Выбрать главу

Once

El primer domingo de marzo hallamos un pozo con brocal grande de piedras en derredor y una vereda. Y acordamos seguir aquel camino y al poco trecho vimos algunas mujeres negras vestidas de largas tocas y fuimos a ellas y cuando estaban a un tiro de ballesta les dimos voces que éramos amigos, en la parla de los negros, y les hicimos señas. Mas ellas no entendieron y se alborotaron y escaparon con mucho susto y nosotros seguimos por la vereda adelante donde, a poco, dimos en un llano donde se descubrían más de cien chozas redondas con las paredes de barro y el techo de caña, como algunas que hacen los pastores en Castilla.

Y en torno a las chozas había una cerca baja de barro, menos que tapia, que no llegaría al pecho, buena para que no entraran animales al pueblo mas no para defensa de hombres. En lo que conocimos que sería pueblo de gentes pacíficas y así nos íbamos acercando cuando la gente se fue saliendo al camino en gran muchedumbre, todos negros de la negrura y tinte del traidor Boboro. Mas como venían mujeres y niños, nada temimos, sino que concertadamente y en buena ordenanza seguimos adelante. Mas yo dije que los traseros que en la zaga marchaban llevasen armadas las ballestas por si acaso. Y en llegando a tiro de piedra los negros se detuvieron y el que parecía mandamás de ellos se adelantó.

Y éste era un viejo liado en una manta y con los pelos pintados de alheña y abiertos como melena de león. Y levantó una mano, que es señal de amistad entre aquellas gentes, y los que venían detrás, que venían gritando muy extraños gritos, se callaron luego. Y es de ver que entre los negros hay muchas tinturas y pelajes pero todos tienen la misma costumbre de gritar cuando se juntan muchos que no parece sino que los estén despellejando. Y también patalean mucho sobre el suelo levantando grandes polvos. Y fray Jordi creía que, por causa desta costumbre, les han ido agrandando los pies y hasta ensanchando las narices, pues, cuando hacen fiesta festejada, se meten en muy recios polvos donde no podemos respirar los cristianos pero ellos sí respiran como digo, por la anchura de las narices.

Y luego que llegamos a medio tiro de piedra, se pararon los negros y nos paramos nosotros y se adelantó el mandamás y nos adelantamos Paliques y yo. Y Paliques temblaba algo. Y en llegando al negro yo le hice el saludo morisco que pensé que lo entendería, y éste es poniendo la mano derecha en el pecho y luego en la boca y luego en la frente. Lo que quiere decir que mis sentimientos y mis palabras y mis pensamientos están contigo y es la cosa más mentirosa y embustidora que nunca se viera, pues sabido es que cuando un moro te lo hace es mejor que no te fíes de él. Hícelo yo, por ver si el otro entendía, y él entendió y lo hizo también, por donde ya nos percatamos que había tenido trato con moros. Y luego habló Paliques y el otro entendió y Paliques dijo qué recado nos traía al país de los negros y cómo éramos criados del Rey más grande de los cristianos y cómo veníamos en pos de un animal llamado unicornio. Y el viejo todo lo entendió menos lo del unicornio, de lo que yo hube no poco pesar. Mas en eso se volvió y dijo algo a los que atrás quedaban y ellos se apartaron haciendo calle y pasamos por medio de la muchedumbre y nos pareció que eran gente respetuosa y algunos dellos alargaban la mano como niños temerosos y tocaban nuestras carnes, que nunca las vieron tan blancas, y pensaban que era ilusión o que las traíamos pintadas de polvos de albayalde y se maravillaban mucho de que fuera aquélla nuestra color natural. Y otros se espantaban de las barbas y subían manos a mesárnoslas mas yo di orden de que nadie lo tomara a ofensa pues la negrada no entendía lo que era en Castilla mesar barbas y que en esto debíamos consentirlos sin tomar ofensa, como se lo consentimos a los niños, y los ballesteros en todo fueron obedientes sino aquel Pedro Martínez, "el Rajado", que venía refunfuñando que yo los ponía en grandes peligros por tener las cosas en poco y que él no sufriría que le mesara las barbas ni su padre. Mas, por suerte, ningún negro le puso mano a las suyas porque las tenía ralas y entrecanas y le hacían una cara de catavinagres que a nadie, por más negro que fuera, apetecería llegarse a su rostro. Y con esto pasamos adelante y fuímonos entrando por entre las chozas y llegamos a una plaza que en medio dellas se hacía y a un lado de la plaza había una casa grande hecha del mismo adobe y cañas trenzadas que las otras, pero mucho más alta, que parecía iglesia si no hubieran sido los negros gente pagana, y enfrente della estaba una choza más ancha y muy adornada de abalorios y pieles curadas, que conocimos ser la posada del Rey. Y paramos delante y el Rey de aquellos negros salió a vernos y era el hombre más gordo que jamás se viera, que casi no podía andar de las mantecas que le colgaban del culo y de los brazos, y la panza la tenía no más chica que tonel de quince arrobas, y la papada le hacía tres pliegues en la sotabarba y le descansaba en el pecho, y las tetas las tenía como ama de leche. Y todo esto lo vimos porque, fuera de algunos adornos de ciertas cañas pintadas y marfiles, el Rey de los negros venía del todo desnudo y en cueros como su madre lo parió, menos un pañizuelo que alcanzaba a taparle las vergüenzas. Y el viejo que nos había traído dijo que aquél era el Rey Furabay, pero nosotros de allí en adelante lo llamamos el Gordo haciendo merced de que a los Reyes no es ofensa llamarlos por apodo. Y el viejo era su médico y su consejero y canciller y se llamaba Cabaca. Y le dio parla al Rey de quiénes éramos y del recado que traíamos y el Rey me hizo seña que me acercara a él y luego me estuvo gran pieza mesando las barbas y palpándome los brazos y acariciándome el pescuezo con aquellos sus dedos sebosos y suaves como negras butifarras o morcillas, y yo me dejaba hacer con paciencia y disimulaba el asco. Y detrás del Rey Gordo salieron hasta cuatro mujeres muy liadas en tocas de muchos colores y con el pelo muy trenzado en trencillas chicas como cordel y adornado de prolijos modos. Y dos de ellas eran gordas casi tanto como el Rey, pero las otras dos eran jóvenes y de armoniosas y justas carnes y Cabaca dijo que aquéllas eran las mujeres del Rey Gordo y fue diciendo los nombres dellas, sólo que yo sólo me quedé con los de las dos jóvenes que eran Asquia y Duma. Y las dos se parecían como hermanas porque, como ya dejo dicho de otras veces, entre la gente negra hay menos caras que entre la blanca, sólo que Asquia tenía el mirar más alegre que la otra y alargó un brazo como si titubeara si tocarme el pescuezo o no y yo le compuse mi semblante amistoso y ella se rió con una muy alegre y prometedora risa y el Rey Gordo se rió como invitándola a que me tocara y con esto ella tuvo licencia y me pasó la mano cálida y suave por el cuello, de lo que me subió un temblor por el estómago arriba y quedé muy confortado y los otros ballesteros muy envidiosos después del regocijo que habían tenido cuando el Rey Gordo me palpó como a caballo en feria. Y con esto dio plática el Rey Gordo, la cual entendió Paliques, y era que no sabía qué regalo habíamos traído para él, porque es costumbre del país que las visitas se hagan regalos y en esto los negros tienen los mismos malos usos que los blancos y yo, no sabiendo qué darle, determiné entregarle aquel vestido que me regalara mi señor el Condestable y que llevaba en mi hato de ropa estorbándome ya y sin habérmelo puesto desde que entramos al arenal. A la vista estaba que en el país de los negros no iba a encontrar ocasión de lucirlo y así lo saqué de su talega y se lo entregué y él lo tomó a gran merced y lo miró por muchos sitios y se reía como niño con vejiga y, aunque nunca se lo podría poner, por su mucha grosura, lo metió para su choza con grandes muestras de placer. Y en estas y otras pláticas sobre nuestro país y familias gastamos el tiempo hasta que el Rey Gordo, que mucho no podía estar de pie, nos despidió y nosotros fuimos con Cabaca y toda la otra gente a unas chocillas que allí cerca estaban, donde nos aposentaron muy bien aposentados, que era de mejor habitación que a lo que estábamos acostumbrados, y nos trajeron de comer gachas de mijo y frutos de diversas clases y nos hicieron muchas honras y fiestas y nos ordenaron muchos placeres y luego se fueron para que descansáramos.