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De allí a tres días levantamos el campo, con toda la cámara y la plata, y yo fui a despedirnos de Mojamé Ifrane y le llevé tres cartas para que se las diera a Aldo Manucio el genovés cuando estuviera de vuelta en Marraqués. Y la una era para mi señora doña Josefina y las otras para que las hicieran llegar a mi señor el Condestable y al Rey nuestro señor, y en todas tres daba cumplida noticia de cómo discurrían nuestros asuntos y de lo que hasta el día de la fecha nos había acaecido. Y con ellas iba un compendio breve en romance para información de aquellos que les plugiere leerlo de cuáles son las costumbres de los negros y retintos y el género de vida que llevan.

Y mostrándose el alba del día que digo, preparamos el fardaje y antes que fuera media mañana salimos muy lucida y ordenadamente por el camino de Septentrión, que sigue el río grande aguas adelante, por muy buenas y placenteras sombras y arboledas. Y éramos cuarenta y ocho hombres blancos y una mujer y quince criados negros que unos y otros habían asentado para que nos sirvieran, y tres mujeres negras, y Boboro, el guía retinto. Y el dicho Boboro iba delante de todos, muy ligeramente caminando y señalando los árboles y los montes muy parlador, por mostrarse más perito en las cosas de aquella tierra. Y a su lado iba Paliques dándole conversación y señalando cosas para que el otro le dijera cómo se llamaban y luego una cuadrilla de ballesteros en sus camellos y luego otra donde iban los criados con el fardaje a lomos de más camellos y detrás los demás ballesteros y nosotros ya que, siendo tierra de mucha yerba y humedad aquella ribera, uno podía caminar detrás sin tragarse los polvos que levantaran los de delante. Y al olor nauseabundo que van dejando los camellos ya teníamos hechas las narices. Y así nos fuimos metiendo por espesos bosquecillos de muy raros y copudos árboles, más altos que nogal viejo y más prietos que ciprés, y de muy altas matas y yerbas, que a veces habíamos de cortar con los cuchillos y espadas para abrir paso a los camellos, y en esto gastamos un mes de camino y aún no llegábamos a las montañas azules sino que parecía que cada día nos alejábamos dellas y Paliques preguntaba al negro Boboro y él decía que llegaríamos pronto, mas no quería decir en cuántas jornadas, a lo que Pedro Martínez, "el Rajado", se enojaba mucho y porfiaba que él se lo sacaría a palos y lo haría hablar en cristiano y que aquel necio de negro era menos necio de los que pensábamos y acabaría robándonos la hacienda y dejándonos perdidos en el monte, y yo lo mandaba callar pero tampoco me barruntaba nada bueno, sólo que disimulaba con gran disimulación y tenía paciencia pensando que las cosas quieren su tiempo para alcanzar sazón.

Un día llegamos a un claro de yerba muy alta y espesa donde el río hacía un recodo sin perder su mansedumbre y acordamos descansar allí dos o tres días por dar tiempo a los camellos a que se repusieran, que algunos venían muy quebrantados y menguados por la rareza que de la humedad tienen siendo más afables a las sequedades y calores del arenal. Y mandé levantar un corral a la parte del río, con cava honda y estacas, donde más a salvo estar aquellos días. Y esto hicieron los criados negros de muy mal talante, como gente que no está hecha a trabajar, y aun miraban muy aviesamente a los ballesteros que les hacían chanzas y reíanse de verlos cavar con tan pocos oficios. Y levantamos tiendas y dormimos allí y a otro día de mañana salió el sol y vimos que Boboro y los otros negros y negras eran idos y se habían llevado la sal que traíamos y dos o tres costales de viandas y otras cosas menudas y paños, y más adelante notamos que también habían hurtado las ligas nuevas de reparar las ballestas, en lo que tuvimos gran pesar. Y así pasamos otro día y mandé partidas al campo por ver si había rastro de los negros y a mediodía volvió una con el rastro hallado. Y el que lo encontró era aquel Ramón Peñica, que era de los criados del Condestable que con nosotros venían y había sido muy buen fiel del rastro en Jaén. Y él como perito me certificó que los quince criados negros idos y Boboro habían marchado todos juntos y que a una legua de allí se habían juntado con otros que, por las pisadas, serían hasta cien más y que luego las pistas de todos iba junta y se entraba en el bosque de donde ya no quisieron seguirla sin venir a darme aviso. Y yo hice consejo con Andrés de Premió y platicamos sobre ello y determinamos de mandar a otro día una cuadrilla de veinte ballesteros conmigo y Andrés quedaría guardando el real con los otros. Y luego se fue el sol y vino la noche y pusimos muy grandes guardas en todos los lugares do convenía para que no fuésemos de los enemigos ofendidos. Y fuímonos a dormir. Pero a medianoche hubo gran ruido y grita y Villalfañe sonó la trompeta dando rebato en el campo, que el enemigo estaba sobre nosotros. Y todos salimos mano a las armas y sólo pudimos ver sombras que corrían a lo lejos y Andrés de Premió en cueros vivos daba grandes voces y ordenaba a sus hombres que tiraran con las ballestas y algunos tiraron a los que huían, que habían matado a nuestros guardas. Y luego nos quedamos velando hasta que viniera el alba y avivamos los fuegos que hubiera luz por si los negros volvían, mas ya no volvieron. Y en clareando el día se mostró el alba y catamos el daño. De los cuatro guardias que había puestos a los dos habían degollado y a otro lo habían herido de tajo por el pecho y quedaba para morirse y el cuarto se había defendido bien y había matado a dos negros. Y los negros muertos eran de los que venían con nosotros en oficio de criados. Y los tiros de los ballesteros habían matado a otros tres negros cuyos cuerpos aparecieron más lejos, con los pasadores muy bien clavados en las espaldas. Y de los treinta y dos camellos que llevábamos, los negros habían desjarretado a veinte y nueve que ya no se pudieron alzar del suelo donde quedaban ni servían para cosa alguna. Y yo mandé luego degollarlos por excusarles padecimientos. Con lo que aquel día tuvimos carne de sobra y la comimos con nuestras lágrimas viéndonos tan menguados y quebrantados por los desastres y desventuras que nos acaecían. Y a la tarde volvieron unos ballesteros que habían salido con un negro cautivo. Y el dicho negro venía herido de un pasador en el muslo y los suyos lo habían dejado atrás. Y la parla que hablaba no era entendida por el Negro Manuel ni por Paliques.

Con lo que, no siendo bueno para cosa alguna, dejé que la ballestería se desahogara con él dándole crudos tormentos y capándolo y sacándole los ojos, de lo que murió a poco.

Y llegó la noche y avivamos fuegos y pusimos otra vez dobladas velas que tuvieran los ojos bien abiertos. Mas esta vez no osaron los negros acercarse aunque hacían ruidos a lo lejos para que supiéramos que estaban sobre nosotros y ponernos miedo.

Otro día amanecido hicimos consejo sobre si convenía tornar a Tomboctú por otros guías o seguir adelante río abajo. Y aunque algunos querían volver, los otros y yo fuimos del parecer de que siguiendo el río habíamos de llegar pronto a algún pueblo o al mar donde nos podríamos mejor socorrer que volviendo atrás sin camellos. Esto así acabado y concluido cargamos el fardaje en los tres camellos que quedaban y lo que no pudimos llevar lo quemamos. Y allí ardieron algunas tiendas de buen lienzo y ciertas ropas y paños que fuera lástima dejarlos atrás para provecho de los que tan crudamente nos desamaban y perseguían.