De seguro que, en haciéndose de noche, habría más mosquitos que estrellas. Al otro lado del barranco, pasada la contraescarpa del castillo, se levantaba un cerrete coronado de pinos de buena sombra y olor. Era una buena cámara pero tenía el escape difícil si Manolito venía a visitarme nocturno y yo temía que ésas fueran, como las coplas del vulgo dicen, las costumbres cortesanas. Miré para la puerta si tenía cerrojo y vi que lo tenía de hierro, muy bueno, lo cual notado sosegó mi ánimo, pero Manolito, pensando que miraba por mi seguridad, me dijo: "No tengas cuidado, que en el alcázar de Segovia estarás entre amigos y yo mismo duermo en este aposento y no dejaré que te ocurra nada malo", con lo que, queriendo sosegarme, me intranquilizó más que estaba.
Quería el protocolo de la Corte y la decencia y buena crianza que el mensajero compareciera delante del Rey bañado y peinado, de manera que Manolito salió a dar las órdenes necesarias y a poco entraron por la puerta cuatro o cinco criadas trayendo un barreño grande de madera y algunos calderos de agua caliente. Pusieron el barreño al lado de la ventana, vaciaron el agua, que desprendía nubes de vapor, fuéronse y sólo quedaron la más vieja de ellas, que era mujer fornida y de buen alzado, y el susodicho Manolito de Valladolid. Aunque me daba un poco de reparo, más por Manolito que por la mujer, me desnudé luego y me quedé en mis cueros y me metí en el baño por excusar compromisos, que a Manolito se le iban los ojos por mis partes. Y él, en un arrebato de generosidad, abrió uno de los arcones que allí estaban y extrajo dél un frasco de aceite de olor del que me vació medio en el baño. Y el aceite olía lo mismo que su dueño, lo que me preocupó, porque no quería que en mi primera comparecencia ante el Rey nuestro señor pudiera su majestad persuadirse de que también yo era del bando de su paje. Pero, por no parecer rústico, lo pasé también sin decir nada y me dejé enjabonar por la criada, la cual, con un estropajo grande y muy áspero, me atacó la espalda dejándome como un "ecce homo" y así hizo con mis otras partes donde había criado grande cochambre del mucho camino y cabalgada, con que quedó el agua negra a maravilla. Salí del baño y volvieron las criaditas de antes trayendo grandes paños calientes con los que me secaron y frazaron y entre todas levantaron la cuba y vaciaron el agua por la ventana ayuso y hubo gran grita de voces y muy gruesas palabras allá abajo, que todo el diluvio le cayera encima a un sargento de la guardia del Rey que andaba buscando alcaparras al pie del muro con su taleguilla.
Entró en la cámara nuevamente Manolito, tan aficionado a mi persona y tan atento, y me entregó una túnica azul con reflejos de oro, obra morisca de mucho arte, encomendándomela mucho porque era suya y la que usaba en las grandes fiestas y en Pascua y en el día de la Candelaria. Y me hizo saber que antes nunca jamás se la prestara a nadie. Quedé yo tan obligado de tanta gentileza como dudoso de cómo la cobraría. Metíme la túnica, que ofendía mucho las narices de la algalía y aguas de olor, y vi que me llegaba por debajo de las rodillas, lo cual es discreta proporción y largura.
Y calcéme calzas del mismo color y unos zapatos de tafilete crudo que apretaban un algo más de la cuenta y todo ello lo dejé pasar sin decir palabra, siendo tan en contra de mis usos y costumbres, por no parecer rústico y desconsiderado.
De esta guisa adobado me dejé conducir a presencia del Rey nuestro señor. El cual posaba en la sala que llaman del Solio, donde hay una hermosa vidriera de Santiago degollando moros y es esta sala grande a maravilla y muy ancha y techada de pintados artesones moriscos y forrada de historiados paños franceses y brocateles y terciopelos granates de mucho primor y precio. Estaba el Rey nuestro señor sentado en sillón de cuero delante de una ventana baja, a contraluz, y al lado suyo había dos cortesanos que lo servían. Y uno de ellos, calvo y gordo, era su secretario de cartas latinas. Fuime al Rey nuestro señor, hinqué la rodilla en tierra tal como el Condestable me tenía ensayado, advertido y recomendado, y le besé la mano que la tenía muy fría y muy blanca y quedéme en aquella postura hasta que él me mandó levantar con su voz un punto aflautada. Entonces di un par de pasos atrás, quizá diera tres o cuatro más de lo que pedía la buena crianza, queriendo pecar por lo mucho antes que por lo poco y por quitar y excusar de las reales narices la ofensa del mucho perfume y olor que impregnaba mi persona. Sólo que me pareció notar que el Rey nuestro señor también estaba metido en nube de aromados olores, lo que achaqué a un uso de la Corte y en mi corazón disculpé un algo a Manolito de Valladolid que a lo mejor no era tan amujerado como mostraba ser, sino solamente cortesano al uso, y en mi corazón me reproché de rusticidad por el precipitado juicio que hiciera de su persona.
Leyó el secretario de cartas en voz alta la que yo acababa de entregarle de mi señor el Condestable, la cual contenía mayormente diversas noticias de la vida en la frontera del moro y a cómo estaba la medida de cebada y el celemín de harina y la libra de carnero, apuntamientos todos que aquí no hacen al caso, y otros negocios entre el Condestable y el Rey. Y, al final, la carta hablaba de mí, me recomendaba mucho y decía que yo era hombre fidelísimo, de toda confianza y verdadero, y experto mílite y esforzado y sufridor de trabajos más que nadie, y discreto y no sé cuántas cosas más, todas en mi loor y encomio, que escuchándolas decir en presencia de la alta persona del Rey nuestro señor, me subieron la sangre al rostro y me puse colorado. Y el Rey, en notándolo, se rascó la nariz y se sonrió por lo bajo mirando por la ventana por donde yo, en pos de sus ojos, otra vez veía el cielo azul cruzado de blancas palomas. Y luego que el secretario hubo acabado su lectura el Rey me preguntó: "¿Te gusta viajar?", y yo, que nunca me había parado a pensarlo, le contesté: "Sí, mi señor". Y él me dijo: "Pues vas a viajar mucho", y luego levantó la mano que yo corrí a besársela hincando otra vez la rodilla en tierra y en esto se acabó la real audiencia y el secretario me hizo seña que saliera y dejé la sala entre reverencias y andando para atrás y el secretario salió conmigo. Muchas veces me han preguntado luego diversas gentes cómo era el Rey y si se parecía a su retrato que traemos en las monedas y yo a todos he dado pelos y señales y he dado a entender que tuve con él más familiaridad y trato del que en verdad tuve y que me hizo acercar un escabel y sentarme a su lado y me preguntó luego por las cosas de la frontera y por mí y si venía el año bueno de caza y si ya berreaban los venados y se veía hozar el puerco entre las encinas por la parte de Andújar, donde él tenía a mucho sabor cazar, pero ahora tengo que declarar, puesto que he jurado ajustarme a la verdad, que no hablé con el Rey más de lo que queda dicho y que tan breve fue mi comparecencia que no sabría decir si tan alto señor era joven o viejo. Alto sí sé que era y muy membrudo, aunque, a lo que me pareció, de carnes blandas y poco trabajadas, como las del que lleva vida regalada y de no mucho ejercicio. Y del rostro no era feo, mas tampoco guapo, que tenía grande la quijada de abajo y esta tacha le descomponía un tanto el semblante.
Quedé, pues, como digo, en manos del secretario de cartas latinas que me llevó a una su cámara que allí cerca estaba, a la que dicen la de las Piñas por unas que tiene labradas y pintadas con mucho primor en el techo, y allí había un catrecillo sin armar y dos mesas grandes muy llenas de papeles y tinteros y unos anaqueles con libros y más papeles y en el muro frontero un paño bordado. Abrió la ventana, que entraran luz y moscas, se fue a donde estaba la pared del paño y me lo señaló y me dijo: "¿Conoces qué animal es éste?" Y lo que se veía en el bordado era una doncella de luengos cabellos rubios y labios bermejos que estaba ricamente vestida de brocados y sedas muy finos y sentada en medio de un verde prado de pintadas flores. Y a un lado de la doncella había un grande león, no en actitud fiera sino como si le rindiera pleitesía a la niña, y era cosa maravillosa de ver cómo la belleza da mansedumbre a las fieras, y al otro lado de la doncella había un caballo blanco, en todo caballo con las equinas proporciones que a su clase corresponden si no fuera porque, de en medio de la frente, donde "Alonsillo" tenía un lucero, a éste le salía un larguísimo cuerno, todo derecho como huso e igualmente blanco.