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Y en los cuatro días que tardamos en llegar a la ciudad no hubo cosa digna de cuento sino que pasamos por un palmeral largo, el lugar más pintado y deleitoso del mundo, corrido por una fuente de agua clara y fría, donde había muchos moros encaramados a los flexibles troncos de las palmeras, como si llegaran al cielo, buscando dátiles de los que nos ofrecieron algunos en cestillos de paja, y los comimos con leche de camella, a la usanza del país, y estaban muy jugosos y bien traídos con la leche de las camellas que es menos dulce que la de burra con que en Castilla nos criamos. Mas, de la falta de costumbre, se le aflojó el vientre a fray Jordi y hubo de curarse con un cocimiento de sus propias yerbas y era cosa de mucha risa verlo tirarse abajo de su mula, cuando el cuerpo le pedía alivio, y correr como conejo a levantarse los hábitos al recato de una mata o de una peña si las había o, cuando no, al raso, haciendo que no oía la chacota que la ballesteril plebe levantaba sobre el blancor y proporciones de sus nalgas.

El cuarto día, domingo, a la tarde llegamos a la vista de Marraqués y era tal la ciudad que en muchas cosas parecíase a Sevilla: llana, con sus murallas pardas muy largas y, por encima, asomándose, las paredes blancas y azules y las copas de los árboles en los jardines y el dedo de una torre que parecía a la otra Mayor de Sevilla, sólo que allí la llaman Cutubía. Y esto quiere decir en arábigo "la de los libros" porque a su vera se armaba el mercadillo de los libros en otro tiempo, cuando los moros sabían leer más que ahora. Y es curioso que en la Cristiandad, a pesar de las secas y de las pestes y de las guerras y ruidos y calamidades que Dios nos manda por ser malos cristianos, cada tiempo es mejor que el de sus padres y a trancas y barrancas vamos mejorando de estado y condición; no así entre los moros que antes se les ven por doquier señales de ir para atrás y hacer cada día peor que el postrero, lo que yo achaco a su obstinación en seguir la falsa secta de Mahoma y a su ceguera, que viendo los buenos sucesos de los cristianos no les abre los ojos para que escarmienten y se enderecen por el sendero de Nuestro Señor Jesucristo.

Y con esto, según nos íbamos llegando a la ciudad, salieron a recibirnos los criados del Rey con mucha grita y música de zampoñas y tambores y con aguas de olor, y con ellos y gran copia de gente común, moros y moras y muchos niños que como moscas a miel a nuestra novedad concurrían, muy alegremente fuimos llevados adelante y entramos por la puerta que llaman Badoucala que tiene cerca un corral grande al que llaman Mamunia y es donde se asientan las caravanas que pasan el desierto de arena y allí tienen reposo. Y este corral es como patio grande cuadrado que por sus cuatro partes tiene corredores y cámaras donde arriba duermen las personas y abajo los animales y sólo tiene una puerta grande y cumplida que siendo de noche se cierra con guardas y velas para que ninguno de la ciudad pueda entrar ni de los forasteros allí posados salir, y así se excusan disgustos, ruidos y alborotos. Allí, pues, nos hospedamos y, con ser tantos, ocupamos sólo una parte y quedaron las otras tres vacías, tan grande era. Y en medio del patio había una fuente muy buena que daba dos caños de agua delgada y fría. Y al otro lado un buen montón de leña que el Rey de los moros nos había mandado poner y otro de paja, como almiar invernizo, para alimento de los caballos y mulos, lo que por intermedio de Paliques agradecí muy encarecidamente al oficial que nos aposentó. Y él dijo que al otro día de mañana vendría a traernos noticia del Rey y que ahora cerrarían las puertas, como era allí costumbre, con lo cual se despidió muy gentilmente.

Y Pedro Martínez, el de la cara rajada, cuando vio que cerraban las puertas por fuera, se alborotó y alzó una gran grita: "¡Para cuerpo de tal, que Satanás y Bercebú y Fallamón nos metió en este berenjenal!" Y se puso rabioso y decía que nos encerraban en cárcel y que yo lo había consentido no mirando a la seguridad de todos y que ahora quedábamos a merced de los moros enemigos de la religión y presos dellos. Y ya estaban alborotándose algunos ballesteros de los que más con él andaban y mejor le bailaban el agua cuando Andrés de Premió se fue para él y sin decir palabra chica ni grande le asestó una gran puñada en el rostro que lo tiró al suelo bañada la boca en sangre y le trepó, según luego se supo, un diente. Y ya se levantaba el de Palencia como toro enrabiscado, con la mano puesta en el cuchillo y echando lumbre por los ojos, cuando Andrés de Premió metió mano al estoque y se lo puso en la garganta, posando la punta en el hoyo que debajo del bocado de Adán está, y le dijo con voz suave, como si no estuviera enfadado: "Pedrillo Cararrajada: ésta es la última vez que te consiento gallo. A la que venga te juro por mi fe de Cristo y por Santa María que te he de hacer enforcar como me llamo Andrés y contigo a todos los que se te pongan al lado. Esto queda dicho y sirve para ti y para todos". Y luego le retiró la espada y el otro se levantó más apaciguado y los demás ballesteros fuéronse retrayendo para sus aposentos hablando entre ellos y eso fue todo. Y yo miré por las mujeres que se habían instalado en una celdilla que tenía su postigo con cerrojo, al lado de la puerta grande, y hallé que estaban las tres curiosas y asustadas, asomadas al patio, catando lo que había ocurrido, de lo que sentí envidia de la firmeza de Andrés, que nadie pensara que tanta tenía, y de buena gana hubiera querido ser yo el que le cortara las muchas alas y espolones al "Rajado". Y en eso quedó la cosa. Acomodáronse los caballos con mucho pienso, por ver de sacarlos de las pocas carnes en que habían quedado en la nao marinera, y fuímonos todos a dormir y yo dispuse dobladas guardas y velas en las cuatro esquinas de la azotea del casal y otro en la puerta que guardara también el aposento de las mujeres y con esto me apacigüé hasta otro día aunque dormir bien no pude, cavilando en las mudanzas y aconteceres de la víspera.

Mostrándose el alba, se presentó a la puerta del corral el nuncio del Rey de Marruecos y mandó abrir las puertas de sus cerrojos y luego aguardó fuera a que yo saliera, sin pasar él del zaguán y entrepuerta de la casa, señal que yo aprecié de discreta y buena crianza. Y en saliendo yo, que ya estaba vestido con aquel jubón de fina chapería y velludo carmesí morado que me regalara el Condestable, él me dijo que era hora de llevarme delante del Rey y que si yo daba licencia podían venir conmigo las personas de nota que me acompañaban, a lo que yo accedí y tomé a fray Jordi y a Manolito de Valladolid, además de Paliques, que había de mediar en nuestras fablas arábigas, mas no quise llevar a Andrés de Premió sino que tomándolo del brazo lo llevé aparte y le encomendé estas palabras: "Andrés, amigo, quedas al mando de esta tropa y al cuidado de doña Josefina y las otras mujeres. Que nadie salga del corral sin recado cierto mío, firmado por mi mano y rubricado con una cruz que parta y divida mi nombre". A lo que él asintió como discreto y los que teníamos que marchar marchamos luego.

El oficial moro que nos acompañaba era un hombre membrudo y gentil y bien parecido, no tan negro como los moros suelen ser, sino antes bien blanco y quemado de los muchos soles a que su vida militar lo acostumbraba. Dijo que se llamaba Infarafi y, por lo que fuimos hablando por el camino con el lengua Paliques de por medio, saqué en claro que en su cuartel había muchos caballeros cristianos amigos suyos que hubieran querido venir a vernos, sólo que el protocolo del Rey de Marruecos lo prohibía hasta que el Rey mismo nos hubiera visto. Lo cual no sabía yo si creérmelo, pero tampoco quería contradecirlo, no fuera a tomarme por rústico desconfiado. Luego, con el tiempo, he venido a advertir que a los moros no les afrenta que uno se muestre desconfiado y receloso con ellos, antes bien les parece la actitud natural. Es el caso que ellos son demasiadamente desconfiados y no sé bien si serán tan desconfiados porque son muy embusteros y engañadores o si son así de embusteros y engañadores porque son muy desconfiados. Es cosa que por mucho tiempo que se viva con ellos nunca llega uno a aventar en claro.