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Estando en esto vino a verme el capitán de la nao, que era un genovés bajito, casi enano, de nombre Sebastiano Mataccini. "Signore capitano" -me dijo-, el "signore" Francesco Foscari, mi amo y patrón, me ha elogiado mucho su buena disposición y crianza, así es que vengo a ponerme a su servicio para lo que mandar quisiere, siempre que no me aparte de mi derrota que es, como usted sabe, el puerto de Safí". A lo que yo respondí con otras cortesías y finezas y así quedamos muy obligados el uno para con el otro e hicimos buenas migas en el resto de la travesía que fue de mes y medio, porque la nao africana, aunque muy marinera, iba sobrada de carga y no podía navegar más aprisa. Y este tiempo que digo a los más se nos hizo largo como si cinco años pasaran, pues hubimos muchos vómitos y quebrantos y fiebres de la poca costumbre que se tiene por la parte de Zamora y Cuenca y Toledo de navegar sobre la mar de los peces y por el mucho cabecear que las ondas daban a la nao. De lo que los marineros, gente asaz soez y mal enseñada, se regocijaban mucho, aquella chusma maloliente.

Diré también que en el camino hubimos de parar una vez al lado de una playa que decían del Fuego, donde había algunas casuchas y un castillete, cuyo alcaide se llama Diego García de Herrera, que, de no mediar tan cristiano nombre, cualquiera hubiéralo tenido por moro, según vestía y juraba, y a éste le dejamos unas barricas de salazón y vino y otras cosas cumplideras a los que allí moraban, y cargamos muchos fardos de cueros de cabra, que por allí se comercian mucho y baratamente con los moros de la tierra adentro. Y en todo este tiempo pocas veces pude platicar con doña Josefina y nunca a solas, que yo mismo afincadamente le pedí que estuviese en su cámara con las otras mujeres y no fuera della, donde se entorpecieran con el mirar de tanto ballestero y marino medio en cueros como por la cubierta, muy a su salvo y sin recato alguno, andaban. Y ellas solían salir poco rato y solamente al atardecer y estábanse en su rincón de la popa hasta que, entrada la noche, el sueño las vencía y se retraían a dormir y en esas horas solían tañer sus músicas Manolito de Valladolid y Federico Esteban, lo que era de mucho solaz y entretenimiento para todos, que hasta los caballos, que andaban alborotados y flacos de tan larga travesía, se amasaban y apaciguaban un poco en sus bodegas cuando oían tañer instrumentos. Y a pesar de ello echaba yo de menos la tierra quieta y hasta el polvo de los caminos y las picadas de los tábanos mulares y estaba deseando de tocar puerto y perder el olor a sal del mar, que es bueno y sano según dicen, y del estiércol que subía de las sentinas que no sé si también será medicinal.

Así fueron pasando los días hasta que por fin quiso Dios que llegásemos al puerto de Safí, donde el barco iba. Este puerto está en la costa que hay delante de las islas Afortunadas, que ahora son de Castilla. Entonces no lo eran todavía, pero ya había en ellas castellanos y catalanes y genoveses y hasta francos.

Safí no era más que media docena de casuchas arrimadas a una peña grande que tiene una hendidura por donde entra la mar y a su amparo se meten y refugian los barcos como las avispas en el tiesto de un cántaro. Había un corral de adobe cercado de matorrales espinosos y guardado por guardas moros que era donde aguardaban las mercaderías de Francesco Foscari. Las otras casas eran las de los guardas y las del cónsul del Rey de Marruecos.

Cien o doscientos negros y moros estaban en el atracadero esperando a la nao y se reían mucho, que desde lejos se veían relumbrar los blancos dientes. Esta es cosa que siempre me ha maravillado en tales gentes y aquélla fue la primera vez que lo noté, digo lo de la blancura y fortaleza de los dientes que entre los negros gastan. Llegóse la nao concertadamente a las tablas, gobernada por el diestro piloto a maravilla y, luego de rezar las oraciones que son costumbre muy devotamente hincados de rodillas mirando a la tierra, desembarcamos todos y los ballesteros, que Andrés de Premió había puesto en muy buena ordenanza para impresionar a los moros mirantes, y luego subieron los otros a su oficio y se pusieron a descargar la nao. Mientras tanto pasamos a la casa del cónsul de micer Francesco Foscari que también resultó ser genovés, primo segundo suyo o algo pariente a lo que entendí, y que ya estaba avisado de nuestra llegada y nos recibió con muy buenas y corteses razones y confites y dátiles y quesos. Quedáronse allí descansando las mujeres y yo dispuse luego el sitio donde habían de clavarse las tiendas y guardarse nuestros fardajes, que fue en medio de una despejada plazuela que allí se hacía, delante de las casas y al lado de un foso y empalizada que, a falta de muro torreado, quería guardar Safí de la parte de la tierra. Y de la otra parte de este foso y cava, en la tierra del moro, había otras casillas muy miserables y chozas muy pobres que parecían estar desmoronándose y por ellas pululaban como hormiguero muchos moros y moras y negros, medio desnudos, niños los más, entre mucha miseria, y más lejos había un pocillo del que todos sacaban agua y alrededor del pocillo algunos huertos medio agostados, una mancha de poco verde sin árbol que sombra diera, de todo lo cual yo saqué en limpio que África era un lugar pobre y desapacible y me hice mientes de darme priesa en encontrar el unicornio para volver a tierra de cristianos cuanto antes. Tenía yo entonces veintitrés años recién cumplidos y el pelo negro como un tizón y robusto y joven el cuerpo y todos los dientes en su sitio y tan entero y sano como me parió mi madre.

Y así eran los cuarenta y nueve hombres y tres mujeres que conmigo venían, que los ojos se me llenan de lágrimas cuando ahora lo escribo y pienso en ellos viéndolos como si aquí delante se me presentaran.

A otro día de mañana, miércoles, antes que apuntara el sol, tiramos las tiendas, liamos el fardaje y levantamos el campo y salimos de Safí en compañía del cónsul del Rey de Marruecos, que a la víspera ya estaba en su casa para registrar el cargamento que había de venir. Cargáronlo todo en camellos, cada uno a la reata de su esclavo negro, y tomaron camino y nosotros detrás de ellos apaciguando a los caballos que mucho se asombraban del olor de los camellos y escoltándolos. Y como el país no estaba muy seguro porque, según vinimos a saber, se habían alzado varios reyes que se hacían la guerra unos a otros, cada uno por su gente y tribu, el hombre iba más desembarazado que otras veces y más parlador viendo tras de sí tan lucida batalla de ballesteros cristianos, que por aquellas tierras son tenidos por muy buenos y temibles soldados. De lo que por un lado nos holgábamos y nos hacían halago y placer y nos esforzaba y por el otro lado nos preocupaba viendo que tan pronto, apenas salidos del vientre de la nao, como Jonás del de la ballena, ya había barruntos de daño en la nueva tierra que pisábamos. Mas, con todo, íbamos gozosos por ver la curiosidad de lo que los días nos deparaba y Paliques y fray Jordi iban en la cabeza, junto al cónsul moro, y no metían lengua en paladar con aquella parla mahometana que parece graznido de cuervo unas veces y otras trabalenguas de cristiano atragantado. He de decir que de todos los que íbamos, sólo Paliques y Fray Jordi entendían la parla arábiga, de manera que el fraile nos iba poniendo en cristiano lo que los otros dos hablaban en moro. Y así fuimos sabiendo que estábamos a cuatro jornadas de Marraqués, que es la ciudad más grande de África y aún del mundo y la mejor cercada y más adornada de palacios y fuentes y otras maravillas que el cónsul menudamente describía con mucho molinete de manos. Pero cuando dijo que el Rey de Marraqués era el más alto y poderoso del mundo, ya por ahí conocí que también los otros loores que de la ciudad decía serían desmesuras y ser verdad, tanto en tierra de moros como en la de cristianos, que el ojo del amo engorda el caballo, mas no quise porfiar sobre esto por no parecer descortés a nuestro anfitrión y guía.