Y Paliques había amistado con un maestro de gramática moro que parlaba algo de castellano porque era natural de un pueblo cercano a Granada que dicen Illora, donde su padre tuvo cautivos cristianos que le enseñaron nuestra parla. Y en habiendo amistado con Paliques le dejaba un esclavo retinto que tenía para que se instruyese en la lengua de los negros con lo que Paliques iba muy adelantado pues ya queda dicho que tenía el seso más que despierto para aquellas algarabías. Sólo que andaba muy advertido de que los negros están muy divididos en castas y parroquias y pueblos y provincias y en cada sitio hablan una parla distinta y muchas veces no se entienden entre ellos siendo de una misma negritud y tinta, lo que no es extraño si bien se piensa pues lo mismo acaece acá entre cristianos donde un catalán es mal entendido en Castilla y un castellano es mal entendido en Valencia y un vascongado es mal entendido en todas partes.
Pasaron días en esta espera y holganza, que nosotros pasamos jugando a las cañas y danzando y festejando y habiendo otros muchos placeres así honestos como de los otros. Y llegó la Virgen de Agosto que es la Asunción de Nuestra Señora y micer Aldo Manucio dio fiesta para los cristianos en su corral donde acudimos todos muy lucidamente vestidos de nuestras mejores galas y hubo mesa y mantel y músicas moriscas y cristianas a los postres y grandes estrenas y mercedes y limosnas. Y ya abiertamente tomé asiento al lado de doña Josefina y todos vieron que éramos juntos en uno, que ya de antes lo barruntaban muchos, y hubo hablillas y sonrisas y parabienes que nos pusieron colorados, y chanzas y cancioncillas. Y yo hube placer de que escaseara el vino y no pasaran a mayores las burlas, con lo que todos fueron contentos y satisfechos a su voluntad.
Y de allí a siete días vino contra la ciudad aquel moro Abdamolica "el Bermejo" corriendo la tierra con gran copia de gente así de a pie como de a caballo. Y se cerraron las puertas del muro y se tapiaron algunas por dentro para mayor prevención. Y en saliendo los del Miramamolín por sus batallas vinieron a encontrarse en un llano que allí cerca se forma donde hay unos pozos. Y la gente de la ciudad se fue a las almenas y torres y desde los adarves de la parte de Poniente se veían los polvos de la pelea levantándose muy a lo lejos. Y a poco llegaron nuncios con las nuevas de que Abdamolica era desbaratado y vencido. Y luego vinieron otros y fuimos sabiendo que una parte de su gente se había pasado al otro bando porque estaba comprada. Y ya me hizo notar Sebastiano Mataccini, desde cuya azotea asistía yo al encuentro sin ver nada más que una nube de polvo en la raya del cielo, que los moros son así de alevosos y que un Rey de ellos nunca tiene seguridad, cuando va a batalla, si la mitad o más de los hombres que lleva no se pasarán al enemigo o volverán sus armas contra él procurando matarlo allí mismo. Y por esto pagan tan buenas soldadas a los cristianos que quieren servirlos, que se fían más de ellos que de los de su fe y nación. Con lo que quedé yo muy espantado y no poco advertido.
Y fue el caso que se vino encima de nosotros la oscuridad de la noche y nos retrajimos a dormir, pero la ciudad toda estaba encandilada como en fiesta grande y nadie cuidaba de descansar y de continuo pasaban por la calle músicas y danzas y cantos y alborotos y habían por todas partes griterío y luces con que los moros celebraban la victoria de Miramamolín igual que hubieran celebrado su derrota y la victoria de su enemigo Abdamolica. Y yo no pude pegar ojo del estruendo que de continuo hacían y me pasé la noche deseando que doña Josefina viniese a mí, pero esa noche no vino, que andaba consolando los miedos de sus criadas y rezando nueve rosarios a las Ánimas Benditas y a San Antonio y a Santiago como si la guerra estuviese en puertas. Y no había manera de dar ánimos a Inesilla, que no sabía qué habría sido de Andrés de Premió, y como desde la tarde no cesaban de pasar por la calle carros cargados de cabezas de los muertos, Inesilla, que aquello sentía, arreciaba el llanto y no tenía consuelo pensando que todos habían perecido en la pelea.
Y con las dichas cabezas cortadas, los moros alzaron un montón como pirámide de Egipto en medio de la plaza de Jemaa el Fna, y entonces vine a entender por qué en lengua morisca viene a decir "plaza de la asamblea de la muerte"; y allí se congregó gran muchedumbre de moros y de moscas y toda la ciudad fue a ver las cabezas y algunos tomaban una del montón y le daban de patadas y luego llegaban guardias que se las quitaban y las devolvían a la pila con las otras. Y cuando nosotros fuimos a verlas, otro día cerca del mediodía se había despejado algo la plaza y había unos criados del Miramamolín quemando palos de olor para aligerar la peste de la sangre podrida que ofendía grandemente a las narices. Y allí estuvieron las cabezas por espacio de tres días, hasta que la pestilencia de la carne muerta fue tanta que obligó a llevárselas lejos de la ciudad y enterrarlas en un estercolero.
Y a la tarde del otro día de la batalla vino Andrés de Premió con nuevas de cómo nuestros ballesteros habían peleado como buenos y habían cumplido mejor que los otros y quedaban muy recompensados y ricos de los regalos del Miramamolín y de la parte que del botín cobrado les tocaba, y algunos dellos mandaban ciertos presentes de perlas y oro para mí y para fray Jordi y para doña Josefina y los otros. Y que la única desgracia que teníamos era que Federico Esteban, el físico de las llagas, no parescía cuando más falta hacía que uno de los nuestros, Felipe de Oña, burgalés, había recibido un pasador por la cadera del que quedaba muy mal ferido, a lo que fray Jordi se hizo aparejar una mula y tomó su arquilla de los ungüentos y fue con escolta de dos ballesteros al sitio donde posaban las tropas, por curar y socorrer al herido.
Y al otro día de aquello empezaron a llegar muchos de los que habían peleado, que concurrían al alarde delante de los muros de Marraqués y todos traían grandes sartas de orejas de hombre metidas en alambres, colgando de la cintura, y todas las orejas eran derechas, que las izquierdas no valían, y los pagadores del Miramamolín armaron sus mesas en la puerta que dicen de Badoucala, a la parte de fuera, donde daba la sombra de las palmeras, e iban contando las orejas que cada uno traía y las iban echando en canastas y a cada uno pagaban una pieza chica de plata por cada oreja y luego las canastas se vaciaban en la lumbre y fuera sin cuento el número de las orejas quemadas, que no parecía sino que en todos los braserillos de la ciudad se estaba asando carne en día señalado, tal era el olor que se despedía y levantaba de aquellas carroñas. Con lo cual, los que habían peleado quedaron muy pagados y contentos y algunos dellos ricos. Y muchos de nuestros ballesteros vinieron a donde nosotros estábamos por hacer cortesía y nos mostraban sus sartas de orejas, contentos como niño con vejiga, y el que más tenía más las jaleaba, sino aquel Pedro Martínez, el jabeque, que teniendo muchas hablaba poco y estaba como triste.