Los cuales decían que el oro venía de un sitio del Meridión distante cincuenta jornadas de camino y este sitio se llama Faleme en la parla de los negros y allí hay un gran río y altas montañas y los negros que habitan aquel país se llaman bambukas y no tienen trato alguno con sus vecinos.
Y los que allí iban a comprar oro llevaban cargas de sal y el comercio se hace de la siguiente manera que diré: llegan los mercaderes con la sal y la dejan en una plaza grande que cerca del río se hace, en montones del peso de la que un hombre puede llevar.
Y luego retíranse al otro lado del río y esperan. Entonces salen de entre los árboles y matas los negros bambukas y van a la sal y la miran y ponen una esterilla con un puñado de polvo de oro al lado de cada montón de sal y se retiran a sus árboles. Entonces vuelven los mercaderes de la sal y tornan a pasar el río y miran el polvo de oro que los otros dejaron y, si les parece suficiente, lo toman y si no se retiran al otro lado del río como la vez primera, sin tocar nada.
Vuelven los bambukas y viendo que el oro sigue allí dan muchos gritos y se arañan el pecho como si hubiera ocurrido gran desgracia y luego añaden un poco más de polvo de oro al que pusieron y se retiran otra vez. Y así se repite el toma y daca hasta que los negros están conformes y retiran el oro. Pero algunas veces sucede que los bambukas se molestan y retiran el oro que pusieron. Entonces los otros han de tomar su sal y todos esperan al día siguiente para volver a empezar el trato.
Con esto seguimos nuestro camino que no era ninguno cierto, puesto que, por donde íbamos, no vivía nadie, según notamos, por lo confiadamente que podíamos acercarnos a las manadas de ciervos y venados y otra carne de monte que por allí se cría, y fuimos saliendo de las espesas arboledas, donde había grandes serpientes y muy fieros mosquitos que mucho ofendían, y un calor de sofoco y mucha agua en el aire así como si cerca hirvieran calderas, y llegamos muy menguados a las treinta jornadas de marcha al sitio que llamaban los negros Calope. Y ésta era una vega llana donde se perdía la vista sin topar con montañas u otra cosa y tenía un yerbazal muy alto y amarillo y pocos árboles y éstos muy derramados y de buen cobijo y por allí seguimos con más comodidad, ballesteando carne y habiendo placer y estábamos nueve blancos y treinta negros que el Rey Gordo nos diera para acompañamiento y criados, y ellos venían de muy buen grado por el poco peso que entre todos repartían y la mucha liberalidad y franqueza que con ellos usábamos.
Y en aquel llano ya vimos leones, que no osaron acercársenos, y otros animales grandes y fieros y elefantes y muchos burros rayados de los que viéramos la otra vez, por lo que nos alegramos pensando que ya estábamos cerca del sitio donde pastan los unicornios. Y apretábamos el paso si podíamos por acortar jornadas. Mas una mañana divisamos lejos una como caravana de negros y en acercándonos vimos que no era pueblo en marcha como pensábamos sino soga de esclavos que los llevaban cautivos y no había entre ellos blancos ni moros sino tan sólo unos negros llevando a otros. Y ellos al vernos se pararon y se pusieron en junto y los guardas que los llevaban levantaban las varas y daban grandes palos en las cabezas de los cautivos para que se echaran al suelo y los tapara la yerba y yo me adelanté con tres ballesteros y Paliques a haber parla sobre qué sitio era aquél y por dónde habría unicornios mas, antes de que llegáramos a donde estaban los guardias, que serían como cincuenta, ellos dieron gran grita y tiraron de sus venablos y gran copia de flechas sobre nosotros. Y a un ballestero que se llamaba Cristóbal de Nicuesa le pasaron el pecho y le salió el hierro por la espalda y murió luego y a Paliques le rebotó una flecha que venía sin fuerza en la chaquetilla de cuero.
Y vista la traición y felonía, corrimos atrás dando una gran vocería por avisar a los otros. Y el de Villalfañe que lo sintió tocó la trompeta muy reciamente a degüello y los ballesteros dieron grita de ¡Enrique, Enrique, Castilla y Santiago! y vinieron con las ballestas armadas e hicieron una salva de la que pasaron a diez o doce negros de los guardias. Y de esto hubieron los enemigos gran espanto, pues nunca vieran un tiro de ballesta que desde tan lejos hiere tan acertadamente y mata, y alzaron las manos con mucha grita y tiraron al suelo venablos y flechas en lo que entendimos que se daban sin lucha y así formamos línea y abiertamente nos acercamos a ellos con las ballestas por delante y mandé a nuestros negros que fueran a soltar a los cautivos que en el suelo quedaban. Y en soltándolos luego ellos se fueron contra los guardas y los mataron a todos muy crudamente con piedras y con palos y clavándoles flechas como si navajas fueran. Y nada hicimos nosotros por contenerlos.
Y luego que hubieron matado a sus guardas vinieron a nosotros y se tiraban a tierra y nos besaban los pies y nos abrazaban nuestras rodillas y derramaban muchas lágrimas y daban alaridos no sé yo si de contento o por mostrar gratitud. Mandé a Paliques que tuviera parla con ellos y Paliques probó una parla y luego otra y luego otra, de las chamullas de los negros que tenía aprendidas, mas ninguna cuadraba bien y en ninguna era entendido. Mas luego vino uno de los negros que nos diera el Rey Gordo, el cual sí pudo entenderlos y por su intermedio supimos que venían de un sitio que llaman Garrafa y que estaba para la parte del Meridión y que aquellos negros que los llevaban cautivos eran de los chongai sus enemigos y los habían prendido para venderlos como esclavos y que ahora que los habían muerto era mejor huir todos para su tierra pues tenían por cierto que cerca de allí había muchos más de aquellos enemigos muy fieros y armados, en un sitio donde hacían juntas de cautivos antes de pasar con ellos adelante a donde los mercados están.
Y que éstos eran tantos que había que excusar escaramuza con ellos siendo nosotros tan pocos. Y a lo que preguntamos por un animal de tales señas con un cuerno solo en la frente tuvieron sus fablas entre ellos muy vivas y luego contestaron que a muchas jornadas hacia la parte del Mediodía había un río grande de nombre Congolunda donde se vieran animales como aquel que decíamos y que pacían yerba y eran grandes y tenían un cuerno encima del hocico y que los polvos de raspadura de este cuerno eran apreciada medicina en el trato venéreo. Y al decir esto se señalaban a sus vergüenzas, que las traían al aire, y se reían. Con lo que ya quedamos confirmados de que por fin habíamos dado con gentes que sabían darnos nuevas ciertas de dónde estaban los unicornios.
Y como nos pareció que en todo decían verdad, resolvimos partir luego hacia la parte del Mediodía y aquel mismo día torcimos el camino por alejarnos cuanto antes de la mortandad que atrás dejábamos. Y es maravilla ver cómo en el país de los negros no es posible callar un muerto porque en seguida se convoca gran copia de buitres y otras aves del mismo talante que hacen su vuelo coronado encima de la carroña y se dejan ver como nube negra a muchas leguas del lugar, tan espesas se juntan y tan grandes son. Y estos buitres que digo son mucho más lerdos que los que se crían en Castilla porque, en viendo a alguien que no se mueve, ya empiezan a volarle encima y no se cuidan de si está muerto o solamente dormido y en más de una ocasión se ha despertado uno y se ha visto rodeado de estos pájaros. Mas luego son cobardes y en gritándoles levantan vuelo y se alejan con gran algarabía y enfado, que parece que siempre traen hambres atrasadas y se contrarían mucho de que lo que parecía moribundo goce de buena salud.