Acabóse el alarde y, la tarde pasada, vino la noche y todos los moros andaban contentos y bulliciosos como los otros días y nosotros nos recluimos temprano por no andar mezclados con aquella chusma, cual era la costumbre de los cristianos de allá por excusar ocasión a desórdenes y escarmientos.
Al otro día, que fue viernes, vino otra vez a visitarme aquel Infarafi que nos traía los tratos con el Miramamolín y me trajo algunos presentes y otros para doña Josefina y fray Jordi y dijo que ya había llegado por fin la hora de salir la caravana a tierra de negros y que dispusiera a los míos para partir de allí a dos viernes, con la luna llena, como es costumbre, y me dijo que habíamos de proveernos de camellos y de pellejos de agua, que son unos pellejos de cabra cosidos que los moros llaman guerba, y de mantas y las otras cosas que son menester para cruzar el arenal. Y luego supe, por micer Aldo Manucio, cómo el Miramamolín había gastado en pagas y sobornos y premios todo su oro y su plata y tenía vacías las arcas y estaba en gran necesidad de más metales pues sus espías en la parte del Septentrión le traían hablas ciertas de cómo Abdamolica "el Bermejo" estaba juntando otro nuevo ejército más fuerte que el descabezado para venir a arrebatarle la ciudad y el mando. Y que en estas apreturas no podía hacer sino mandar por más oro y que ya había partido el recado y mensajería a los pueblos de alrededor que vinieran camelleros y camellos y que contaba con que mis ballesteros fueran de escolta de la dicha caravana con que en un mismo trato cumpliría con el Rey de Castilla y llevaría escolta de balde. Y aun, si nos dábamos maña en cazar pronto al unicornio que buscábamos, podríamos alcanzar a regresar con la misma caravana en un término de seis meses. Y con esto quedé yo muy avisado y en volviendo fray Jordi de sus caridades, tuve junta con los otros por informarlos y ver qué acordábamos hacer con los caballos y mulos, que no los podíamos llevar por no ser bestias que aguanten las fatigas del arenal.
Y lo que acordamos fue que los hombres los vendieran por comprar camellos, que nos serían de más menester. Mas yo estaba tan amistado con mi "Alonsillo" que no lo quise vender sino que se lo dejé a Aldo Manucio en sus cuadras, que muy amablemente me las ofreció por pupilaje del trotón, donde no le había de faltar paja ni cebada, hasta que volviéramos de la tierra de los negros. Y yo quedé con esto muy bien servido y obligado así como de la protección que en el tiempo de nuestra ausencia daría a doña Josefina y a las otras mujeres, fuera de Inesilla que vendría con Andrés de Premió, como queda dicho.
Y desta manera pasamos adelante con los preparativos y un buen día se me descolgó Manolito de Valladolid con el aviso de que él no iría a tierra de negros pues que ahora estaban tan ricos los ballesteros que no había menester de pagador ni había dineros con qué pagarles lo del Rey de Castilla y que, no siendo él hombre de armas ni de arrestos, antes sería un estorbo que una ayuda. Razones todas muy concertadas y discretas que me reprimieron de mi primer pensamiento que fue amarrarlo como a morcilla y llevarlo por la fuerza. Bien conocía yo que lo que Manolito quería era quedarse con aquel moro Alsalén, del que se había hecho uña y carne, y andaban juntos todo el día envueltos en un sahumerio de perfume que dellos como de fuente manaba y tomados de la mano o con el brazo de uno por el hombro del otro, dándose compaña hasta por el zoco y sin vedarse de la vista de nadie. La cual desvergüenza he de advertir que en tierra de moros no está mal vista.
Diré también que Manolito fue siempre vestido a la moruna desde que pisamos el África, lo mismo que el moro Alsalén y con sus propias ropas a lo que parece, lo cual fuera escándalo de no haberme advertido fray Jordi que también nuestro Rey solía vestir a la moruna cuando andaba en tales intimidades, de lo que me espanté y hube gran sorpresa.
Y como los tiempos, día ante día, traen las cosas deseadas a su debido efecto y término, viernes 21 de octubre llegado, que fue el día en que había de partir la caravana, ya estaba todo dispuesto, vendidos los caballos y ejercitados los ballesteros en cabalgar camellos lo que es mucho más dificultoso de lo que a primera vista parece. Es el camello animal más arisco y menos sesudo que el caballo y hásele de tratar más reciamente para que obedezca y sea bien mandado y aun así hay siempre que guardarse de ellos y no fiarse pues dan mordiscos asaz dolorosos amén de coces y pisadas muy fieras y nunca se puede estar a salvo de ellos ni amistarlos como sucede con caballos y, por decirlo de otra manera, el caballo es animal a lo cristiano, noble y confiado y batallador, mientras que el camello lo es a lo moruno, traidor y de poco confiar.
Con todo, los camellos que compramos fueron de los que llaman "mejari" que tienen las patas más largas que los otros y son más sufridos y más andariegos y cada hombre mercó el suyo mirando que fuera robusto con la codicia de que a la vuelta vendrían muy ricos y cargados con todo el oro de los negros y tendrían buena falta de cabalgadura.
Y antes de que de allí partiésemos hice pregonar si de nosotros había alguna queja por pagar luego si alguna se hallara, y vino a mi posada una mujer de la vida con queja de que Pedro Martínez, el de la cara rajada, la había usado y maltratado sin pagar de lo convenido. A lo que le hice venir y que le diera ciertas preseas a la mujer de lo que ella se fue muy contenta y él quedó diciendo algunas palabras de enojo y amenaza. Con esto llegó el día y partimos todos contentos si no yo que llevaba como congoja en el pecho de dejar atrás a doña Josefina, aunque me iba muy consolado de dejarla tan servida y regalada y al cuidado de la discreta mujer de Aldo Manucio.
Nueve
Y llegó el día de la partida y salió el Miramamolín a despedir la caravana como era costumbre. Y salieron con él todos los de su consejo y los hombres altos de la ciudad. Y todos ellos se pusieron subidos a una torre grande que le dicen la Blanca y la dicha torre está cerca de la puerta Baberrima, que es la que da espaldas al alcázar, y allí hicimos alarde delante con gran tamborada, y fue saliendo la caravana en muy buena ordenanza con el pueblo dando grandes alaridos por los adarves y almenas, en tan gran cantidad que no parecía sino que gran parte del universo allí era juntado. Y era cosa de ver que iríamos como dos mil personas y cinco o seis mil camellos, todos cargados con serones de sal y de paños y de otras mercaderías y de muchas baratijas de cristal y de espejillos y de madejas de hilo de cobre. Y de las personas las más iban andando, tirando de los cabestros de los camellos. Y mandaba la caravana un alcaide que se llamaba Mojamé Ifrane, hombre muy ducho en las cosas del desierto, en cuya compañía íbamos muy bien guiados.
Aún gastamos dos semanas en alcanzar la puerta del desierto, que es el lugar que llaman Uladris, y, mientras tanto, fuimos bajando por un palmeral largo con regatillos de agua y huertecillas al que los moros llaman el Dra, donde acampábamos en muy cumplidos corrales que allí estaban hechos de otras veces, una jornada de distancia el uno del otro, y en medio de aquellos corrales se soltaban los fardajes y carga de los camellos y luego los camelleros les daban careo a las bestias, que pacieran y bebieran a placer, de lo que venía el dicho de estar francos como el camello del Tamerlán que sin pena podía pacer donde quisiese. Y esto era porque había que engordarlos un poco antes de entrar en los arenales y por este motivo se iban haciendo las jornadas tan cortas y ociosas.