Y el animal que el señor secretario me estaba señalando era aquel caballo.
Y el secretario volvió a preguntarme: "¿Conoces qué animal es éste?" Y yo, no queriendo parecer rústico, no sabía qué responderle porque en mi vida había visto un caballo tan guarnecido de cuerno, y aunque pensaba que era alguna adivinanza o chascarrillo, le respondí honradamente: "Paréceme, señor, que es un caballo si no fuera por ese como cuerno que tiene en medio de la frente". Y él se me quedó mirando gravemente y movió un poco la cabeza como si pesara las palabras que iba a decirme y luego me dijo: "Caballo es, amigo mío, pero de una clase de caballos como nunca se ha visto por nuestros reinos ni creo que nunca se vea en tierra de cristianos. Su nombre es el unicornio por ese cuerno que le ves en la frente en el que reside su maravillosa virtud. Estos caballos unicornios pacen en los pastizales de África, más allá de la tierra de los moros, donde nunca llegaron cristianos fuera de los mercaderes del Preste Juan si es que tal hubo. El Rey nuestro señor quiere que tú y otros vayáis allá y le traigáis uno de estos cuernos". "Un cuerno", dije yo en mi asombro, y el secretario me preguntó: "¿Es una pregunta o una opinión?" Y yo le contesté: "Es una pregunta". "Bien -dijo él-, pues sí: es un cuerno. El Rey lo necesita para que sus boticarios saquen de él ciertos polvos de virtud que son muy salutíferos y necesarios para el buen servicio del Rey nuestro señor. Pero de esto importa mucho que no sepa nadie ni una palabra ni qué embajada lleváis, sino que iréis bajo capa de otro negocio que se os explicará".
Así fue cómo me vi embarcado en la busca del unicornio.
Dos
El Secretario Real no me dijo más. Tan sólo me recomendó mucha discreción y secreto, porque importaba grandemente al servicio del Rey nuestro señor que nadie supiera lo que íbamos a buscar a la tierra de los negros. Me hizo saber que partiríamos de allí a cuatro días, miércoles, en que él confiaba juntar cuantas cosas eran cumplideras y necesarias a nuestro negocio y que si alguien me preguntaba había de decir que el servicio del Rey nos llevaba al moro de Granada para asentar unas treguas con el sultán y que ése, y no otro, era el motivo de que su majestad hubiera requerido a un criado del Condestable, a cuyo cargo es sabido que estaba la frontera y linde del moro. Con esto me despidió y me dio diez maravedís para mis necesidades, lo que no era poco, cuando mi yantar y cama y el pesebre de "Alonsillo" ya quedaba salvos y horros en el alcázar mientras allí estuviese.
Aquel día por la tarde me vino recado del secretario del Rey que fuera al convento que dicen de San Francisco y preguntase allí por fray Jordi de Monserrate, el cual ya estaba enterado de quién era yo y me estaría aguardando. Fui, pues, para las caballerizas, ensillé a "Alonsillo", que se alegró mucho de verme otra vez, aunque luego le quedara un punto de recelo porque ya se había aficionado a la buena cebada y creería que lo sacaba de aquellas granjerías para meterlo otra vez por leguas y caminos. Salimos del alcázar por su puente de tablas y fuime dando un paseo por la apacible ribera del río, luciendo talle y apostura, la mano en el pomo del estoque, levantando capa por detrás, que sentíame mirado por las lavanderas que allí se juntan y alguna habría entre ellas en edad de suspirar. Y así me llegué, subida una cuesta que entre árboles se hace, al dicho convento, donde el fraile portero se hizo cargo de "Alonsillo" y llamó a un lego que me acompañara y el lego me introdujo en un patio umbrío porticado de columnas donde manaba una amena fuentecica y de allí, por un corredor oscuro, salimos a un fresco emparrado que daba al huerto de los frailes, grande y asomado al hondón del río. Y a lo lejos se veía un fraile gordo tocado con un gran sombrero de paja, que se inclinaba sobre las matas. El lego me lo señaló y me dijo: "Aquél es fray Jordi de Monserrate", y sin decir más se volvió a sus menesteres. Con lo que yo me fui para donde el fraile del sombrero estaba, rodeando la veredilla y la alberca. Cuando le llegó mi sombra, que caminaba delante de mí, se enderezó el fraile y se enjugó el sudor de la frente con la manga de la remendada saya y mostrándome una mata de cierta planta, que acababa de segar, me dijo: "¡La humilde verbena!: tisana para llagas y heridas que nos vendrá muy bien en tierra de infieles.
A lo mejor también abunda por allí, pero yo, por si acaso, ando haciendo provisión de ella. También purifica la sangre y embellece la piel". Sonrió un poco mirándome y añadió: "Y a los mozos como tú les alegra el vino y les dice si son amados de sus damas o no. ¡Verbena con miel! ¡También yo la caté cuando era joven!" Dijo esto y rióse y le tembló la papada y el vientre, que el fraile era un punto gordo y mofletudo y colorado, de estos que tienen la sangre espesa y son más inclinados al humor y al yantar que a los otros tropiezos de la humana condición. Y yo abría la boca para decir quién era pero él me contuvo con un gesto y dijo: "Juan de Olid, criado del Condestable de Castilla y ahora oficial del Rey". "¿Oficial del Rey?", pregunté yo, que no sabía nada de aquella súbita privanza. Y el fraile asintió risueño con cara de estar muy enterado del asunto y me dijo: "Tú eres el que mandará a los ballesteros que han de escoltar la embajada". "¿Y sabéis el destino de la tal embajada?", torné a preguntar yo. Y él me sonrió y se me quedó mirando, como si midiera si me lo había de decir o no, y al fin dijo: "Buscar el unicornio". Y como me lo dijo con el mismo tono con que se dice coge la cesta porque vamos a buscar espárragos trigueros, me tranquilizó mucho y cobré confianza para preguntarle por el unicornio y si sería bestia de difícil caza. Fray Jordi no dijo nada sino que me hizo seña que lo siguiera y me llevó a una cámara alta donde los frailes tenían su escritorio y allí había más libros de los que un hombre letrado podría leer en toda su vida.
Me ofreció asiento en un estrado muy manchado de tinta que había al lado del ventanal plomado, por donde entraba la luz del huerto. Tomó un libro de los anaqueles y lo abrió por un folio que estaba señalado con una cinta. Lo puso sobre la tabla del escritorio, delante de mí. "Esta es la palabra de Dios en el Antiguo Testamento", me dijo señalándome unas letras hebreas que no entendí.
"R.em" -leyó- ésa es la palabra que designa al unicornio, aunque las Escrituras de los Setenta se llama "monokeros", palabra griega que es tanto como decir "unicornis". Muy ilustres autores antiguos y Padres de la Iglesia se han ocupado de este animal, entre ellos San Gregorio y San Isidoro. Yo llevo meses escudriñando en los textos todo lo que se sabe de él por interés del Rey y obediencia a mi superior", explicó. Hizo una pausa y prosiguió: "El unicornio no se puede cobrar vivo porque, de cualquier forma, muere pronto en cautividad; además sería peligroso más que apresar un león porque es muy feroz y nada puede resistir a su cornada, ni broquel ni adarga doblada. Le gustan las palomas y suele sestear a la sombra de los árboles donde ellas se posan. Su mayor enemigo es el elefante, al que vence y mata atravesándolo con su cuerno. Un cuerno largo y retorcido que aguza contra las piedras como el cochino de monte afila sus colmillos. Pero nosotros lo cazaremos con una virgen, si Dios ayuda".