Cuando llegamos a Tomboctú paramos en un corral grande, el más grande que nunca se viera, que estaba enfrente de una plaza que allí hay y dejamos fuera a gran copia de negros que salieron a vernos. Los cuales negros iban desnudos y en cueros si no fuera porque llevaban sus partes tapadas con un paño que apenas alcanzaba a vedarlas.
Y echamos de ver que las partes de los negros son más luengas que las de los cristianos y aun que las de los moros, en lo que hubimos no poco pesar, sólo que a Inesilla se le alegraban los ojos y Andrés la miraba severamente, mas ella decía que estaba alegre porque ya habíamos salido de las estrecheces y fatigas del desierto y no por otra cosa.
Y luego que hubimos aposentado nuestros fardajes y camellos y pertenencias en un lado del corral grande que el mayordomo de la caravana nos señaló, dejamos con ellas mucha guarda de ballesteros y los demás salimos con los otros y nos juntamos a los moros que iban muy desenfadadamente para donde decían que había un río. Y a dos tiros de ballesta de allí vimos mucha arboleda muy verde y muy espesa y alegre y detrás de dicha arboleda corría turbio y manso el río más grande que nunca se viera, ancho a maravilla que parecía pariente de la mar, tan ancho o más como el Guadalquivir cuando ya se llega cerca de la mar oceana, pero más sosegado de corriente y espeso de aguas. En el cual río nos metimos a bañarnos con gran algazara y grita y fiestas y era gran muchedumbre de caravaneros los que a un tiempo se bañaban estorbándose unos a otros y jugando con las aguas, y las aguas, que de ordinario bajaban pardas, tornáronse grises y aún más oscuras, como si ceniza hubieran, de la roña que los bañistas íbamos dejando en ellas. Y en esto y en descansar y holgar de músicas y ferias se nos pasó el día muy ligeramente. Y de las grandes panzadas de agua que bebíamos de una fuente generosa que cerca de la plaza está, los vientres se desataron y luego los más de nosotros quedamos muy quejosos de mal de vientre con grandes retortijones y salida de gachuelas aquella misma noche. Lo que produjo gran contento y burla de los otros, a los que sólo se les manifestó el mismo mal a la mañana siguiente. Con lo que ya todos quedamos muy bien servidos.
Es cosa de mucha enseñanza cómo Mojamé Ifrane, después que hubimos entrado en el arenal, ya no castigó a ningún caravanero por hurto o falta sino que puntualmente iba dictándole las faltas habidas al mayordomo y escribano que con él iba para el asiento de las mercancías. Y en llegados que fuimos a Tomboctú, se dio pregón y el escribano fue diciendo los nombres de los que habían merecido castigo y ellos fueron saliendo del corral grande y les iban poniendo grillos de los que por aquella parte comúnmente se usan para prender esclavos, que no son de hierro sino de madera y alambre. Y luego que los hubieron sacado a todos, que serían como treinta o pocos más, Mojamé Ifrane fue diciendo el castigo que había de darse a cada uno de ellos y que era de latigazos, menos uno al que le cortaron una mano. Y luego los desnudaron y vinieron los capataces con látigos de cuero, muy fieros, y les azotaron las espaldas con ellos, en medio de la plaza pública, con gran concurrencia de gentes así de negros como de retintos y moros. Y los penitenciados daban recios alaridos y sollozos, sin cuidar la gravedad que a varón conviene, que les estaban dejando los huesos del espinazo al aire. Y era cosa muy fiera de ver cómo les caían las tiras de carne al suelo y sangraban como cochinos en mesa de matarife.
Y al final del castigo les pusieron en las espaldas ciertas hierbas majadas que cortan la sangre y paños mojados y los llevaron a la sombra y les acudieron con agua de que bebieran. Y de todos ellos murieron dos del castigo y los otros quedaron muy marcados en las espaldas. Sobre esto es cosa muy común entre los negros ver espaldas llenas de rayas blancas y cicatrices que son de penitenciados, donde los humanos yerros se pagan caros.
A otro día de mañana acudieron los caravaneros al corral grande donde había puesto un chamizo de hojas y ramas para que Mojamé Ifrane estuviera regaladamente a la sombra y allí les fueron dando la paga de haber cruzado el arenal y la dicha paga se les da en sal o en alambre de cobre y luego ellos la comercian con los negros, cada uno por su lado, y así llevan también su ganancia. Y en esto Mojamé Ifrane me llamó y me dio tres sacos de sal por encargo del Miramamolín, que así se lo había asentado antes de partir. De lo que quedamos todos muy contentos y agradecidos y yo hice repartir la sal a partes iguales entre los ballesteros y peones y cada cual se fue a gastar su parte alegremente como mejor quiso.
Los dos primeros días de nuestra llegada montamos las tiendas en nuestro lado del corral y allí dormimos con los otros. Mas era tanta la multitud de gentes que entraban y salían y el alboroto de los camellos que allí estaban y la gran pestilencia del aire, porque nadie se cuidaba de sacar el estiércol del ganado ni estercoleros había ni albañales para hombres o bestias, que se dormían mal y con mucho ruido y molestia. Así es que luego acordamos mudar y buscando por la parte del río, por tener más acomodo con el agua, dimos con otro corral largo como tiro de ballesta de pico a pico, con tapia de tierra pisada, caído por un lado, que parecía a propósito para nuestro acomodo. Y tomando licencia de Mojamé Ifrane nos mudamos a él y allí montamos nuestras tiendas y acomodamos a los camellos y reparamos los portillos que en la tapia había con mampuestos y ladrillos crudos que tomábamos de otras casas arruinadas. Con lo que quedamos contentos y muy aposentados. Y luego establecí que no salieran a la ciudad hombres solos sino en cuadrillas de a diez por lo menos, y esto fue por excusarnos de las muertes y puñaladas y ruidos que cada día había en las callejas y entre las tapias, por causa de que no habiendo allí mas vida que la que traen las caravanas, concurría gran muchedumbre de gentes que iban creciendo de día en día, sin bocado que llevarse a la boca, y era de ver cómo eran capaces de echar a un hombre las tripas fuera por robarle un puñado de sal.
Y cada día venían más negras que negros y supimos que todas las mujeres de los pueblos de alrededor se hacían putas cuando llegaba caravana y estaban en Tomboctú hasta que era otra vez partida, con lo que regresaban a sus casas y a sus maridos e hijos asaz ricas y contentas ya que no muy honradas. Y vinieron ballesteros contando cómo habían yacido con negras y retintas y alabando mucho que era muy placentero. Y picado de la curiosidad fuime yo a probarlo y lo probé y hallé que era como hacerlo con mujer blanca, sino que las negras tienen sus partes más prietas y calientes por dentro y les huelen no a pescado pasado, como a las blancas, sino más bien a cecina de carnero rancia. Y tienen los pendejos de esa parte muy rizados, que más parecen bolitas de roña que pelo y no pierden esa hechura por más que se laven, aunque tampoco se lavan tanto.
Y habiendo tantas mujeres ofrecidas, no cobran mucho por yacer sino que con un puñado chico de sal van muy contentas y pagadas y aun piensan que el que se lo dio, siendo blanco y poco conocedor de los usos de la tierra, queda engañado. Y corren a esconderse entre la muchedumbre de la gente pensando que luego le va a pesar su liberalidad y largueza y va a ir detrás de ellas para reclamar la mitad de la sal. Y otra cosa maravillosa y digna de nota es cómo entre los negros hay dos o tres rostros y no hay más, no como entre los blancos que cada uno tiene su cara y por mucho que se busque no se encuentran dos iguales, como no sea en hermanos del mismo vientre. Por eso, los negros, para distinguirse entre ellos, van todos marcados de un modo u otro y unos tienen cicatrices en el rostro, que ellos mismos se hacen cuando son niños como si se bautizaran, y a otros les falta un dedo o media oreja o están señalados de pedradas o tienen un chirle o alforzas de látigo y otras señas igualmente buenas. Y es de notar que todos traen buenos dientes y muy blancos. Esto será del poco uso que dellos hacen, porque no tienen mucho que comer. Y tienen poca barba y las narices anchas en desmesura por lo que son buenos oledores, y los labios gordos más que es menester, con los que dan muy cumplidos besos. Y las mujeres jóvenes tienen más tetas y más enhiestas que las blancas así como caídas para arriba, y los hombres tienen, como queda dicho, su miembro más largo y esto debe ser porque desde que son niños lo llevan más suelto y volandero y no tapado y frazado entre paños como por discreción solemos llevarlo los cristianos y sobre ello más ligeramente hacen uso dél, siendo gente grosera y dada al fornicio y no sujeta al temor de Dios.