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Y pasando el tiempo comenzó a menguar la caza, que ya los venados y las cabras no se hacían tan confiados como al principio de llegar nosotros y, en venteando a gran distancia que había cerca ballesteros, se recelaban y huían e iban a beber sus aguas a sitios más distantes. Y con esto había semanas que no se cazaba nada más que animales chicos, con trampas del suelo, y ya Caramansa nos hacía menos merced en sus cosas viendo que no le dábamos como antes y temiendo que si nos hacíamos mucho a la vida de su gente acabaríamos tomándole el mando.

Y este recelo se le veía más claramente las pocas veces que se avenía a cruzar el río para llegarse a nuestro pueblo, que venía con gran prevención, como la primera vez que nos viera, y no quitaba ojo de las ballestas por notar si estaban armadas o no. Y esto es porque los negros, cuando ven disparar una vez la ballesta, luego le toman gran miedo y piensan que tiene virtud y que es cosa del Demonio, lo que nosotros cuidábamos de no desmentir por mantenerlos en más respeto.

En este tiempo dos o tres veces se cruzaron nuestras gentes lejos del pueblo con negros de los mambetu, a los que matáramos los hombres, mas ellos andaban huidizos y prestamente se escondían de nosotros y recelaban como de mortal enemigo.

Las primeras veces, Caramansa y algunos viejos del pueblo de los bandi habían dicho que el unicornio habitaba en las montañas que había a Poniente, donde había grandes aguas y muchos pájaros y animales extraños y mucha caza. Mas allí no vivían negros porque en aquella tierra vivían las ánimas y los demonios y el que allá subía luego tenía que morir. Con esto vimos la simpleza de los negros, que no conocían que los demonios están sometidos a Dios Nuestro Señor y nada pueden contra un hombre si éste lleva una cruz al pescuezo y está convenientemente confesado y comulgado. Así es que, por excusar aquella pereza y molicie de los hombres, en cumplimiento del recado del Rey nuestro señor, dispuse que, en pasando el tiempo de las grandes calores y aguas, luego subiríamos a aquellas tierras donde se podía cazar el unicornio. Y pensando que no era conveniente llevar a Inesilla, que otra vez estaba embarazada, Andrés de Premió determinó dejarla en el pueblo al cuidado de las otras mujeres de los ballesteros. Y con esto pasamos adelante y guiados por quince negros de los bandi, tomamos el camino de las montañas, que eran altas a maravilla y en los días claros se veían azulear a lo lejos. Y hubimos de caminar por muy intrincadas y espesas arboledas y altos yerbazales por espacio de casi dos meses, hasta que llegamos al pie de la montaña más alta, que se llama Mangono, y luego fuimos subiendo por unos senderos de piedras muy empinados y de vez en cuando había navas más llanas y pradillos con arroyos deleitosos donde descansábamos muy a gusto y si daba la noche dormíamos. Y notamos ser verdad lo que nos habían contado pues en estas sierras se criaban muchos y muy pintados pájaros que todo el día volaban de un lado para otro sobre nuestras cabezas, ora en apretadas batallas, ora en filas dobladas, ora cada uno por su lado, según la costumbre y diversa naturaleza de cada uno. Y muchos de estos pájaros estaban vestidos de vistosas plumas de distintos colores pero otros eran negros y otros blancos. Y de éstos distinguimos cigüeñas, lo que nos recordó Castilla cuando por la estación van las cigüeñas a anidar en los campanarios y montan grandes nidos como chozas donde hacer la cría, lo que tuvimos por muy buen agüero. Y con esto pasábamos adelante y fray Jordi se nos perdió un par de veces pues se iba entreteniendo más de lo necesario con las muchas flores y yerbas raras que, según ascendíamos, iban criándose. Y era esto curioso a maravilla que algunas veces las flores estaban tan espesas que el pradillo parecía antes que yerbazal paño bordado en bastidor de alta dama. Mas también encontramos muy fieras serpientes, espantables de ver y tan gordas como el muslo de un hombre y los negros mataron a una con sus flechas y luego la despellejaron y la comimos y sabía igual que si fuera pescado y tenía la carne blanda y blanca.

Y al mes de andar por la montaña haciendo vida deleitosa dentro de nuestra fatiga, pues la caza era allí mucha y los aires sanos y frescos y las aguas de los muchos regatos y manantiales frías y delgadas y saludables, finalmente fuimos a dar a una cañada grande muy espesa de árboles que se extendía más que la vista y paraba al final en muy espesas nieblas y humos. Y seguimos allí adelante hasta que, a los pocos días, estuvimos en la niebla y vimos que no era tal sino el agua espurreada muy finamente de un río grande que desde el somo de la montaña se despeñaba pesada y fragosamente al valle. Y al chocar sus muchas aguas contra las peladas peñas de abajo, luego se rompían y saltaban como nubes de niebla que iban subiendo y lo mojaban todo en muchos estados de distancia en torno y tapaban la vista y llenaban de agua las narices estorbando el respirar. Y aquella cosa era la más notable que nunca ojos vieran y muy merecedora de cuento en los libros de los sabios. Mas allí no había unicornio ni animal de otra clase, que sería difícil que en tal estruendo y ruido y humedades vivieran otros que no fueran peces, con lo que, después de mucho buscar, quedamos confusos y sin saber qué hacer y determinamos que nos apartaríamos de allí y que seguiríamos registrando aquellas cañadas por ver si el unicornio se encontraba y parescía en otros lugares. Y esto hicimos hasta que llegó el tiempo de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, que celebramos muy piadosamente en una nava donde los negros habían levantado una choza grande para ellos y otra para los ballesteros y luego, los que éramos cristianos, oímos misa y comulgamos muy devotamente y entre nosotros el Negro Manuel y después comimos carne y cantamos coplas a la Virgen Nuestra Señora y, aunque el negocio del unicornio no había salido bien, nos confortamos mucho al vernos juntos y sanos, si bien Andrés de Premió anduvo triste aquellos días con la congoja de que había dejado a Inesilla preñada y entre gente extraña. Y nosotros lo animábamos diciéndole que a la vuelta la encontraríamos muy repuesta y alegre y con otro Andresillo en los brazos.

Y pasada la Navidad, a once días de enero, acordamos bajar al pueblo y ver por otro sitio dónde buscar el unicornio. Y nos pusimos en camino a una nava por donde habíamos de bajar más a salvo. Mas, al tercer día de bajada, llegamos a un llano grande y como la tarde quería ponerse, determiné que allí haríamos noche. Y salieron los hombres a ballestear carne, que antes viéramos señas de haber ciervos por aquellos pastos, y salió Paliques con algunos negros a juntar leña. Quedéme yo con el hato y fardaje disponiendo la acampada cuando vino un negro corriendo a dar aviso que una fiera había atacado a Paliques y señalaba un sitio apartado de allí.

Fuimos fray Jordi y yo tras el negro, con la bolsa de los ungüentos y las vendas y entramos por los espesos árboles y luego vimos a todos los negros hechos un corro y a Paliques que yacía en el suelo muy ensangrentado y quebrantado. Y en acercándonos vimos que no se podía hacer nada por él, que tenía todo el pecho fieramente abierto y se le veían palpitar las vísceras y un brazo lo tenía casi arrancado y la mano no se conocía de lo mordida que estaba. Y el rostro de Paliques, de ordinario muy moreno, se había tornado blanco como papel. Con lo que, en llegándose a él, fray Jordi le empezó a hacer las cruces de los óleos y no quiso confesarlo porque ya no conocía a nadie ni hablar podía pues, aunque tenía abiertos los ojos y resollaba algo, no estaba ya en su seso. Con lo que, a poco de llegar nosotros, aflojó la cabeza y se le acabó de vidriar la vista y se murió.

Y al resbalarle la cabeza se le vino a tierra el gorrillo azul grasiento que nunca se quitaba de la calva ni para bañarse y el Negro Manuel lo tomó y muy piadosamente volvió a ponérselo en somo de la cabeza. Y luego acudieron los otros negros y los ballesteros y algunos negros de los nuestros, con palos y losetas, muy diligentemente, cavaron un hoyo hondo que miraba a Oriente, sabiendo nuestras costumbres, que ya se las enseñara el Negro Manuel, y allí dimos sepultura al desventurado Paliques, llorando muy desconsoladamente de nuestros ojos como si se partiera un hermano o un hijo, sin curar, en nuestra aflicción, que es cierto que el Rey y el Papa y el zapatero, todos hemos de pasar por aquel vado de la muerte, como dice Catón.