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Diez

Y de allí a pocos días llamé a Paliques y fuime a ver a Mojamé Ifrane, que antes no lo hiciera ni quise hablarle por no importunarlo de sus muchas labores, y le dije que, estando ya descansados yo y mi gente, quería licencia para seguir adelante a donde se pudiese cobrar el unicornio.

Y Mojamé Ifrane nos recibió muy gentilmente con dátiles y leche, como suelen, y dijo cómo era mejor esperar a que vinieran ciertos negros de un pueblo distante que dicen Cuarafa y que son muy buenos pisteros y gente perita en los raros monstruos que pueblan el África y que entre ellos habría alguno más despabilado que, en pidiéndoselo él, luego se asentase para servirnos bien y llevarnos a donde con más comodidad pudiésemos cobrar el unicornio. Con lo que quedé yo muy obligado y volvíme a aconsejarme con los míos y todos fuimos de una opinión que era mejor esperar a lo que Mojamé Ifrane decía.

Y era de ver que cada día llegaban a la ciudad reatas de negros jóvenes atados por los pescuezos de dos en dos con grilletes de palo, como bestias en recua, y éstos eran los esclavos que habrían de tornar con la caravana y supimos que de cada cuatro que salieran tres morirían en el arenal y, como ellos lo sabían también, venían muy tristes y con gran pesadumbre de manera que daba pena verlos tan conformados a su negra suerte.

Y en pos de ellos venían otros con faltriqueras de cuero al pescuezo donde ligeramente llevaban oro en polvo, y otros con grandes frazadas de cueros malolientes a la cabeza y aún otros con otras cosas de más menudencia. Y todo cuanto traían se trocaba por sal y toda la ciudad era almoneda pregonada y porfiaban altercando los unos con los otros, moros con negros y retintos con negros y los negros entre ellos, con grandes voces y alboroto y mucho mover de manos y mesar de barbas y mucho asirse de brazos y empujarse que, en viéndolos de lejos, parecía que reñían. Y Paliques pasaba el día entre ellos muy entretenido tomando las parlas de muchos, unos de más cerca y otros de más lejos, con que me tenía contento y lo excusaba de todos los otros trabajos para que solamente estuviese atento a aprender las parlas, que algún día, barruntaba yo, nos iban a hacer mucha falta, como así fue. Mas los otros no siempre lo entendían así y murmuraban de mí. Y fray Jordi salía con su lego y con un criado negro que había tomado, al que llamaba el Negro Manuel, y recorría las arboledas del río y aún más allá en busca de yerbas, y hablaba con negros viejos, herberos y curanderos, que las conocían, y hacía cocimientos y jarabes y aprendía las virtudes de muchas hojas y raíces que nunca se vieran en tierra de cristianos, de las que él iba haciendo provisión para la vuelta y estaba muy contento con la mudanza. Y Andrés de Premió echaba panza como casado, de los guisos que le aviaba Inesilla y le había hecho una casilla en un rincón del corral y la había techado de cañas, como un juego de niños, y solamente miraba con un punto de envidia a los otros ballesteros que se iban a las negras cada tarde mientras él se quedaba en plática con Inesilla y con fray Jordi. En lo que yo advertía ser gran verdad que no hay hombre contento con lo que tiene, pues Andrés envidiaba a los ballesteros porque cada día se iban de negras y ellos lo envidiaban a él porque teniendo blanca suya no tenía necesidad de irse de negras.

Y así fuéronse pasando los días muy levemente y yo cada día iba al corral grande a tomar nuevas de los negros que llevaban mas aquellos que esperábamos de tan lejos no acababan de llegar y yo empezaba a cavilar si no estaría engañándonos Mojamé Ifrane y tomé determinación de que si no eran llegados para el día de Reyes, no aguardaríamos más sino que, tomando guías y pisteros de la tierra, nos iríamos de la ciudad y terminaríamos la holganza.

Y así nos llegaron las fiestas de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo que allí son en estación calurosa como agosto y aquel día nos vestimos con nuestros mejores avíos y montamos altar muy lucido de madera, con ciertas tocas y bayetas de mucha vista, en medio del corral y fray Jordi dijo misa cantada a la que asistimos todos muy devotamente y Federico Esteban tañó música muy gentilmente, que en cerrando los ojos parecía que estábamos en iglesia Mayor si no fuera por la mengua de incienso. Y dicho la misa, fray Jordi bautizó muy solemnemente al su criado el Negro Manuel y fue la madrina Inesilla y el padrino de la vela fui yo. Y luego le hicimos regalos como es costumbre y yo le di un gorrillo de lana que no pensaba que me fuera a servir más con aquellos grandes calores que sufríamos, y Inesilla le dio una sarta de cristales. Y luego hicimos colación y comimos muchos frutos de la tierra a los que ya nos íbamos acostumbrando y que son extraños en gran manera y muy grasosos y dulces y luego carne asada que habíamos ballesteado la víspera. Y hubimos todos gran contento y, aunque faltaba el vino, cantamos muy bizarramente e hicimos muy grandes fiestas de convites y salas y danzamos y bailamos como en estas fiestas se hace. Y a otro día amaneció gran multitud de negros a las puertas del corral y pedían bautismo con mucha devoción hincados de rodillas y fray Jordi acudió con lágrimas en los ojos muy fuertemente llorando y dijo cómo Dios Nuestro Señor había hecho el milagro de que se convirtieran tantos en el día que conmemorábamos su Nacimiento.

Y visto el prodigio luego caímos todos de rodillas y entonamos el "Te Deum Laudamus" muy devotamente cantando. Y toda la mañana estuvimos bautizando negros al lado del río como si aquello fuera el Jordán, mas a la tarde corrióse la voz de que a éstos ya no se les daban gorrillos de lana ni sartas de cuentas de colores ni regalo alguno y luego se les pasó la fe se retiraron todos diciendo muy gruesas palabras de enojo en sus lenguas africanas. Y quedó fray Jordi muy enfadado en medio del agua y apesadumbrado y corrido de ver cuán poco consistente es la fe humana y no le volvimos a ver la cara buena por diez o veinte días. De todo lo cual todos hubimos grande y provechosa enseñanza.

Cuando faltaban dos días para el de Reyes, en que yo había acordado de partirnos del lugar, vino a verme un criado de Mojamé Ifrane con recado de que el guía que aguardábamos era llegado. Tomé a Paliques y a Andrés de Premió y a otros cinco ballesteros y fuimos al corral grande donde Ifrane nos recibió muy gentilmente y con mucha alharaca morisca, de la que yo ya había aprendido a fiar poco, y luego hizo venir a un negro que allí cerca estaba, el cual mostraba ser muy joven y menos feo que los que hasta ahora llevábamos vistos. Y era de piel menos retinta y más clara y nos dijo que se llamaba Boboro y que ése era buen guía para lo que veníamos buscando. Y Paliques habló con él en todas las parlas que de los negros tenía aprendidas y no se entendían nada más que medianamente, pero con todo y con muchas señales de manos y mucho dibujar en tierra un caballo con cuernos y poner un palo en el hocico de un camello de los que allí cerca estaban, por más a lo vivo figurar lo que unicornio era, al final el negro, que hasta entonces había estado muy serio, y todo lo miraba con ojos de si estaríamos locos, cayó en la cuenta de lo que Paliques le estaba preguntando y se dio una gran palmada en la frente y desenvainó los dientes riendo con muy gran risa y ya nos pudo decir con mucho movimiento de cabeza que sí, que conocía el unicornio, y miraba señalando a Septentrión, con el dedo muy levantado, como si quisiera indicar la gran distancia detrás de las montañas grises que a lo lejos se veían, de lo que todos hubimos gran contento sino yo que me iba quedando en el corazón como una sombra triste de congoja detrás de todos aquellos sucesos africanos, lo que yo achacaba a la ausencia de doña Josefina, en la que cada día pensaba al caer la tarde. Mas con todo acordamos con Boboro que saldríamos de allí a tres días y que su paga había de ser de un cubilete de sal cada día, y que cuando hubiésemos cobrado al unicornio le regalaríamos un camello y él quedó contento y nosotros tornamos a nuestro corral muy satisfechos del trato y del aparejo que iban tomando nuestras cosas.