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Así pues, el Infarafi nos condujo por un campo espacioso donde se montan los tenderetes del mercado y que luego supe que se llama Jemsa el Fna que, en lengua arábiga, es plaza de la asamblea de la muerte, y en tal lugar se agolpaba gran muchedumbre de moros así de hombres como de mujeres y niños que salieron a vernos y formaron calles que pasáramos y se reían y hacían sus comentos en algarabía elogiando mucho, ora los trajes, ora los caballos, según Paliques puntualmente iba diciendo y no sé yo si verdaderamente lo entendía o si entendía un poco y se inventaba otro poco o si lo entendía todo pero sólo nos decía lo bueno porque lo cierto es que solamente alabanzas y loores recibimos, de lo cual hube yo mucho placer e iba muy enhiesto y sacando pecho afuera y puesta la mano diestra, como con desgaire, sobre el pomo del estoque, para levantar la capa por detrás, y por el rabillo del ojo veía negros ojos de mora orlados de sedosas y suaves pestañas e iba rumiando yo en mi corazón si después de todo no sería placentera la vida de estos infieles en el corazón de África. Y con esto llegamos a un gran muro bermejo de tapial sin almenas ni tejadillo, que estaba guardado por sayones negros vestidos de blanco, por donde conocí que aquél debía ser el alcázar y posada del Rey de los moros. Y acudieron pajes negros a tomar los caballos y descabalgamos y nos dejamos conducir por Infarafi, después de cruzar dos patios muy hermosos con estanques orlados de macetas de olor, a una gran sala muy adornada y pintada donde el Rey recibía. Y estaban en la dicha sala obra de veinte o treinta personas, al parecer cortesanos, por la traza y el lujo de las vestimentas, y algunos de ellos no vestían a la usanza mora sino como cristianos y todos estaban muy animadamente departiendo y platicando en sus corros hasta que nosotros fuimos llegados con lo que se silenciaron para mirarnos, más por la novedad de nuestras personas que por la gravedad de la ceremonia, que como gente grosera que son, los moros usan poca.

Siete

Esta es la hora llegada en que debo explicar ciertas cosas cumplideras para el buen entendimiento desta historia. El Rey de Marruecos se llamaba también el Miramamolín que es tanto como decir el enviado de Dios, y los moros, en su ignorancia, lo creen profeta y piensan que hace milagros aunque los tales milagros nadie los ve, pero como gente grosera y de poco ingenio ellos lo creen sobre las fablas mentirosas del Alcorán. Y dicen que la señal que el Miramamolín tiene de ser profeta es que las palas de la boca, que son los dientes delanteros de la parte de arriba, los tiene separados y entre ellos cabe la uña del dedo horramente. Lo que es gran necedad pues siendo así todos los burros y gran parte de los caballos serían también profetas, cosa que, bien pensado sería además de necedad, grave pecado creerla, mas yo la asiento por letra no por imprudencia mía, que soy ferviente cristiano y en todo presto a admitir lo que la Iglesia enseñe tanto si lo entiendo como si no lo entiendo, sino por escarnio del falso profeta Mahoma y de su secta embustera.

Y era el caso que cuando fuimos llegados a Marraqués, había en el reinado de Marruecos no un Miramamolín sino tres distintos y todos pretendían el reino y movíanse entre ellos cruda guerra. Y era el caso que uno de ellos, al cual llamaban "el Bermejo", estaba a las puertas de la ciudad y venía con un gran ejército contra el otro que en la ciudad tenía su asiento y éste era el que llamaban Abdamolica y, por apodo, "el Pajarero", que fue el que nos recibió. Era éste, a lo que me pareció, un mozo obra de treinta años o poco menos, alto, membrudo y con la mirada complaciente como de vaca recién parida. No me pareció muy agudo de entendederas, sino que al lado tenía su Canciller que era el que le iba indicando cuanto tenía que hacer y convenía a la ocasión. Y en llegando a anunciarme el mayordomo, callaron todos los congregados que con el Miramamolín estaban y se volvieron a mirarnos y yo hube gran vergüenza y me subieron los colores doblados, mas, como traía aprendida la lección, me adelanté a donde él estaba echado en unos ricos cojines por mengua de silla donde más cómodamente estar, y me hinqué de rodilla en tierra y le besé la mano que él me tendió y la tenía fría como la de un difunto. En lo cual, ya que no en otra cosa, se parecía a nuestro Rey Enrique. Y luego le tendía la carta del Rey de Castilla que le traía y él la tomó y se la pasó a su Canciller y me hizo señal de que me levantara, lo que yo hice al punto. Y me estuvo preguntando una buena pieza por el viaje y por los hombres que conmigo venían, lo que puntualmente le dije con el intermedio de Paliques que a mi lado estaba haciendo muy puntualmente su oficio sin meter lengua en paladar, si bien estaba algo corrido y mohíno porque para comparecer delante del Miramamolín hubo de destocarse y estaba enseñando su calva lironda, en la que hería el sol como sobre bruñido yelmo, a toda aquella ilustre concurrencia. Dio luego el Rey señal de que me retirara y torné a besarle la mano y salimos haciendo reverencia y andando para atrás cortesanamente sin osar volverle la espalda y yo acerté bien con la entrada mas Paliques diose una gran calabazada con la columnilla de mármol que dividía la luz, lo que, de no haber sido tan solemne ocasión, hubiera sido causa de risa para todos los que lo vieron, sino que allí solamente el Miramamolín se echó a reír a grandes carcajadas y llorando de sus ojos mientras que su Canciller, de pie a su lado, lo miraba con reprobación y desprecio, a lo que a mí me pareció.

Y era este Canciller un hombre de mediana altura, obra de cincuenta años, blanco de pelo y de piel, azul y hundido de ojos, delgado como alambre y de nariz aguileña y de mirada muy inquieta e inquisidora, como de águila. Y un nuncio suyo nos dijo que aguardásemos en el patio y luego salió él y nos llevó a un aposento que allí había donde nos ofreció asiento y un refrigerio de nueces y dátiles que yo no caté porque no me fiaba de la morisma, pero Paliques se hartó y fue dificultoso que ejerciera su oficio de lenguas con la boca llena pero al fin supe que lo que el Canciller me decía era que quedaba enterado de los deseos del Rey de Castilla y que el Miramamolín su señor estaba deseando complacerlo pero que había una dificultad no pequeña y ésta era que necesariamente nuestra gente habría de ir a la tierra de los negros en caravana y la siguiente caravana no saldría hasta dos meses pasados. Le dije yo que lo único que necesitábamos era un guía, al cual pagaríamos de lo nuestro, y que con esto partiríamos muy satisfechos y agradecidos. Mas el Canciller replicó que el desierto es como mar de arena, más grande que la mar oceana que nos había traído, y que las naos que cruzan esta mar son los camellos y que los pilotos que los rigen son los guías, pero hay en ese desierto una casta de piratas más furiosos y dañinos que los del mar de Mallorca y son unos demonios que lo habitan llamados targui. Y esos targui tienen concertado con el Miramamolín que sólo dos caravanas pasen el desierto cada año y les dejen tomar agua de ciertos pozos a cambio de un crecido tributo y fuera de esto no hay nada que hacer. Con lo cual quedé yo muy advertido y apesadumbrado y no supe qué decir sino que dije que había de tomar consejo con mi gente y luego nos despedimos y unos pajes vinieron a traernos los caballos y el que nos había llevado nos acompañó a la vuelta. Y el Canciller se quedó mirándonos cómo nos íbamos, por todo el patio, hasta que salimos por la puerta donde los guardas negros estaban.

Y con este negocio acabado tornamos a la casa de la Mamunia y hallamos a la gente muy apaciguada y contenta pues en el mientras tanto de nuestra ausencia se habían recibido unas cargas de pan y ciertas cecinas de carnero que el Miramamolín mandaba para regalo de los huéspedes. Y todos estaban muy confortados con esta fineza, sólo que los afligía un poco la mengua de vino que en la ciudad no lo había, por tenerlo muy vedado y perseguido la ley de los moros. Con todo pasamos adelante y yo los junté en el patio y teniendo a mi lado a Andrés de Premió, al que ya en la nao había comunicado muy en secreto cuáles fueran los designios de nuestro viaje, tomé la voz y dije que estábamos allí para ir a la tierra de los negros a cazar el unicornio y no para escolta matrimonial de dama casamentera. De lo que los ballesteros que ya se veían de vuelta a Castilla, quedaron muy espantados y hubieron gran enojo y empezaron a hablar muy reciamente entre ellos alzando gran vocerío y juntándose en corrillos cada cual con sus más allegados y vecinos y con los de su tierra, como ellos suelen. Y algunos movían mucho los brazos y daban patadas al suelo como si gran furia los poseyera. De la cual alteración cobré yo cierto temor y determiné hacer un ejemplar escarmiento en cuanto se sosegaran los ánimos y ocasión hubiera propicia. Y el tal Pedro Martínez, "el Rajado", salió de entre los otros y a grandes voces altercó diciendo que era gran villanía y que aquel engaño no lo había de sufrir. Y yo levanté los brazos y acalláronse a poco y les dije como era muy servidero del Rey nuestro señor, al cual vida debemos, aquel mandato en que estábamos y prometí grandes mercedes y dádivas y recompensas cuando estuviéramos de vuelta, y paga doblada por el tiempo de servicio, lo que apaciguó a algunos y despartió el ruido de muchos. Y esto dicho los despedí para que pudieran salir a la ciudad y juntarse con la gente y haber mujeres que más los apaciguarían, y di licencia a todos menos a cinco que habrían de quedar a la guarda del hato y el fardaje y de las mujeres en tanto que los otros tornaban. Y con esto Manolito de Valladolid repartió las pagas y ellos fuéronse enhorabuena a gastárselas. Y yo convoqué consejo en un aposento aparte donde no fuéramos oídos de nadie y comuniqué con fray Jordi y Andrés de Premió y Manolito sobre la traza que habría de darse a la empresa. Y todos fuimos del parecer que los ballesteros podrían alborotarse cuando supieran que habían de atravesar el arenal y meterse por tierra de los negros donde nunca un cristiano entró y dicen que hay demonios y espantables monstruos y muy fieras serpientes, a lo que todos fuimos de un parecer que, para remediar estos miedos, habríamos de correr la hablilla de que allí donde íbamos sobraba el oro y las piedras y gemas en gran abundancia, lo que sabíamos por cierto ser verdad, con lo que la natural codicia de la gente baja quedaría contenta y les ayudaría a sobrellevar los trabajos y pesadumbres que vinieren.