Y el otro lo tenía clavado en el lomo hasta el cuero. Y luego saqué mi talabarte y tomé el cuchillo y agarré al león por la melena, que era de crin, áspera como de mulo zahíno, y le di un gran corte en la garganta que todavía fatigosamente resollaba, con lo cual arreció el temblor y luego murió.
Y era el león fiera grande a maravilla, como caballo de tres años, y muy membrudo y fuerte y de muy fieros dientes y uñas y de espantable figura.
Y luego me alegré en mi corazón de mi hazaña y llegaron los negros con sus palos y cuchillos dando grita y apaleando al muerto y lo abrieron y lo despellejaron por tomar la piel y ciertas vísceras que, en comiéndolas, son de mucha virtud. Y luego tornamos muy alegremente hasta que vino la oscuridad de la noche. Y con esta muerte cobré mucha fama de bravo entre los negros y Caramansa, que había matado un león más chico que el mío siendo joven, me cobró más miedo que antes y como desde el día de la batalla no me veía con él buena cara, dio en recelar que algún día yo habría de quitarle el mando del pueblo. Y en esto los negros son poco encubridores y pronto muestran sus miedos y sus esperanzas. De lo que yo hube de reservarme más que solía, por excusar traiciones.
Le di la piel del león al padre de Gela y ella se vino esa noche conmigo a dormir como mujer y yo ya la pude ver en toda su desnudez, que antes sólo la viera en sus tetas y rostro, como ellas suelen venir. Y era Gela fea como negra más no tan fea como otras de su nación. Y tenía los huesos de los carrillos un poco salidos y los ojos grandes y almendrados y graciosos y muy blancos y los labios grandes y gordos y la lengua vivaracha y muy juguetona cuando entrada en la harina del amor y la nariz fina. Y no tenía la piel basta y llena de cicatrices y remiendos que otras tienen, sino muy brillante y grasosa y el pelo crespo y ensortijado y el pescuezo largo y los hombros torneados y las tetas muy duras y prietas y altas como caídas para arriba, y los pezones enhiestos y muy salidos, como bellotas o castañas, que eran de mucho consuelo los chupar, y la espalda derecha y bien torneada y sin huesos que mucho salieran. Y la cintura estrecha y el vientre liso y el ombligo grande, como suelen traerlo los negros. Y las caderas muy anchas y hospitalarias y el trasero redondo y alto y bien partido y prieto. Y en esto de los traseros es de mucha curiosidad que, mientras gran parte de las mujeres blancas son culibajas, la mayoría de las negras son culialtas, tanto que a veces no lo tienen ya en primor y parecen en sus caderas más ijares de caballo que parte de gente alguna. Mas éste no es el caso de Gela, que tenía su trasero en todo bien conformado y dispuesto y muy redondo. Y las partes de la mujer propias las tenía abultadas y muy negras, más agradables de ver y de palpar, y nada feas y coloradas y saludables por dentro. Y más abajo los muslos los tenía torneados y redondos y muy brillosos y las piernas largas, con la pantorrilla un poco alta y el calcañar bajo, como los negros los suelen traer. Mas con todo ello Gela era hermosa y yo mucho me aficioné a ella, que por veces casi olvidaba de pensar en mi señora doña Josefina y, cuando comparaba, me gustaba más hacer lo que hombre hace con mujer con Gela antes que con mi señora doña Josefina, si bien esto ni a mí mismo me lo quería confesar porque me parecía herejía y falta de consideración y gran deservicio y villanía para mi señora.
Y Gela fue una buena esposa el tiempo que conmigo estuvo que fue casi un año después de la caza del león. Y me molía grano cada día y adobaba lo que me tocaba de la carne de monte y hacía en todo lo que las demás mujeres del pueblo con sus maridos. Y me despiojaba por las mañanas, al sol, y se arrimaba a mí por las noches. Y muchas veces, en viéndome desvelado por graves pensamientos, me tomaba la cabeza en su regazo, como niño, y me dormía acariciándomela. Y muchos días salíamos a caminar por el yerbazal y nos alejábamos río abajo a un lugar deleitoso y apartado que bien conocíamos, donde había altos árboles y ciertas matas de espino que daban unas bolas dulces como madroños de las que comíamos gran copia. Y allí nos solazábamos en retozar y bañarnos desnudos y jugar a echarnos agua y perseguirnos y hacernos luchas y luego que estábamos en el abrazo rodado por la yerba muy mullida y fresca, cesábamos las risas y nos dábamos besos y yo me llegaba a ella como hombre a mujer y así nos ayuntábamos debajo del cielo lleno de pájaros sin dejar de reír y de hacernos caricias, tan sin pecado ni malicia como niños que juegan. Y en esto las negras son mejores que las blancas que son grandes fingidoras y se duelen de ser tan pecado las cosas del fornicio y no se mueven como debieran.
Aquellos días de placer y holganza que junto a Gela tuve fueron los únicos de mi felicidad en todo el tiempo que anduve por la tierra de los negros, donde conocí más aflicción y enojos que contento y alcancé más lágrimas que risas y más que buenos hechos mortandades y malos tiempos, sequedades de pocas aguas, guerras, enfermedades, pasiones, dolores de cada día y afanes. Por eso ahora, que ya los tiempos no vienen como solían, muy seguidamente doy en pensar en ella y me parece que oigo otra vez su risa fresca como fuente clara y, en entornando los ojos, me parece estar sintiendo cuando, tendidos los dos, desnudos en tierra y medio tapados entre las altas y frescas yerbas, ella me cantaba quedamente al oído muy extraños sones de su gente, que son tristes y confortadores a la vez, y con sus dedos me iba haciendo tirabuzones en el pelo y en la barba y jugaba como niña a peinarme, y me daba besos por la nuca y por el espinazo abajo o se ponía a contarme las canas de la barba y de la cabeza con las ásperas palabras que en su lengua son números. Y cada día perdía las cuentas porque muy ligeramente se me iban tornando los pelos blancos y, si yo me movía y se le escapaba el corte de las manos, luego fingía enojo y me castigaba como a niño, y yo como niño me llegaba a sus pechos y se los mamaba y ella me recibía como madre y se tendía en la yerba para que yo mamara a mi sabor, entornados los ojos y quieta, y con esto íbamos pasando de niños que juegan a hombre y mujer que se ayuntan plácida, gustosa y amorosamente.
Y yo le contaba a Gela muchas cosas de Castilla y le refería las hazañas de mi señor el Condestable y de sus grandes hechos y de las fiestas y romerías y guerras. Y ella tenía mucho placer de oírme contar muchas veces aquel sucedido de cuando mi señor el Condestable, por festejar al embajador de Francia, su amigo, mandó correr ciertos toros en el alcázar de Bailén. Y al tiempo que se corrieron mandó soltar una leona muy grande que allí tenía, la cual espantó a toda la gente que andaba corriendo a los toros y anduvo a vueltas dellos. Y después de los toros corridos y muertos, el leonero tomó la dicha leona y llevóla a encerrar donde solía estar. Y contaba también las fiestas y agasajos que solían hacer el día de San Lucas y cómo la posada del Condestable se aderezaba de paños franceses y mesas y buenos aparadores con vajilla de plata y variedad de yantares y confites y vinos especiados y muchos sábalos y otros pescados frescos y muchas conservas de diacitrón y confites y dátiles y palmitos y muchas frutas verdes y secas, cuantas según el tiempo se podían haber. Y Gela se mostraba muy curiosa de los vestidos y afeites de las mujeres y me hacía referírselos muy por menudo y que le dispusiera el pelo como mi señora la condesa solía llevarlo jugando a que ella lo era y yo el Condestable mi señor, y así gastábamos el tiempo muy placentera y amorosamente.