El primer lunes del otro mes llegamos al sitio que llaman Silete y allí acampamos y una sabandija picó a uno de los nuestros que se llamaba Juan García y era de una villa cerca de Toledo, muy buen ballestero, y aunque el físico de las llagas le sajó la pierna por la picadura y lo sangró bien por sacarle la ponzoña, luego la carne le fue subiendo como la de un buey y se le puso toda negra y se le vidriaron los ojos con grandes calenturas y se le secó la boca y por más pomadas que fray Jordi le untó y más destilaciones que le dio a beber y más oraciones que hicimos, no hubo remedio y el hombre murió. Y éste fue nuestro primer muerto en tierra tan extraña, de lo que hubimos gran pesar y tristeza por tenerlo en agüero de los que después habrían de venir, y cuando entramos en Silete no nos alegramos, aunque muchos días lo habíamos esperado como a regalo.
Y es este Silete un vallecillo donde hay siete pozos y algunas palmerillas chicas que han crecido en derredor, y algún verdor, poco, muy mordido de cabras y camellos, y hay algunas casillas de barro muy míseras y muchos muros caídos y tapias de haber tenido algún pueblo en otro tiempo mejor. Y allí paramos y posamos al amparo de unas tapias y nos detuvimos dos días para que el ganado se repusiera un poco con el agua. Y al segundo día vinieron los targui, que son aquellos malandrines del desierto a los que es forzoso pagar por cruzarlo, y, aunque no eran más que treinta y pocamente armados de medias espadillas, Mojamé Ifrane les hizo mucho agasajo y ceremonia y se entró en su tienda con el que parecía el mandamás de ellos, que era un hombrecillo enjuto de blancas y pocas barbas. Y allí estuvieron haciendo sus acuerdos y parlas y luego salió el mayordomo de la caravana que con ellos entrara y mandó cargar ciertos paños y algunas trébedes y ollas y sal y pertrechos en los camellos de los targui, que ése era el portazgo y tributo por pasar adelante. Y esto acabado luego se fueron muy saludadores y derechos en sus sillas. Y lo que más era de ver fue que las cabezas las llevaban liadas en vendas negras muy luengas y que el sudor las despintaba y les ponía la cara antes azul que de otro color y también las manos, del mucho llevarlas al rostro cuando hablan, y ese teñido y afeite lo tienen a gala y para que no se les borre y pierda no se lavan nunca, lo cual debe ser también por la mucha mengua de agua que en el arenal se padesce, que hasta los moros han de hacer sus abluciones, cuando rezan, con polvo y no con agua. Y certifico que al salir de aquel erial, después de dos meses de muchas estrechuras y dificultades, olíamos ya derechamente como los camellos. Mas no fue la mengua de agua la peor lacería que nos estaba aparejada, como luego se verá.
Y en este Silete mandé hacer oficio por el ánima del dicho ballestero finado y esto así acabado y concluido partimos de allí y seguimos adelante por aquellos rastrojos, siempre sufriendo como buenos y esforzados las muchas y grandes calores. Y jurándolo por mi fe, porque me crean cristianos, certifico que no hay lugar más desolado y desapacible en la tierra que aquel arenal de los moros. Donde la hora del mediodía dura hasta casi la noche y el calor como la boca del horno abierta aflige y estrecha a hombres y bestias y es tan ardoroso el sol que la sombra se achica y el lumbror que levanta del suelo es como un humo y las piedras queman y quema el cuero y las hebillas y fierros dan vejigas y úlceras si se tocan por azar y el sudor va dejando una salecilla espesa como arena y el moco se seca en las narices y la garganta quema al echar las palabras. Mas, por cesar de prolijidad, dejo de explicar menudamente los actos que por el arenal pasaron.
El primer domingo del otro mes llegamos a un cerro grande que llaman Zeriba y desde su cumbre, que es muy pedregosa, se veían enfrente unos montes coronados de nubes, muy lejanas, como a tres días de camino, y en llegando a este lugar hubo gran algazara y grita en la caravana y hasta algunos camellos dieron berrea, en señal de contento, y vinimos a saber que detrás de las montañas aquellas estaba la primera ciudad del país de los negros que es una muy grande y famosa de nombre Tomboctú, de lo que hubimos gran placer y contento y fray Jordi salió de unas fiebres en que iba muy postrado y cobró ánimo y se vino a donde Andrés y yo caminábamos y propuso que aquel día se dijeran tres misas en lugar de la una acostumbrada y que se cantara un "Te Deum Laudamus" que entonamos todos los cristianos con mucha devoción y puestos de hinojos pues, ya salidos de aquellas privaciones y miserias, pensábamos que lo que viniera adelante sería cosa fácil y cumplidera de hacer.
Y después desto, ya con más ánimo, seguimos caminando los otros días y al quinto, que fue viernes, ya nos parecía ver la raya del horizonte con un blancor que sería el de los muros de Tomboctú, y a otro día vinieron a nosotros las gentes de aquella ciudad, mostrando tan grande placer y alegría de la venida de la caravana como suelen en Castilla hacer cuando comienza a llover si por algún tiempo las aguas son deseadas y se han detenido. Y ya metidos en medio del ruido y muchedumbre, entramos en Tomboctú y hallamos que allí no había muros blancos ningunos como pensábamos sino que una nieblecilla que las calores levantaban del suelo nos había engañado.
Tomboctú es una ciudad grande más que las nuestras suelen ser aunque, como la tierra es parda tirando a bermeja y las casas son todas de tapial malo y cañas y ramas y tienen en sus vejeces el mismo color de la tierra a la que vuelven disolviéndose y desmoronándose, es difícil decir dónde la ciudad empieza y dónde acaba el campo y la gente que la habita ha desertado de los arrabales y vive en medio, y alrededor hay muchas collaciones de casas y calles enteras menguadas y despobladas y arruinadas donde habitan hienas y otras alimañas y algunos malhechores hallan refugio. En esto se conoce estar muy disipada y destruida y haber sido más ciudad antes de lo que era cuando nosotros llegamos a ella.
Y los negros que allí habitan son tantos como los moros y otros cuarterones cruzados de ellos que no se sabe bien si tienen más de moro que de negro y todas las casas son igualmente pobres y no se ve a nadie más rico que el vecino, sino que todas parecen gente de poco pelo y venidos a tanto decaimiento y quebranto que no es cosa de poderse creer. Mas, a lo que pronto supimos, al país le llaman Chongay y por las jornadas de camino que iban de una ciudad a otra calculamos que sería más grande que Castilla y de hechura cuadrada y en cada esquina dél una ciudad, a las cuales ciudades llamaban, además de la nombrada Tomboctú, Gao, Salé y Genne. Y el Rey y los mandamases vivían en Gao muy encubiertamente y allí no podían ir los moros so pena de morir a manos del verdugo. Y Tomboctú era solamente el sitio donde se juntaban las caravanas y allí llevaban los negros sus mercaderías de esclavos y oro y marfil y pieles y nueces de cola. Estas nueces de cola son muy apreciadas entre los moros porque sus raspaduras dan calor al corazón lo mismo que el vino hace a los cristianos. Y a cambio de todas estas cosas, los negros solamente quieren sal y mucha sal y algo de paños y otras cosillas, en lo que se hecha de ver la gran necedad de esta gente que cambia lo mucho por lo poco y la sal por el oro.