"¿Con una Virgen?", pregunté yo, pensando que quería decir con una imagen de Nuestra Señora. "Con una virgen de carne y hueso -continuó fray Jordi-, con una doncella intacta, que no haya conocido varón. -Y luego añadió como para sí-: Si es que el Canciller real encuentra alguna en todo el reino de Castilla". Dejó el libro en su lugar y tomó otro menos voluminoso que también tenía cierto pasaje señalado con una cinta. Lo abrió y leyó por donde marcado estaba: "Plinio certifica que el unicornio huele a la doncella y va a posar su cabeza terrible en el regazo de la niña: entonces se deja cautivar fácilmente porque abandona su habitual fiereza y la torna en mansedumbre. El cuerno del unicornio es el remedio universal contra el veneno; el ungüento de su hígado es mano de santo en las heridas". Fray Jordi guardó silencio un momento y seguía discurriendo la yema de su dedo índice por el pergamino del libro, aunque no leía.
Había levantado la cabeza y miraba distraído por la ventana del huerto.
El sol empezaba a bajar, allá a lo lejos, y los muros del alcázar real, al otro lado de los barrancos, parecían dorarse y brillar como joya bruñida. "También tiene otras virtudes el cuerno -prosiguió-, apuntala la virilidad desfalleciente de los hombres poderosos en el otoño de sus vidas y les devuelve los ardores de la juventud". Bajó la voz sin dejar de mirar el lento atardecer y prosiguió: "En las boticas de Oriente se venden polvos de unicornio por remedio de virtud, pero el Rey los ha probado y no le sirven. Es posible que no sean legítimos o que sean molimiento de colmillo de elefante. No hay seguridad de que en toda la Cristiandad haya un cuerno de unicornio verdadero fuera de los tres que hay en la iglesia de San Marcos de Venecia. El Canciller real les ha escrito a los venecianos y hasta les ha mandado un embajador, pero ellos perjuran que los dichos cuernos no están ya allí. Parece que el único modo de hacerse con él es yendo a África y cazando al monstruo. Ese es el mandado que nos encomienda el Rey nuestro señor".
Seguí departiendo con el buen fraile sobre las trazas de la caza del unicornio y él, que era persona de mucho juicio, me dijo que con cebo virginal era seguro que podríamos tomarlo porque entonces se conduce con la mansedumbre de una oveja. Y supe que, por si en tierra de infieles no hubiera ninguna doncella, pues es sabido que sin el freno de la verdadera religión hacen más uso de la lujuria que los cristianos, el Canciller había previsto que llevásemos en nuestra compañía a una doña Josefina de Horcajadas, doncella certificada, de noble linaje de la ciudad de Cuenca, que sería, llegado el caso, nuestro señuelo con que amansar y pacificar a cuantos unicornios topásemos en los confines del África. Y al darme noticia de ella, fray Jordi me encomendó mucho que, puesto que yo iba a ser el sargento y mariscal de la milicia del Rey, me cuidara mucho que ninguno de mis hombres osara acercarse a doña Josefina ni para tocarle un pelo de la ropa so pena de ejemplar castigo, lo que yo prometí de muy buena gana.
En estas pláticas nos fue entrando la noche, apenas desmentida por la luz de una triste palmatoria que sobre la mesa ardía, cuando sonó la campana de los frailes llamándolos a colación y con esto me despedí de Fray Jordi y me volví a "Alonsillo" y a mi aposento del alcázar muy embargado de pensamientos y cavilaciones y trazas, y acabó de cerrar la noche, en lo que bajé a cenar con los pajes y los maestresalas y luego excusando conversaciones, retiréme a dormir y no pude pegar ojo imaginando la pintura de las nuevas tierras y personas que habría de conocer por mandado del Rey, en los confines de la tierra ignota, y cómo acrecentaría mi estado y nombre con las hazañas y grandes hechos que pensaba cumplir en mi encomienda, que a las veces no pensaba que fuera yo sino un Rolando o un Alejandro de los que en las historias antiguas vienen. Y del mucho velar y dar tornadas en la cama e impacientarme anduve, los otros días que allí esperé, muy mal despierto, sin mostrar mucha cortesía, como manda la buena crianza, para corresponder las finezas y atenciones que Manolito de Valladolid de continuo gastaba conmigo. Mas él no tomaba enojo, pensando que era mi natural arisco, y luego volvía en busca de mi compaña y poca conversación.
Y al tercer día salimos de Segovia sin despedirnos del Rey ni de su secretario, que en el mientras tanto el rey y toda la Corte fueron partidos a Guadalajara con el mayor secreto del mundo como, por excusar traiciones, solían. Y esta vez hice el camino muy bien acompañado porque iban conmigo cuarenta ballesteros a caballo y fray Jordi de Monserrate, en una mula andariega, seguido de otra de reata donde llevaba los bultos y apechusques de su botica. Y con nosotros iba Manolito de Valladolid que había alcanzado del Canciller, su tío, ser mayordomo y aposentador de la expedición, y en buena mula cisterciense, pausada de andares, con tijera de mujeriegas y quitasol colorado, llevada de reata por un mozo de mulas, viajaba, silenciosa y tapada por unas espesas tocas que le colgaban de las puntas del sombrero, doña Josefina de Horcajadas, la doncella. Y con ella venían dos criaditas jóvenes y otra vieja. Además llevábamos tres mozos de mulas y un hermano lego que iba al cuidado de fray Jordi de Monserrate y detrás destos iban hasta cinco mulos buenos con fardaje de todas las cosas de que para nuestra despensa menester hubimos, provistas muy cumplida y abundosamente por mandato del Rey nuestro señor.
Tres
Partimos tan secretamente de Segovia, cuando aún dormían los gallos, que persona en el mundo supo dónde íbamos. Y, en saliendo al pago que dicen del Quejigal, tomamos el camino de Toledo y, en descansadas jornadas, pernoctando en ventas y posadas, fuimos acercándonos a tierras de las Andalucías. Manolito de Valladolid, en puesto de mayordomo real, no se apartaba de mi estribera, mal jinete, siempre quejándose de la incomodidad del camino, del polvo, de las moscas y de la inclemencia del sol, para cuya defensa iba tocado de gorro morisco de seda carmesí, con pañuelo de lo mismo velándole la cara, y fingía no oír las chanzas y coplas de la chusma ballesteril. Fastidiado iba yo de su amistad tan asidua y empalagosa, y de no saber qué hacer para quitármelo de encima, que cuanto de peor talante contestaba sus muchas preguntas e inquisiciones, más afición parecía tomarme él y más chistes y bromas de mi persona imaginaba yo en la comitiva zumbona. Hubiera preferido gastar el camino en conversación y amigable coloquio con fray Jordi, que me parecía un pozo de ciencia y me había aficionado yo, en dos o tres paliques que con él tuve, a sus muchos y variados saberes, pero el buen fraile prefería ir cerca de la zaga, con los lacayos y las mujeres, lejos del mucho blasfemar y entonar lascivos cantos de la tropa, y aún dos o tres veces se nos quedó retrasado y hubimos de esperarlo porque, cuando descubría alguna yerba o alguna piedra nueva, no cuidando del asunto común, se bajaba a recogerla, y así iba haciendo sus cosechillas de yerbas y hojas y raíces que luego guardaba en ciertas taleguillas de lino, y cuando hacíamos parada larga, para yantar o para que descansaran las bestias, él ponía su agosto a secar encima de las peñas, mirando a Oriente, donde mejor hiciera el sol, y alababa la virtud de Dios en aquellas plantas. Y era maravilla ver cómo tales saberes y labores lo tenían entretenido, que ni se quejaba de las incomodidades del viaje, siendo él, por su mucha grosura y poca costumbre de cabalgar, el que me pareció en un principio que peor había de sufrir el camino. En cuanto a la dama Josefina de Horcajadas poco he de decir. A cada descanso íbanseme los ojos a ella sin poder remediarlo, que me parecía adivinar que había de ser de reposada presencia y bellas facciones y que habría de tener los pechicos redondos y pequeños y los muslos gordezuelos y torneados, pero nunca me atreví a acercarme a más de quince pasos della porque, habiendo de dar ejemplo a los ballesteros, me pareció que sería de mucha torpeza y poco recato que me viesen requebrándola o haciéndome el cortesano entre sus dueñas. Así que me mantuve a prudente distancia, aunque me pareció que algunas veces ella me miraba y, cuando tal sentía, procuraba enderezarme sobre "Alonsillo", y sacar pecho, y dar órdenes a los ballesteros y mozos que más cerca anduvieran, con la voz recia y capitana, y vinieran o no a cuento, cosas todas que, por ser joven, bien creo que se me podrían excusar.