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Llegamos pues al palacio y salieron criados con la librea del genovés que era mitad azul, por el mar, y mitad dorada, por el color del comercio. Y tuvieron las riendas de las señoras y del arzobispo, que tal les pareció fray Jordi con su hábito nuevo, y tomaron las descabalgadas caballerías y las metieron para las cuadras mientras se abría el portón del zaguán y micer Francesco aparecía viniendo a nosotros con los brazos extendidos y el semblante sonriente y alegre. Y detrás de él venía su mujer, que era una matrona fortachona y colorada, tres palmos más alta que él y tres arrobas más prieta, y sus cuatro hijos y sus dos hijas, guapos ellos y no tan guapas ellas, todos soberbiamente ataviados con muy ricos brocados y finas pieles, y muy aderezados de cadenas de oro y finas joyas y piedras haciendo gran honor a nuestra visita, de lo que mucho me envanecí si bien luego se me representó el pensamiento de que las niñas nos miraban como se mira a la gente que ya no hay esperanza de volver a ver más en la vida y no sé si sería achaque del vino, que yo lo tengo asaz melancólico, u observación perita de quien va conociendo, aunque sea tardíamente y por su daño, el alma de los hombres.

Mientras la comida se aparejaba, micer Francesco vino a mostrarnos menudamente su palacio, que era lo más rico de lo que yo había visto hasta entonces y excedía por lo lujoso al propio alcázar del Rey. Cuando se pasaban las puertas, con llamadores de bronce delicadamente cincelados, se entraba en un patio distinto y más recoleto del de los sillones de mimbre que viéramos el primer día. Y este patio estaba adornado con muchas pinturas de gran primor y tapices grandes en las paredes y adornado de vajillas de plata y de yeserías moriscas en los techos del claustro. Y había en medio un pozo chico con el brocal esculpido en un bloque de mármol blanco traído de Italia a lo que nos explicó el anfitrión. Y este labrado mármol enseñaba, en bulto y muy a las veras, los trabajos del dios Hércules. Y fue de ver que Manolito se emocionó de tanta belleza y se quedó embobado y le pasó la punta de los dedos, a Hércules, por la desnuda espalda abajo siguiendo la horquilla de la rabadilla, a lo que fray Jordi carraspeó un poco y me miró con una media sonrisa cómplice. Y del patio subía una muy lujosa escalera al piso alto. Y la dicha escalera era muy ancha y de mármol blanco y en cada peldaño había un jarrón valenciano y algunos de la China, de muy fina labor y menudamente pintados con pavos reales y sus colores eran tan luminosos y a lo vivo que era maravilla verlos y tenían pintados dragones echando llamas por la boca que parecía que eran de verdad y querían quemar los brocados y terciopelos y sedas y cintas que junto a ellos discurrían. Nada diré de las taraceas, ni de los tallados muebles, ni de los aparadores con cubiertos de oro y vajillas ni de la legión de criados que nos sirvió de comer ni de la rareza y excelencia de los bien sazonados guisos y asados que micer Francesco nos dio a catar, ni de los finos y extraños vinos adobados que bebimos en pintados cristales de primorosa talla. Diré tan sólo que nunca pensara que fuera posible vida tan regalada en la tierra, sólo que aquél fue el broche de oro de nuestro vivir descuidados y lo que después vino fue el valle de lágrimas que la humana carne padece.

Seis

Vinieron días y pasaron días en la espera de la nao y yo, por tener entretenida a la ballestería y al peonaje y por excusar ruidos y trifulcas, los más de los días mandaban correr la sortija delante de la posada y ponían ciertas sedas para que cualquiera que metiera la lanza por la sortija ganase cuatro varas de seda para un jubón, o su precio aquilatado, y en esto cruzábanse apuestas y con ello, y con el mucho juego de dados, unos acrecentaban sus haciendas con la mengua de los que las perdían, y en ello se iba el tiempo sin más notoria cosa que escribir.

Llegó el día de la partida y era aún de noche cuando almorzamos y salimos de Torreblanca y tomando el camino de Sevilla nos fuimos dando la vuelta por delante de la muralla, sin entrar en la ciudad, que todavía no se abrían las puertas por la hora temprana, y por un portillo que dicen de Bibaragel, donde hay un castillo muy fuerte que mira al río, fuimos pasando al arenal de la ribera y luego seguimos por ella admirados de los muchos mástiles y palos y cordajes de las muchas naos de todas clases y hechuras que allí se asientan. Y dejando a la mano de tierra grandes corrales techados fuimos avanzando. Y en los tales corrales es donde los mercaderes guardan sus mercaderías que van y vienen, las unas de África y las otras de distintos puertos tanto de la Cristiandad como del moro. Y era cosa de admirar la juiciosa disposición y el mucho orden en que fardos y ánforas se apilaban por muchas partes, así como el celo de los corchetes, cada uno con la librea de su amo, que lo vigilaban todo dormitando sobre los lienzos, con un ojo bien abierto, la mano en el garrote, prestos a defender sus custodias. Y así fuimos caminando, guiados por un criado de micer Francesco que en nuestra compañía venía, hasta que llegamos a una nao más grande que las otras, una de estas que dicen carraca, que estaba arrimada al muelle cerca de donde está la torre grande ochavada que llaman del Oro. Y tenía la dicha nao los palos tan altos como la torre.

Y ya estaba el capitán de la madera esperándonos, que tenía gran prisa por embarcarnos y largar amarras antes que bajara más la marea y estaban las tablas del puente tendidas para el embarque de la caballería. Fuera de un mulo que se asombró y cayó al agua, y lo hubieron de rescatar los marineros con sogas, no hubo nada digno de mención sino que todos nos acomodamos muy concertadamente dentro del bajel.

Y el dicho bajel parecía más grande por dentro que por fuera, según de bodegas y camaranchones y desvanes tenía. Los ballesteros y peones fueron a donde el lastre estaba, que era la arena fina que en el vientre de la nave va, y quedaron muy recomendados del asentador de que no osaran tocar un ánfora de las que allí iban, que estaban contadas y selladas y que a la arribada se volverían a contar y si faltaba alguna se les descontaría de la soldada por tres veces para que sirviera de escarmiento. Con lo que quedaron muy avisados y no osaron rechistar, fuera del Pedro de Palencia, el alborotador, que siempre tenía que apostillar algo y todo le parecía mal.

Embarcamos todos y subieron algunos esclavos negros, de los que trabajan en el puerto, llevando sobre sus cabezas los fardos con la carga postrera y unas barricas de salazón y unas canastas de pan que en un carro allí cerca esperaban y, esto cumplido, el capitán de la nao pidió licencia al alguacil del maestro del puerto para soltar amarras. Diósela el otro desde su palenque de madera y dio el cabo de vela las voces de soltar cuerda y el barco se fue apartando de las tablas del embarcadero con un temblor que puso un punto de angustia en muchos esforzados pechos, y empezamos a flotar río abajo saliendo al ancho mar y cuando pasamos por frente al castillo de Triana, que enfrente de Sevilla está, vi a una gentil dama que había madrugado a peinarse con un espejillo junto a la ventana de una torre y me acordé de mi señora doña Josefina que desde que subió a la nao y entró en su cámara de popa no la volviera a ver, y como estuviera mirando para allá sólo vi la puerta de la casetilla cerrada y por un ventanuco la cara de Inesilla que platicaba con Andrés de Premió, de lo que hube gran envidia, que mi sargento de armas pudiese ir adelante con sus requiebros, si bien, por esas rarezas de las mujeres, Inesilla de vez en cuando le ponía los cuernos conmigo, en tanto que yo no osaba, por obediencia al Rey mi señor, y por la buena crianza que me tocaba como oficial suyo, albergar más que claros y castos pensamientos sobre mi amada doña Josefina.