Y en el sitio que llaman de Garzatate se descubrió que un camellero le había robado a otro un paño chico y ciertos dineros y Mojamé Ifrane, el mentado alcaide de la caravana, los hizo comparecer ante él aquella tarde a la acampada, todo el mundo presente con mucho silencio si no la berrea de los camellos, y los estuvo escuchando (quiero decir al quejoso y al demandado, no a los camellos) y luego hizo venir al verdugo y le mandó que cortara las manos al que había robado y el verdugo se las cortó y le remendó los brazos que no se desangrara y las manos las ataron a un palo largo y las pasearon por todo el corral y campamento pregonando la justicia hecha, y al que había quedado manco lo dejamos atrás, que ya no servía para caravanero. El dicho Mojamé, que tan fieras justicias hacía, era hombre alto y enjuto, de pocas palabras. Nunca levantaba la voz, pero los que con él servían estaban prestos a obedecerlo antes que hablara y ya me fui percatando de que más les valía ser bien mandados.
Cuando llegaba la hora del yantar, que era dos veces al día, al salir el sol y al ponerse, cada uno comía de lo suyo y los moros juntábanse en cuadrillas de siete u ocho para aviar de comer en junto y lo mismo hacíamos nosotros y la comida era mayormente de unas gachas de cierta harina con las que los moros cuecen cecina de oveja.
Mas habiendo flaca despensa en las nuevas tierras que andábamos, el trigo se nos acabó a los pocos días y de allí en adelante hubimos de arreglarnos con lo que los moros comían. Si algo echábamos de menos era el vino y el tocino que por allí, como son moros y gente grosera, no se gastan. A lo que fray Jordi muchas veces decía: "¿Qué puede decirse de una ley que prohíbe a los hombres el vino y el cochino, tan consoladores? Fiera disciplina es ésa y muy contra natura y más propia de las bestias del campo que de las personas a lo que tengo averiguado". Mas a todo hubimos de acostumbrarnos y aquello fue sólo el empezar a penar.
Cuando llegamos al sitio que llaman Zagora vino a mí una junta de ballesteros a pedir licencia para vestirse a la morisca, que es con hábitos holgados hasta el suelo y una venda larga liada a la cabeza por delante, con una vuelta que tapa también los ojos y la boca y que deja sólo una rendija por donde los ojos vean. Y es de ver que en ese atuendo se suda y da frescor con el aire que corre por de dentro y no se masca arena todo el día, a lo que pregunté su parecer a fray Jordi y él dio licencia. Con esto yo solamente pedí que a la vuelta de Castilla no dijéramos que habíamos pasado el arenal en hábito de moro, porque no se chancearan de nosotros los que lo sintieran ni nos pusieran apodos y nombrajos de la morisma, en lo que todos estuvieron de acuerdo teniéndolo por muy bien pensado y discreto. Y así pasamos adelante moriscamente ataviados que también yo, por acercarme más a la ballestería y no señalarme, me puse de tocas blancas y fray Jordi y su lego resistieron dos días más pero a la postre también acabaron sucumbiendo, para el secreto regocijo de todos.
Y de allí a poco entramos en el erial que en lengua arábiga se dice Sajelo y también el camino de la sed y del espanto. Y este que tan lindos nombres merece es un yermo más dilatado que la mar oceana, una extensión pedregosa unas veces llana y otras veces llena de montañas y cerros donde no se crían árboles ni plantas ni verde alguno sino algunas matillas y escaramujos de espinas. Y no hay bicho alguno viviente fuera de algunas sabandijas que no necesitan del agua.
Y éstas son lagartos y víboras y escorpiones y unas pocas hienas y algunos perros montunos que siempre muestran los dientes, como lobos en febrero, y esta suerte de bichos, todos dañinos. Y no hay agua más que en unos pocos pozos a muchos días de camino el uno del otro y éstos son hondos a maravilla y muy celados y dan agua salobre y dura y caliente y si una caravana yerra el camino o encuentra un pozo seco, luego perecen todos, así hombres como camellos, como algunas veces acaece.
Y el primer pozo al que vinimos a dar, después de ocho días de penoso andar por aquellos fragosos caminos y pedregales requemados, fue uno al que llaman Chega, y antes de dar en él pasamos a un día de camino por una cañada donde había muchas osamentas esparcidas así de hombres como de camellos, los cuales en otro tiempo erraron el camino y perecieron, y las de los hombres estaban peladas y blancas, más blancas que las que viéramos cerca del castillo Ferral, donde mi señora doña Josefina vino a mí la vez primera. Y las huesas de los camellos tenían el cuero encima, reseco y duro como parche de tambor, y en pasándolos, Mojamé Ifrane me los señaló y dijo que si aquellos camellos murieran fue porque sus camelleros habían perdido el seso con el sol y la sed y los degollaron para beberles la sangre, que de otro modo ellos hubieran olido el agua y estrechándose un poco hubieran llegado a donde los pozos estaban, sólo que en ellos habrían perecido de no tener quien les sacara el agua y que así de estrechas eran las cosas del desierto, que el animal no vive sin el hombre ni el hombre sin el animal. Lo que tuvimos nosotros por seña de gran seso y razón y muy discreta enseñanza.
Y desta manera proseguimos haciendo nuestra vía cada jornada más penosa y esforzada que la anterior porque, a medida que bajábamos al desierto, mayores eran las calores del día y mayores los fríos de la noche, que es cosa maravillosa de contar cómo en una misma provincia pueden darse tales cambios del riguroso invierno al quemante verano en tan sólo un día. Mas no fue ésta la mayor maravilla que vimos con nuestros ojos. En otro sitio que llaman Dajado había ciertas peñas sueltas, tan grandes que no las abarcaran tres hombres cogidos de las manos, y estaban sobre el suelo de arena y cantos y las dichas peñas van caminando solas así como si fueran caracoles, sin que nadie las toque ni las mueva y van labrando en la tierra un canal hondo por donde pasan a causa de la mucha pesadumbre de sus cuerpos. Y a esto nos dijo Mojamé Ifrane que las tales peñas no son sino las ánimas del desierto que se mueven por entretener los ocios y hacer apuestas y estas ánimas, que en arábigo se dicen "efrimo", unas veces favorecen a los caravaneros y otras no, que son de muy mudable genio y un punto retozones. Y las hay entre ellas algunas machos y otras hembras, así como entre las gentes se suele, y si una hembra se enamora y prenda de un caravanero, ya no lo dejará nunca, más que cuando salga del yermo arenal, y allí quedará, en las lindes del verde, esperándolo a que retorne y lo acompañará de nuevo siempre y estará atenta a si le falta agua o alguna cosa y a señalarle pozos y manantiales secretos si menester fuere y cuáles son los mejores caminos y los que más a salvo llevan de una parte a otra.
Y otra maravilla no chica es que en el desierto, ya que no hay ríos de agua por mengua de manantiales y lluvias, los hay de arena y unos son más grandes que otros y unos principales y otros arroyos de menos monta, como en la tierra de cristianos, y estos ríos se mueven más por la noche que por el día y van discurriendo por entre las peñas y las montañas, y borran los caminos unas veces y otras veces los cambian y alteran, y ciegan algunos pozos y abren otros, y levantan grandes avenidas de arena que van suavemente discurriendo como las olas de la mar, y si te acaece haberte dormido una noche en el cauce de uno de estos ríos, a otro día amaneces tapado de arena que es cosa maravillosa de ver, como si te hubieren enterrado la víspera.
Y aunque los cristianos íbamos un poco afligidos y un mucho amedrentados de tan desolado camino, no osábamos comunicarlo el uno al otro ni tan siquiera al amigo, por no parecer medrosos más que aquella chusma de moros en cuya compañía íbamos, y, haciendo de tripas corazón, como el pueblo dice, seguíamos a la caravana y acomodábamos nuestras costumbres a las suyas, viendo que aquellas gentes, aunque paganas, eran más conocedoras que nosotros de lo que en cada ocasión cumplía hacer, y así comíamos a sus horas y bebíamos a las suyas y si escupían escupíamos y en todo hacíamos lo que ellos, si no que dos veces al día se paraban y se postraban encima de sus esterillas para hacer sus preces a La Meca y cantaban sus oraciones y entonces nosotros nos juntábamos con fray Jordi y oíamos misa y rezábamos devotamente como cristianos y cada uno pedía a Dios en su corazón salir con bien de todo aquello y yo le pedía, además, la pronta tornada por estar al lado de mi señora doña Josefina con cuyo pensamiento iba entreteniendo aquellas soledades, pues nunca de mí se apartaba. E iba yo trazando que de allí en adelante no podría vivir sin ella, pero Dios mediante el Rey nuestro señor me la daría por esposa en premio de mi esfuerzo cuando me presentara de vuelta llevándole no un cuerno de unicornio sino cuatro o cinco. Y yo me prometía tener a mi señora doña Josefina muy alhajada y dichosa de paños y joyas como reina, con lo que todas sus parientas y vecinas vendrían a mirarla con envidia en sus corazones. Y en estas ensoñaciones iba yo muy consolado y cobraba ánimos para el camino.