juan de Olid, empiezo este libro el día de Navidad de 1498, y porque de toda obra son comienzo y fundamento Dios y la Fe Católica, como dice la primera Decretal de las Clementinas, que comienza "Fidei Catholicae" fundamento, así yo comencé mi libro en nombre de Dios y en sus manos, que han de juzgarnos estrechamente, deposito cuanto en él se dice y cuenta y a Dios y a Santa María pongo por testigos de la verdad que aquí se contiene y encierra, cuanto más que las maravillas aquí expuestas vistas fueron de estos mis ojos, oídas de estos mis oídos, sentidas de este mi corazón, y si en algo mintiera o me apartase de la verdad, páguelo luego con el estipendio de la eterna condenación de mi alma.
Comienzo quieren las cosas y orden y concierto en su ejecución, y porque no quiero apartarme del hilo de cuanto he de contar, diré que en el año del Señor de 1471, siendo yo devoto criado y escudero del Condestable de Castilla, el muy ilustre señor don Miguel Lucas de Iranzo, recibió mi señor recado del muy alto y excelente príncipe y muy poderoso Rey y señor, don Enrique el Cuarto de Castilla, de que con el necesario sigilo, fuese servido enviarle un hombre que fuera de su mayor confianza y ducho en el ejercicio de las armas y de ingenio despierto y que fuera fiel y sufrido y que supiera callar cuando fuera menester y hablar en su momento, y que esto que hablase fuera concertado a cada ocasión y regido por la discreción más extremada, y que no fuera sucio, ni borracho, ni pariente de moros ni de judíos, ni casado. Y como mi señor don Miguel Lucas de Iranzo no halló que hubiera en su casa ningún cristiano que tales prendas reuniera fuera de mí, con harto dolor de su corazón me dejó luego partir a ponerme al servicio del Rey nuestro señor y me despidió regalándome, con aquella su liberalidad famosa, un caballo que respondía por "Alonsillo", que mejor no lo tuviera Carlomagno, negro hito, tresalbo y calzado, con un lucero chico en la frente, y diome también sobrados dineros y mi señora la marquesa mandó al mayordomo que me diera una mediana talega de higos secos y nueces y algunas confituras y otra munición de boca con que entretener el camino y mi señor el Condestable me vino a decir adiós con muy buenos consejos sobre dónde había de pernoctar y qué recados había de dar por el camino y a quién. Con estos sustentos y con un mediano hatillo de ropa y una manta salíme ya al camino y fui a ver al Rey nuestro señor que entonces posaba en un monasterio de la parte de Extremadura que llaman Guadalupe, al que era muy aficionado. Y en llegando a Guadalupe los frailes me dijeron que ya era el Rey partido y que había tomado el camino de Oropesa, y en llegando a Oropesa el alcaide me dijo que ya era partido y había tomado el camino de Segovia y en llegando a Segovia ya lo encontré, por lo que loé mucho a Dios y a todos los santos que con Él moran en el cielo, que para entonces el mucho cabalgar me había criado un callo en las asentaderas y "Alonsillo" andaba más cabizbajo que cuando salió de cuadras el primer día.
Hay en Segovia una fuente estrecha con muchos arcos que sólo sirve para que por encima della discurra un muy gracioso caño de agua. No es tan larga como la que da refresco a Sevilla viniendo de Carmona pero es más airosa, porque la cuesta que ha de remediar es mayor y está toda ella labrada de piedras canteadas a maravilla, que no dejarán pasar entre dos una espina de pescado. Vila y admiréla y no me detuve largo y la pasé luego por miedo a que el Rey nuestro señor fuera ido de la ciudad cuando yo llegara al alcázar donde posaba. Lleguéme, pues, al alcázar, que es fábrica grande a maravilla y una de las más bizarras posadas que verse pueden a este lado de la Cristiandad, y en llegando a la parte de la puente que lo guarda, me salieron dos sayones con muy herradas lanzas a cortarme el paso y yo les dije: "Soy Juan de Olid, criado del Condestable de Castilla, que vengo a ver al Rey nuestro señor, por él llamado. Hacedlo saber a quien corresponda". Se entraron ellos de mal talante entre parlas, y yo quedé muy tieso encima del caballo, la mano libre puesta en la juncal cintura por si en alguna de aquellas muchas ventanas del alcázar se asomaba alguna damisela, con lo que echarían de ver con cuanta arrogancia y viril apostura comparecía el joven Juan de Olid a ver al Rey. Pero ninguna se asomó, ni doncella ni dueña, sino un secretario barbipelado que apareció al cabo por donde los guardas se habían metido y a la cabeza traía enjoyado sombrero italiano y a las piernas calzas de distinto color y muy ajustadas, a la moda genovesa, marcando sus partes varoniles en la entrepierna, mayormente trapos embusteros a lo que yo recelé, y adobado con un tufillo de agua de azahar y ungüentos de olor que espantaría a las más reticentes moscas.
Pues aquel doncel que digo se vino a donde yo estaba, seguido de los dos sayones, que me pareció que lo miraban con un punto de entre sorna y asco, y, en llegándose a mí, me puso una mano en el muslo, lo que yo pasé por alto pareciéndome que sería familiaridad cortesana, y parpadeando mucho de los sus ojos, que tenía alcoholados, lo cual me escamó algo más, me dijo con modulada voz: "¿Sois vos el criado del buen Iranzo que esperábamos?" Y antes de que yo abriera la boca para decir sí, prosiguió: "Descabalgad, apuesto amigo, y seguidme. Estos aguerridos mílites se harán cargo de vuestra cabalgadura y le darán paja y cebada. Permitidme que os muestre vuestro aposento, gentil heraldo".
Aunque yo me percaté de qué pie cojeaba el mancebo, no me pareció discreto llegar a la Corte pecando de desconfiado, para que me tomaran por un patán de la frontera, así es que, disimulando recelos, dejé a "Alonsillo" y a mi impedimenta y talega en manos de los sayones y me fui detrás del rastro de perfume que el elegante iba dejando atrás como el cometa deja su cola de fuego y sus malos presagios. Y antes de pasar por las altas puertas del alcázar busqué en el cielo por ver si veía ave negra que me diera agüero cierto, mas lo único que vieron mis ojos fueron blancas palomas que pausadamente remaban por la mañana azul.
Pasamos adelante por el portal enlosado que daba entrada al alcázar y doblamos a la mano siniestra y dimos en un mediano patio de armas donde crecían rosales y dompedros, y el emperejilado se volvió hacia mí con ademán de tomar mi mano, lo que yo excusé haciendo que no lo notaba, y me dijo que su gracia era Manuel de Valladolid, pero los amigos lo llamaban Manolito, por lo cual me daba licencia para que así lo llamase pues nada más verme se había aficionado mucho a mi persona y ya me contaba entre sus íntimos. Pasé por alto también esta familiaridad y no quise poner distancias tan a poco de conocernos por no parecer rústico o desconsiderado, pues mi señor el Condestable me había encarecido mucho que, en llegando a la Corte, obrara con gran comedimiento y mesura y antes de tomar decisión alguna me lo pensara dos veces. Así que dejé pasar la mucha franqueza y hasta consentí que el Manolito de Valladolid me tomara del brazo un par de veces por los oscuros corredores y cámaras por donde ahora me conducía camino de mi aposento. Subimos una angosta escalera de gastos peldaños, atravesamos un zaguán maloliente de cuyos renegridos muros colgaban paños de precio, a mi parecer franceses, y, finalmente, Manolito empujó una puerta y con un gesto cortesano me indicó que pasara delante de él. Pasé y halléme en una cámara donde había tres catres altos cubiertos de colchas bordadas de mucho precio y, arrimados al muro, un par de arcones forrados de esos que llaman valencianos, y Manolito me dijo: "Éste será, caro amigo, tu aposento y morada en los días que aquí estés. La ventana da a la hoz del río y al cielo donde, en yéndose la pajarería que ahora lo alegra, saldrán las altas estrellas a velar, conmigo tu sueño". No sabiendo qué decir, por hacer algo, me asomé a la ventana y vi, en efecto, el hondón del río que iba pobre de aguas y medio perdido entre los recios cañaverales.