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Mas tú, sobreponiéndote a esa pasión y lumbre que en tu corazón sé que arde, has de poner los negocios del Rey delante de los tuyos, honor antes que amor, como cumple a caballería y lealtad, antes que vida o ganancia. Y sobre esto no diré más: discreto eres y sabrás entenderme".

Esto dicho, mi señor el Condestable hizo una pausa y continuó diciendo: "Contigo van a ir cuatro ballesteros de la ciudad y el físico Federico Esteban, todos en tu obediencia y pagados a medias por el concejo y por mí, por más obligar al Rey, del que esperamos ciertas mercedes, y por más asegurar el buen acabamiento de tu empresa. Éstas que te doy son cédulas para que puntualmente les hagas cobrar sus soldadas, que serán iguales a las de otros reales ballesteros. Juzga con severidad y reprime con prontitud y si alguna vez te alza la voz o la mano uno estando en tierra pagana, cuélgalo sin más en una horca de palo, y si palo no hubiere ni árbol, dale luego garrote de torniquete para que su muerte sirva de escarmiento a los otros, y no te andes con miramientos que ya sabes qué clase de gente es".

Todo esto lo escuché yo con grave semblante. Hizo un breve silencio el Condestable y me tomó del brazo mirándome adentro de los ojos y añadió: "Y reprime los naturales ardores del amor porque hasta que tengáis el cuerno de la virtud de doña Josefina debe conservar su doncellez intacta".

A todo asentía yo gravemente y a lo último sobre asentir me puse colorado como la grana y no sabía yo decir ahora si la severidad con que mi señor el Condestable me lo recomendaba era fingida o no. Pero nada quise contestar por no parecer rústico o falto de luces, así que me limité a escuchar y asentir como discreto.

Cinco

Otro día de mañana salimos, en muy lucido tropel, por la puerta de Santa María y toda la ciudad se echó al campo y bajó para vernos partir, con gran multitud y ruido de atabales, trompetas bastardas e italianas, chirimías, tamborinos, panderos y locos y ballesteros de maza, todos juntos en estruendo tal que no había persona que una a otra se pudiese oír por cerca y alto que en uno hablasen. Y el Condestable mi señor y la condesa y la otra gente de su casa, así como la caballería y prez de la ciudad, con gran gentileza, salieron a despedirnos y acompañarnos hasta donde acaban las huertas del Poyo y de la Ribera, que es el mojón que se dice de la fuente, donde el Condestable y yo nos abrazamos con lágrimas en los ojos y yo quise besarle la mano pero él la apartó y luego me despidió muy tiernamente abrazándome otra vez como hijo. Con lo que tomamos el camino de Andújar y los demás retornaron a la ciudad derramándose cada cual a su posada. Y los nuevos que venían con nosotros, aparte del físico de las llagas que queda dicho, eran los ballesteros y criados del Condestable Sebastián de Torres, Miguel Ferreiro y Ramón Peñica. Y este Peñica que digo era de los fieles del rastro que saben seguir por el campo y las veredas el camino de las gentes y las bestias.

Y mi señor el Condestable me regaló antes de la partida un jubón de rico brocado y una ropa de estado hasta el suelo, de muy fino velludo azul, forrada de cibellinas muy finas, y un sombrero de fieltro negro muy bueno y un bonete morado que calzar gentilmente debajo del sombrero. Y mi señora la condesa se encomendó mucho a doña Josefina y le regaló un muy rico brial, todo cubierto de fina chapería y una ropa de carmesí morado para encima y una guarnición grupera de muy fino oro sobre terciopelo negro. Y todos los otros que a la tierra del moro y del negro bajaban les alcanzaron igualmente grandes entrenas y mercedes y limosnas de mi señor, de manera que todos fueron contentos y satisfechos a su voluntad. Y con esto y los dulces sones del caramillo de Federico Esteban, muy bien acordados con los de la flauta de Manolito de Valladolid, fuimos marchando por las navas que llaman de Torre Olvidada.

Y Manolito parecía de mejor semblante que los días pasados e iba muy contento de la música que entrambos adobaban.

Y a la hora de almorzar, cuando ya el sol se había subido en somo del cielo y apretaba, que parecía que nos quería derretir los sesos, de lo que fray Jordi iba quejoso a causa de su mucha grosura, llegamos al lugar y castillo que llaman de la Fuente del Rey, donde paramos a guisar de comer y a saludar al alcaide, un Pedro Rodríguez para el que llevábamos ciertas mulas con bastimentos de parte de mi señor el Condestable. Y el dicho alcaide mandó matar dos gallinas y aderezar comida para la gente de respeto que íbamos. Y siendo las hambres de fray Jordi muy buena, que venía malacostumbrado de los días pasados, y la pitanza escasa, con maravillosa celeridad dimos acabamiento y sepultura al discreto banquete, alabando, como gente bien criada, a las gallinas, que eran de Arjona, mas el huesped, cuando advirtió los huesos pelados, mandó freírnos huevos y chorizos y torreznos, que es lo que en los pueblos se usa para salir de compromisos, y con ello y más vino traído de la frontera taberna hubo hartazgo y completa satisfacción para todos.

Sino que yo, por arreglar el daño, le di unos maravedíes a la mujer del alcaide que nos servía y fray Jordi le puso por escrito una oración que era muy buena contra la tiña, por remediar un hijo tiñoso que tenía.

Con ello quedaron muy servidos todos y partímonos contentos nosotros y, después de abrevar las caballerías en una fuente que le dicen de Regomello y que es de agua casi amarga, seguimos nuestro camino y andadura y en pasado el lugarcillo que dicen de la Cañada de Zafra, allí compré una orcilla de miel, con mientes de regalársela a doña Josefina cuando ocasión hubiese por ser ella, según tenía notado, muy golosa y aficionada a los azúcares y dulces de sartén.

Con esto pasamos adelante y cuando ya la oscuridad de la noche quería venir, retrajímonos a pernoctar a un lugar que dicen de la Higuera de Arjona, que es de los calatravos, y allí nos estaba aguardando el aposentador de la orden el cual por carta y mensajería de mi señor el Condestable ya estaba noticioso de nuestra llegada.

Y el dicho aposentador había dispuesto unos pajares donde podrían dormir los ballesteros y peones y criados y unos decentes aposentos para los demás en unas casillas que allí están. Mas yo, no fiándome de los calatravos, no fuese a haber engaño o celada de su taimado maestre, mandé luego llamar a Andrés de Premió y le dije que dispusiera las tiendas de la ballestería fuera de los dichos pajares, por hacer noche buena para dormir al raso, y allí montamos el real cerca de las eras, y pernoctamos sin apartarnos mucho del camino y con guardas dobladas. Fuéronse algunos ballestas al pueblo a comprar vino y a la vuelta los hice llamar y contáronme que un criado del maestre, que tenía un parche en el ojo derecho y le faltaban dos dedos de una mano, les había pagado una jarra de vino queriendo sonsacarlos sobre qué gente llevábamos y adónde íbamos, y ellos le habían contestado conforme a la verdad que sabían, que era lo de que nuestra doña Josefina iba a bodas con un mandamás moro de cuya conversión a la fe de Cristo se habían de seguir grandes provechos para nuestra religión, y más no les pudieron sacar porque ellos más no sabían. Y por lo otro que me contaron, y por ciertos barruntos que en diversas ocasiones me fueron viniendo, iba yo sacando en claro que la ballestería recelaba que el motivo de nuestra gran prevención y viaje era distinto de lo dicho, y era que íbamos a escolta o descubierta de las minas de oro que el moro tiene en África y que todo ello andaba ya concertado por el Rey nuestro señor y el sultán de los moros que allí manda, y que de todo ello se derivaba el viajar tan a salvo, con menguada tropa y hasta llevando mujeres en el hato. De lo que yo no quise desengañar a nadie, pues tanto me daba que pensasen una cosa como otra siempre que no recelasen ni dijesen palabra de lo del unicornio.

Y así, a otro día de mañana, desclavamos las estacas, tiramos los mástiles, liamos las tiendas y, recogiendo nuestros fardajes, pasamos adelante sin tropiezo ni qué contar y a media mañana remontamos un cerrillo, por el pedregoso y difícil camino, y dimos vista a la sierra Morena, alta y azul y a partes gris, y a su falda vimos, tendida como blanca sábana al alegre sol mañanero, la ciudad de Andújar que es de las más ricas, hermosas y principales desta tierra. Y fue el caso que en acercándonos a Andújar nos salieron al paso, por donde está el puente viejo del arroyo Salado, pieza de hasta cuarenta o cincuenta mujeres de la vida, o sea rameras, las cuales al olor de la tropa acudían a hacer su granjería y dejaban despobladas y en barbecho las mancebías de la ciudad. Y yo, por congraciarme con la ballestería, que venía algo quejosa de los muchos calores del día y del escaso rancho que recibieran en la Higuera, les di suelta por espacio de una hora, y perdiéronse ellos derramándose por el campo, por entre las peñas y matas que allí hay, a hacer por la vida dando franquicia al masculino ardor con aquellas mercenarias, entre grandes risas y subidos cánticos. Y fray Jordi se pasó aquel rato dando conversación a doña Josefina, que era una niña inocente, porque no se percatara de lo que estábamos aguardando. Y mientras aquello pasaba, Federico Esteban, más como amigo que como físico de las llagas, le untaba aceite a Manolito de Valladolid en sus partes más asentadas, que las llevaba escocidas y él se quejaba de que no estaba hecho para la caballería cabalgada y que si sufría aquellas lacerías y menguas era por amor y reverencia al Rey nuestro señor, en su servicio e interés, y por la afición que a mí tenía. De lo que yo, en oyéndolo, no sabía si alegrarme o preocuparme.