Pasamos adelante y en llegando a donde está el camino de las aceñas, que ya se olían los frescos cañaverales de la rumorosa orilla del Guadalquivir, vimos venir a nosotros una lucida tropilla tañendo alegres músicas. Y era el alcaide de Andújar, Pedro de Escavias, gran amigo y servidor de mi señor el Condestable, al que yo conocía bien. Y tuve gran alegría de verlo y nos abrazamos y cambiamos noticias de la gente que conocíamos a dos, y regalos y parabienes, y detrás vinieron ciertas mulas con los serones cargados de pan recién hecho, que sólo el aroma a laurel tostado que salía de entre el esparto llenaba de jugos la boca. Y mandé que se repartiera con generosidad a la ballestería y a los criados y mozos de mulas de lo que todos holgaron mucho.
Y aunque Pedro de Escavias porfiaba que entráramos en su ciudad por festejarnos y agasajarnos, yo me excusé de hacerlo porque iba todavía el sol alto y podíamos atrochar camino si seguíamos luego, y el buen Pedro de Escavias nos acompañó gran trecho, hasta donde arranca el camino de Marmolejo, y por el camino nos fue cantando muy discretamente algunos versos que él mismo había compuesto en loor de la belleza de doña Josefina de lo que ella, que en homenaje llevaba el rostro descubierto, se ruborizó y mostró gran placer. Y el tal canto resultó muy especiado y memorable pues fue acompañado a vihuela y trompeta por Manolito de Valladolid y el físico Federico.
Y habiendo estos y otros placeres seguimos el camino, todos muy alegres.
E iban los hombres cantando a ratos las soeces canciones que entonces usaban los soldados sobre menospreciar el miembro viril del Rey nuestro señor y otras calumnias gruesas que por vergüenza no asentaré en los papeles. Y a veces salían liebres y ellos las corrían, sin alcanzar una, entre grandes chanzas y risas. Y con estos esparcimientos se fue viniendo la tarde y, sin apretar el paso, llegamos muy desahogadamente al lugar y castillo que dicen de la Villa del Río, donde mostré salvoconducto real y luego nos dieron cobijo y leña y cebada para las bestias. Y de allí a dos días, sin que pasara nada que merezca el escrito, llegamos a la noble ciudad de Córdoba, lugar de mucho señorío y pensamiento, donde yo antes nunca estuviera. Y allí pernoctamos en el convento que dicen de Santa Anastasia, cuyo abad era hermano del Canciller del Rey nuestro señor y estaba ya avisado de que llegaríamos. Y nos recibió como si el propio Rey fuera venido, proveyéndonos de todo lo necesario para nuestra comodidad y regalo y allí hallamos posada muy bien aderezada y asentámonos luego a comer y fuimos muy bien servidos y todos abastados de muchos pescados y vinos y frutas de diversas maneras y para las bestias hubo paja y cebada, con lo que todos quedamos contentos y satisfechos a voluntad.
Y hecha colación, luego salimos a ver la iglesia Mayor de la ciudad que es obra de moros y cosa meritoria y espantable de ver, la más grande sala que hombre imaginarse pueda, toda puesta sobre una muchedumbre de columnas que levantadamente sostienen los altos techos. Y los dichos techos son llanos, de maderas y vigas muy labradas y pintadas a primor, de vivos colores concertados, que no parece sino que uno va discurriendo por un bosquecillo de palmeras cuando, en la hora de la tarde, ya es poca la luz y brilla el sol enrojeciéndose a lo lejos por la raya del horizonte. El cual brillor sería, en el caso que cuento, el de los vidrios pintados que las ventanas de la dicha iglesia ha.
Y de allí a otro día de mañana dijo misa fray Jordi de Monserrate, la cual todos oímos con gran devoción, en la que Manolito y Federico Esteban tañeron músicas muy acordadamente. Y luego, en tornando a la posada, cargamos nuestros hatos y una abastada carga de panes recién horneados, para yantar por el camino, y tomamos el de Sevilla que es de buen arrecife morisco, siguiendo a vueltas el apacible Guadalquivir, por donde regaladamente proseguimos.
Así íbamos haciendo leguas y jornadas en la andadura de Sevilla donde habíamos de embarcarnos para tierra de moros según trazado estaba. Y yo iba dejando puntualmente las cartas que llevaba del Rey y del Canciller real y de mi señor el Condestable, en los lugares y personas destinatarias dellas. Y donde no había carta que dejar, allí mostraba el salvoconducto y franquicia del Rey, con su cinta bermeja y su sello emplomado, y con esto allanábanse todos los caminos, abríanse puertas y concertábanse voluntades, con lo que iba yo tomando confianza en la empresa y en el mando hasta que acabé creyéndome merecedor dél y dejé de achacarlo a la voluble Fortuna o a la pensante Providencia que todos los negocios humanos conciertan y no sabemos cómo ni por qué.
Y con esto poca cosa acontecía que fuera de contar sino que otras dos veces volvió a mover tumulto aquel gran bellaco de Pedro Martínez de Palencia, "el Rajado" y yo hube gran enojo de ello, mas, en notando que muchos ballesteros lo tenían por su jefe natural y lo obedecían más que al sargento Andrés de Premió, no lo quise castigar con rigor y procuraba apaciguarlo y contentarlo y atraérmelo, de lo que, como se verá, acabaría derivándose daño mío y él de todo murmuraba y de todo iba quejoso y los que lo seguían dejábanse henchir las orejas de viento.
Andaba yo un algo distraído con mi amor por doña Josefina y no perdía ocasión de estar cerca de ella, que ya a veces, con la mudanza de los días, habíamos venido a platicar juntos los dos, si bien nunca a solas sin presencia de sus criadas o de fray Jordi.
Y hacíame yo a gran contrariedad que, estando todas las horas y vísperas del día queriendo partirme a su lado, sólo pudiera discretamente estarlo en las comidas y acampadas, en que procuraba yo hacerme el concertado ordenador de qué mesa había que aparejar o dónde armar tienda o sombrajo o, si parábamos en posada, qué aposento limpiar para regalo y acomodo de doña Josefina. Y fray Jordi me notaba la afección y me miraba a mí y la miraba a ella y se sonreía sin decir palabra o movía la cabeza como diciendo: "¿Qué se va a hacer? ¡La vida!".
Y a todo esto el día que pernoctamos en Écija, después de pasadas grandes calores aquella jornada, fui yo a darme un baño a los baños moriscos que dicen de la Lima y al tornar a mi posada, que era en el palacio que dicen del conde de Paredes, donde muy gentilmente nos tenía hospedados el primo del maestre de Santiago, estando yo en mi cámara, con la ventana cerrada, por defenderme de las grandes calores, y sin más luz que una candelilla de aceite que había puesto en un nicho de la pared, luego entró un bulto embozado que casi no vi, pero me alcanzó a adivinar en sus formas las muy lindas hechuras de Inesilla, y yéndose a donde la luz estaba sopló sobre ella y la apagó y cuando se hizo la oscuridad completa, atrancó la puerta como solía y vino a mí con los brazos adelantados, a tientas, y yo la abracé y la besé y le protesté que siempre la veía con Andrés de Premió y que creyera que ya nunca más viniera a mí. Pero ella me tornó a poner, como aquella vez, el dedo sobre los labios y, sin consentir hablar ni que yo hablara, muy dulcemente me condujo al lecho que era una gentil cama bien emparamentada, donde hicimos lo que otras veces, y que nuevamente dejaré de relatar porque si la humana natura aquella acción demanda, la humana decencia y discreción vedan su pregón y dictado.